El amontonamiento de autos es el habitual a esa hora, así que con una paciencia que no habíamos percibido que tenía, el chofer coloca el colectivo detrás de otro de la misma empresa y se resigna a esperar que el flujo del tránsito lo deje moverse. Muy despacio y después detenido. Muy despacio y después detenido. Cinco minutos para hacer los primeros cien metros y ahora algunos pasajeros le piden al chofer que abra la puerta para bajar a mitad de cuadra: prefieren ir caminando. Se liberan dos o tres asientos pero ninguno cerca mío, por lo que sigo parado, suspendido del caño superior con la mano derecha, la mochila en el piso, entre las piernas, la cabeza recostada sobre el brazo en alto como si lo usara de almohada. Cierro los ojos y los abro de nuevo. El sol de la mañana, las pocas horas dormidas, la leve asfixia que me produce la corbata. Es miércoles, es primavera avanzada, aumentó la nafta y hay huelga del personal administrativo del Estado que pide recomposición salarial. Me quedé anoche trabajando hasta tarde porque tengo que presentar el cierre de balance de todos los clientes. Cuando llegue a la oficina voy a hacer un café grande y me voy a mojar apenas la cara, un poco en las sienes, justo donde nace el pelo, disimuladamente: eso me ayudará a despabilarme. Eso y la radio clavada en la FM Greenday: puro rock clásico en inglés, casi sin comentarios ni publicidades.
Por la ventana sucia miro hacia afuera y veo, caminando entre la gente, las piernas de la tía Quela. Las reconozco inmediatamente de las fotos familiares, o de los recuerdos de cuando yo apenas superaba la altura de sus rodillas, o de los relatos de la parentela sobre su figura extraordinaria. La Tina Turner de los Vigneli, le decían. Era increíble que siendo tan bella se hubiera quedado soltera, agregaban. Cupido le había jugado una mala pasada, con la cantidad de pretendientes que había tenido en su vida. Ahora, entre la muchísima gente que camina por la vereda, aparecen como un regalo las piernas de la tía y me invade un cariño sorpresivo y fugaz, que es reemplazado enseguida por preocupación: algo anda mal en esas piernas perfectas, que siguen siendo las más lindas que conocí aunque la tía ya tenga más de ochenta años. Delgadas, largas y torneadas como si hubieran entrenado intensamente. La tía Quela nunca había hecho deporte ni nada que tuviera que ver con la actividad física, más que caminar un poco alguna vez cada tanto. Pero sus piernas eran fibrosas y tónicas como las de una bailarina brasilera, a pesar de la edad, piernas perfectas aún cuando caminaba con zapatos sin taco, o en pantuflas, como lo está haciendo ahora, en pleno centro, en la vereda.
De pronto, el puesto de diario me tapa la visión. El colectivo se detiene y me doy cuenta de que solo volveré a ver a la tía si nos movemos nosotros o si se mueve ella. Estiro la cabeza para ver si puedo encontrarla.
El colectivo avanza y volvemos a cruzarnos unos segundos más tarde. Su paso lento y arrastrado. Sonríe mientras camina. Ahora puedo verla mejor, porque está más cerca, y distingo con nitidez lo que antes había percibido como una intuición: algo anda mal.
La tía Quela viene caminando con una cartera en la mano, la aprieta con fuerza como si tuviera miedo de que se la robaran. Tiene puesto un vestido de manga corta con flores claras, pantuflas, el cabello recogido, algunos mechones le caen sobre la cara, los labios pintados, anteojos de sol. Camina de forma extraña, como si algo la frenara. Encuentro la explicación: un poco más arriba de las rodillas, en los mismos muslos torneados que tantos celos dieron a sus primas y cuñadas, está atascada la bombacha. Ya sea porque se la estaba bajando o porque se la estaba subiendo, la prenda quedó a mitad de viaje y ahora le hace el paso más dificultoso. Qué vergüenza. Pero vergüenza ajena, pienso, porque la verdad es que ella no parece preocupada. Tal vez ni siquiera se dio cuenta.
Me muevo hasta el final del pasillo y toco timbre. El chofer levanta la vista y me mira por el espejo. Tengo que bajar, le explico. Sin sacarme los ojos de encima, abre la puerta, aunque estemos lejos de la parada. Con ruido neumático, el colectivo vuelve a cerrarse apenas piso la calle. Esquivo dos autos que están también detenidos. Alcanzo a la tía en dos zancadas.
Entre los puestos de flores y diarios que están sobre el cordón y los manteros que venden ropa y carteras instalados contra la pared, la vereda ha quedado angosta, y por eso la gente se choca en sus pasos de apuro y malhumor. Sospecho que la tía no va a reconocerme así que nos evito el mal momento. ¡Tía Quela! Soy Pablito, el hijo de Susi y Rubén. La tía se saca los anteojos oscuros, levanta las pestañas postizas y perfectas, me mira con sus ojos azules, tan profundos que parecen violetas. Me agarra del brazo. Pablo querido, qué lindo verte, ¿Qué andás haciendo por acá?
Le doy un beso y siento su perfume dulzón e inconfundible. Olor a tía Quela. Ella va a comprar cigarrillos, me explica mientras agita la cartera con la mano y señala la esquina con la cara. Miro donde indica y veo el kiosco. Estamos a no menos de cincuenta metros. Pienso qué hacer mientras la escucho que me dice en voz baja que se quedó sin, que le quedan dos o tres nomás y tiene miedo de que el kiosco cierre a la hora de la siesta.
No sé por dónde empezar. Puedo decirle al oído que acomode su bombacha, pero temo angustiarla. Siempre fue tan coqueta, Quela, tan pendiente de los detalles. Puedo recordarle que son las nueve de la mañana y no estamos cerca de la hora de la siesta o mostrarle que el kiosco tiene un cartel rojo y azul que indica que está abierto las veinticuatro horas. Tal vez debería acompañarla hasta ahí, pero con la bombacha ajustando sus piernas la tía camina muy lento. Y yo tengo que entrar a trabajar. Podría decirle que me espere, que voy de un pique a comprar los cigarrillos y después la escolto a su casa. La tía vive en un departamento hermoso, en un primer piso, a la vuelta de donde estamos. Tiene dos ventanales de roble con balcón a la calle, paredes con moldura, una decoración clásica y moderna a la vez. Esta última opción tampoco me convence, ¿Y si la dejo ahí parada y cuando vuelvo no está? ¿Y si salgo del kiosco y no la veo más? ¿Y si se pierde? ¿Cómo le explico a la familia que la dejé desvariando en medio de la calle?
La mujer hermosa, abandonada. La historia de la tía Quela apaciguaba la envidia de las otras mujeres: para qué le había servido la belleza si ni una familia había podido formar.
Hubo un hombre. El amor de su vida, decían las cuñadas. Un guacho. Era abogado laboralista. No sé cómo se conocieron pero intuyo que fue su gran amor. Él estaba casado. Pero eso no les impidió tener una relación y que la tía Quela lo llevara a algunos asados o cumpleaños. Se separaron porque él tuvo que exiliarse en el setenta y siete. Se fue con su mujer a México, la tía Quela siguió con sus cosas como si no hubiera pasado nada. No dio explicaciones y trató de mostrar que todo seguía igual. Pero la mirada, me contó mamá, le quedó triste para siempre.
Ya sé qué hacer. La acompaño hasta el departamento, le pido que se quede ahí esperando y yo bajo hasta el kiosco. Es un plan perfecto. Se lo explico rápido, la tomo del brazo y avanzamos en la dirección contraria a la que veníamos. Los dos.
Subo la escalera con los cuatro atados de cigarrillos. Dudé cuando me los pidió porque me parecieron muchos, pero tuve miedo de que si le compraba menos saliera de nuevo a buscar los que faltaban. Me pregunto cuánto le durarán los cuatro atados. Miro la hora en el celular. Le mando un mensaje a Laura para saber si la jefa llegó a la oficina. Sí, hace cinco minutos. Le escribo que estoy demorado, que me cubra un rato, que ya voy. Bajo del ascensor, golpeo en el departamento D con los nudillos. Escucho la voz diciendo que entre. Del pasillo oscuro paso al living iluminado. El sol entra por los ventanales. Pestañeo. Tía Quela está sentada en un sillón y en la mesa ratona dos vasos con hielo, esperándome. ¿Te tomás un whiskicito? Me acerco a la mesa y tapo la botella. Tía, son las nueve de la mañana. Me pregunta si yo soy de los que creen que hay que tomar solo de noche, y la verdad es que no sé si soy de esos, pero tomo solo de noche. Le pregunto dónde le dejo los cigarrillos y me dice que por favor los guarde en la cocina, en el mueble verde donde están las copas.
Arriba de la mesada hay una cubetera con varios hielos derritiéndose. La completo con agua y la meto en el freezer. Piso algo blando: es la bombacha. Se terminó de caer o se la sacó y la dejó ahí tirada. La corro con el pie hasta la pared, pero no la levanto. Abro la puerta del mueble verde y me quedo mirando, con los paquetes de cigarrillos en la mano. El mueble está lleno, de un extremo a otro, de arriba abajo, de cajas azules y negras, idénticas a las que tengo en la mano. Hago un cálculo rápido: no hay menos de sesenta paquetes ahí. Acomodo los cuatro que traje.
Cuando vuelvo al living está oscuro. Tía Quela cerró los postigos de los ventanales y encendió una lámpara de pie, al costado del sillón. Ya sirvió whisky en los dos vasos. Vení que ya es de noche, me dice, y da un sorbo pequeño y coqueto.
Me siento, muevo el pie golpeando el piso porque estoy nervioso. Hace rato ya que debería estar trabajando. Me tengo que ir. Pienso en llamar a alguien pero no sé a quién, tía Quela no tiene hijos, mi mamá no puede hacer mucho. Es hermana de mi abuela, Quela. La hermana menor. Nos vemos poco con los primos y, la verdad, no tengo cómo ubicarlos de urgencia. Mientras pienso, ella termina su whisky y se vuelve a servir. Hace girar el hielo en el vaso, jugando. Solo cuando cruza las piernas, Amelita Baltar, Norma Pons, tan bella la tía Quela, solo cuando cruza las piernas me acuerdo de que no tiene bombacha. El vestido claro con flores, las uñas pintadas, sus ojos violáceos y sus ochenta y pico. Me acerco a la mesa, levanto el vaso y doy un sorbo tímido. Me arde la garganta. Viene a mi mente la noche de trabajo y siento que hace bien esa bebida fuerte, me reconforta. Da energía.
Saco el celular y tengo tres mensajes de Laura, pregunta dónde estoy y dice que mi jefa me va a matar, que ya preguntó mil veces por mí y ella no sabe qué decirle. Le escribo que estoy atendiendo a mi tía, que la encontré desvariando en la calle y la tuve que traer a su casa, que estoy esperando a un primo que me va a relevar.
Chocamos los vasos. La tía se calza las pantuflas y va hasta la cocina. Cualquiera que la ve de atrás ni se imagina su edad. Se mueve con gracia. Me aflojo la corbata y desabrocho el primer botón de la camisa. Ella vuelve enseguida, con un paquete de galletitas de agua, y un atado de cigarrillos. Hay que desayunar algo, me dice y me parece recordar algunas tardes en casa en que ella ayudaba a la abuela a servirnos la merienda. Muerde y algunas migas caen sobre la falda: hay que hacer base, se ríe. Y baja el desayuno con un trago largo de escocés.
Se hace silencio; siento que tengo que hablar de algo. Le digo que mamá está bien. Levanta las cejas. Claro, me dice, ¿Por qué iba a estar mal? ¿Estuvo mal? No, no, le aclaro que no. Está fantástica. Desde que se jubiló, cada vez mejor.
Otra vez silencio. La tía mueve las rodillas desnudas, muy junta una a la otra, puro hueso. Las mueve hacia izquierda y derecha, como acompañando una canción de cuna. Agarra el vaso con las dos manos, lo envuelve y bebe sorbos cortitos mientras sonríe. Apoyo mi vaso vacío en la mesa. No sé cuánto tiempo pasa, no podría medirlo, pero es el tiempo suficiente para sentirme incómodo, sin nada que decir, sin que se me ocurra qué preguntar. Así estamos los dos, como si nos hubieran olvidado, suspendidos entre las líneas de luz que entran oblicuas por los postigos. Busco y no encuentro un tema para conversar. Por hacer algo, miro el teléfono. No debería: tengo tres llamadas de mi jefa y muchos mensajes de Laura. Me recuerda que es un día difícil en la oficina, que están los vencimientos, que tengo que terminar hoy los informes. No le contesto, pero me dan ganas de decirle que los terminen ellos. ¿Y si yo me muero, qué? ¿Se acaba el mundo? Pienso en mi otro trabajo y en los balances que me falta cerrar. Otra noche de mal sueño. Lleno mi vaso y le ofrezco a la tía, que me estira el suyo. Parece feliz. Le sonrío con el gesto habitual que antecede al comentario. Me mira en espera. Puedo hablar otra vez de mi madre, pero no sé qué decirle. Que está bien, ya se lo dije. Que está en su casa. Con sus plantas. Nada que Quela no sepa de memoria. Podemos hablar del trabajo. Tía Quela era profesora de historia, pero se jubiló hace más de veinte años. Puedo contarle de mis balances. Lo que sea, tiene que ser rápido, porque la sonrisa de la tía espera, sus dientes perlados dicen contame algo, nene. Decime.
Le señalo un portarretratos de marco blanco que hay sobre el aparador. En la foto está la tía, joven, con un señor de bigotes. ¿Es él? Le pregunto: ¿es él?
Tía Quela apoya el vaso sobre la mesa. Tiene un pequeño lunar claro sobre el pómulo izquierdo. ¿Qué? pregunta. ¿Quién?
Me quiero ir. No sé porqué no hablé del clima, le podía preguntar si le gusta el verano, si está contenta con los calorcitos que estrenamos en noviembre. Si le gustan las flores. No hay plantas en el departamento. Le aclaro: si el de la foto es el que era tu novio, el que cuentan que tuvo que irse. Quela se para y se acerca a la ventana, abre apenas el postigo, una línea de luz, la suficiente como para echar afuera el humo del cigarrillo que acaba de prender. No me responde. Vacío el vaso de un sorbo. Tengo que irme y volver a la oficina. Me levanto para buscar la mochila. La encuentro al lado de la puerta de ingreso, y cuando me doy vuelta para despedirme, ya no está la tía junto a la ventana. Está el postigo abierto apenas, la tía fantasma desapareció. La busco en la cocina. No hay nadie. Las puertas del mueble abiertas dejando ver las cajas de cigarrillos apiladas. La bombacha hecha un bollo, en un rincón. La levanto con la punta del pie, me da pena dejarla en el piso. Me asomo en el baño, no hay nadie. Entro en la habitación.
La tía Quela está acostada en su cama, las piernas estiradas, los ojos cerrados. Me siento a su lado. Tía, ¿estás bien? Como si la velara. Como si la despidiera. Si no fuera por el pecho que sube y baja despacio, diría que está muerta. De un departamento cercano llega olor a frito. Es temprano, pero alguien cocina el almuerzo. Tía Quela, ¿estás bien? Le aparto un mechón de pelo que le cae sobre la frente. Tiene la piel muy suave, increíblemente suave. Le acomodo el vestido y pongo sus manos sobre el vientre, cruzadas. Acaricio sus manos, recorro con el índice los anillos. Aliso la tela a flores que insiste en arrugarse y recorro así sus caderas, el pecho. ¿Tendrá miedo de morir, la tía? ¿Soñará que muere sola, que nadie se entera, que denuncian los vecinos que sale olor feo del departamento? ¿Soñará que su gato le come las tripas, desgarra el vientre plano, soltero y revuelve sus humores íntimos? Vuelvo a acomodarle los mechones rebeldes, los sujeto detrás de las orejas y sigo el contorno de la cara con el revés del dedo índice. La acaricio despacio. Las pestañas postizas tiemblan apenas. Me habla. ¿Necesitás algo, Pablito? La tía está descansando un rato. Andá, nomás, con tus cosas.
Las palabras le salen firmes de la boca casi inmóvil, y me acuerdo de cuando éramos chicos y siempre nos estaba corriendo del lugar. Odia a los chicos, decían mi mamá y las otras. Es resentimiento, insistían, con lo que la vida no le dio.
La tía abre los ojos y me repite que vaya tranquilo. Ella va a hacer una siesta, a descansar un ratito. Que cierre la puerta de entrada, nomás, que solo se abre de adentro.
El sol de las once me quema los ojos. La vereda está atiborrada, me empujan. Me acerco al kiosco de la esquina y compro pastillas de menta para disimular el aliento a alcohol. Voy a la parada. Los pendientes son muchos, el día se hará largo. En el medio de la calle, rodeado de autos, bocinas, gritos y malhumores aparece el colectivo. Estiro la mano. Parece imposible que se acerque a la vereda pero el chofer vira el timón de la nave y en un movimiento corto, dos, cinco, como saltitos, se arrima al cordón. Escucho el ruido neumático al abrirse la puerta. Subo, pago, voy para el fondo. Me sostengo del caño del techo, me apoyo en el brazo, me duele la cabeza. Meto mi mano libre en el bolsillo y aprieto la bombacha. Me dio cosa dejarla ahí tirada, como tristeza. Me quedo así, agarrándola. Va a ser un día largo en la oficina. Un día arduo. Ya estoy a minutos de llegar.