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Todos somos fantasmas de algún final que nos negamos a aceptar. Con el cuerpo, la mente o el espíritu volvemos a esos lugares marcados por una intensidad exclusiva y excluyente y realizamos los mismos gestos, conjuramos las mismas palabras y los mismos silencios, esperando que algo se modifique. Pero si esperamos que algo se modifique, ¿por qué repetimos gestos, palabras y silencios? ¿Nos guía la necedad o la lucidez? Tal vez sea un poco de las dos cosas. Agregamos información, percibimos un nuevo detalle en la maraña sensorial del momento, como si calculáramos un nuevo dígito decimal para el número Pi: 3,141592653589… Los finales son nuestro número irracional y perfecto.
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«This is the end, my only friend, the end…». En la poética crepuscular de Morrison, esta frase tiene un sentido que todos hemos codiciado. Hoy, que mi codicia es más sofisticada y la mayoría de las veces me confunde, no puedo evitar preguntarme cuánto de la poética morrisoniana, cuánto de su sentido crepuscular, está atada a la rima. Quiero decir, ¿qué poética destilaría si la rima no estuviera? Pienso entonces cuánto se pierde o se gana en el paso al castellano. «Este es el final, mi único amigo, el final». Claramente, el fatalismo es otro. Falta la mueca despreocupada de la rima, lo que hace que la sentencia pierde su encanto. ¿Y si en lugar de ser literales, fuéramos rítmicos? «Este es el final, mi único rival, el final», por ejemplo. No soy bueno con las rimas, me costó un buen rato encontrar esta. De todas maneras, no creo que el sentido cambie demasiado. Un amigo es, en las mejores y peores acepciones, un rival. Alguien a quien intentamos enfrentar con nuestras mejores armas. Alguien a quien le ofrecemos nuestras mejores armas.
3
Todos somos fantasmas de algún final que nos negamos a aceptar. En esa negación suele haber un compromiso sentimental que nos desgarra, pero también hay un compromiso estético que nos electrifica. Porque, ¿qué es un final sino un artificio narrativo, una convención social que reverbera en la intimidad? Algunas noches me despierto apenas, lo suficiente para reconocer dónde he estado antes de darme vuelta en la cama y dejarme llevar por otro eslabón del sueño. Es un segundo, pero todo está ahí, por supuesto. El silbato del árbitro, el rechinar de las zapatillas en el parqué, el rebotar de la pelota en el soporte del aro. ¿El tiempo pasa más rápido en los recuerdos felices o en los recuerdos desdichados? ¿Cómo actúa la gravedad en ellos? Cualquiera que haya hecho deporte alguna vez sabe que hay jugadas que parecen no terminar nunca, que son espirales de orgullo o vergüenza que nunca dejan de girar y expandirse. Ahí estoy, entonces, con quince años, a punto de tirar los dos tiros libres que definen el partido de Cadete Menor entre Talleres, camiseta roja, y Estudiantes, camiseta negra y blanca. Yo juego para Estudiantes, uso el número 7. Hace frío y la cancha de ellos, un estadio a medio construir, es un centrifugador de vientos. Talleres siempre fue superior a nosotros, pero esta vez jugamos un gran partido y llegamos al final solo dos puntos abajo. Quedan segundos, entonces, y tengo esos dos tiros. Tengo que meter los dos para que podamos ir a tiempo suplementario. Estoy parado en la línea de tiros libres y uno de los árbitros me da la pelota. Mi problema, siempre, fue el pensamiento, el escrúpulo, el vicio narrativo. Es sabido que en momentos así no hay que pensar, hay que dejar que el cuerpo haga lo que sabe hacer. Pero también hay que saber dejar hacer al cuerpo lo que sabe hacer. En el vértigo del partido, en el movimiento, soy medianamente libre. Pero ahora, quieto, con la pelota en las manos, la cabeza me vuela a mil. Pienso, pienso mucho, y cada uno de mis movimientos, mientras flexiono las rodillas y llevo la pelota al vértice de mi frente con las dos manos, la derecha sosteniéndola, la izquierda acompañando, es un abismo de posibilidades. Cuando la pelota está en el aire ya sé que es un tiro errado, y ya estoy pensando en el queda, calculando la manera de errarlo también para que el rebote nos favorezca y nos permita usar los segundos que restan. No hay tiempo para la amargura. Vuelvo a recibir la pelota. Erro el segundo tiro de manera intencional, buscamos el rebote pero no lo conseguimos. Suena la chicharra y perdemos el partido. No hay eco. Alguien aplaude en una tribuna casi vacía, sin que quede claro si está festejando el triunfo de ellos o acompañando nuestro esfuerzo. El viento se enrosca mientras los jugadores nos saludamos junto a la mesa de control… ¿Qué siento en ese momento? No lo sé. No es un partido particularmente importante. No es una derrota especialmente dolorosa. Y sin embargo, no dejo de sorprenderme de vez en cuando escuchando con nitidez los dos rebotes que da la pelota sobre el soporte del aro en el primer tiro. Es un ruido sobrenaturalmente hermoso.
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Este es el final, mi único rival, el final. Sumo un dígito y después otro con un fervor irracional y fantasmagórico. A veces volvemos a los finales no para cambiarlos sino para que permanezcan iguales. Cada vez más profunda y excepcionalmente iguales.