A Camila
A los carapachayos epistolares
«Las lejanas islas/ que se empeñan en volver (…)
La vida es, un río bravo, pescador
Con peces de sombra y un dorado en estribor«
Ramón Ayala
Se pronostica marea. Una subida fuerte de agua. “Marea”, aquí es marea alta. Y genera un estado de inquietud general. Por cuestiones materiales: cosas en el jardín que pueden ser arrastradas, el recuento mental de víveres suficientes. Pero sobre todo lo que se intranquiliza es el espíritu, el fantasma. David Viñas tiene una suerte de teoría al respecto, y la narra en forma de diario en su libro de ensayos sobre literatura argentina. Visitándolo a Rodolfo Walsh en el Delta observa que este se excitaba con el agua alta, y se deprimía con el agua baja. No se priva además de burlarse por el devenir isleño de Walsh, por su aspiración salvajista. Como sea, la marea habilita una excitación pérfida, una inquietud. Propio del vinculo con el agua, lo no quieto (no muerto) por definición.
Entran y salen perros del terreno. Pavitas de monte suben a la mesa donde comemos. Una pareja de otros pavos negros atraviesan el jardín, desde el arroyo al monte todas las mañanas. El sentido de propiedad en la isla sobre los animales es otro. Algo que en la ciudad no ocurre. No se meten otros animales en las casas. Y de ingresar (cucarachas, pulgas, ratas) se las extermina. Los animales de las casas (gatos, perros) se vuelven fieles guardianes de la misma. En la isla tales límites son traspuestos todo el tiempo. Por tanto, el límite, su concepción, cambia.
Se viene el agua. Dicen que mañana sube. Que atemos el bote a la casa. Excitación e inquietud. Se viene el agua y se viene una experiencia vital. No veo la hora, en mis deseos aventureros de recién llegado. Un amigo, isleño, me dice que no hay nada de interés en la marea, que es una mierda, que la vive con angustia, esperando que pase. Seré un romantizador de desgracias, pero me inquieta y excita. Quedaremos rodeados de agua. No se sabe cuando, ni cuanto subirá. Ni cuanto tardará en irse. Por lo pronto a acopiarse. Sobre todo de nervios, esperas, alertas. Me voy a dormir. No se con que me encontraré por la mañana. Por lo pronto el parque todavía está seco. Y nosotros peleados. Así las cosas.
Escuchamos las noticias religiosamente. El día lo rige el momento de las noticias. Las 7, las 12, las 20. El conteo diario de infectados, de muertos. Sube, baja, avanza en una provincia, en una ciudad, retrocede en otra. Las palabras, los números se acumulan, tallan nuestros cuerpos.
Hoy hablé con Leonardo. Un vendedor de cartuchos de impresora que estuvo llevando la cuarentena en la isla. Me peleé con la bruja y me vine acá con la nena, me dice. Hace 8 años compró una casita prefabricada y aun no termina de poner el agua, rellenar el terreno y otras boludeces. Lo vemos pasar, ir y venir hablando por celular. Es panzón, descuidado, camina lento, parece turbado y es de Chacarita.
Ella escribe y llora. Escribe sobre una historia personal, familiar. Escribe llorando. Llora escribiendo. Envidio escribir en ese estado. Envidio llorar.
El silencio, en pareja, en una casita chica, siendo los dos conversadores, pesa. Leo un libro de cartas entre la hermandad que en los 20/30 unía a Lugones, con Quiroga, Martinez Estrada entre otros. Quiroga le escribe a EME y lo invita a San Ignacio, Misiones, a su casa, y le dice q lo considera de los pocos amigos con los cuales puede estar en silencio. Y agrega, “sin posibilidad de conflicto”. Como sí tuvo, dice, con un impertinente y juvenil Liborio Justo.
Leo no tiene lancha. Tiene un celular, que usa como nadie, y navega desde ahí. Hoy en el muelle, mientras esperábamos entre varios que Aysa cargue nuestros bidones de agua, a uno se le cayó uno al río. Los bidones se llevan atados, algunos los dejan con una cuerda colgando del muelle, para que algún otro vecino diga de llenarlos y luego los pasa a buscar, son bidones de 6 y 10 litros, lo que trasladar 8 o mas puede demandar varios viajes. En el desatarlos a un pibe se le cae un bidón al agua. Quizás por vergüenza no dijo nada, como si le diera lo mismo tirar un bidón de plástico al río. Y no creo que así sea. Y no por gesto ambientalista abstracto. Aquí el ambiente es el medio, de modo literal, es el ámbito mismo de la vida cotidiana. Como sea, no fue el pibe sino Leo el que se preocupó en tratar de agarrar el bidón cuando por el viento se acercaba al muelle. Fueron dos intentos fallidos festejados por su hija que se reía amorosamente de su padre. El único interesado en sacar el plástico del río. El único que accionaba. El bidón siguió en el agua. Se fue flotando a la velocidad de los primeros indicios de una sudestada pronosticada para mañana.
Amanecimos inundados. No podemos salir sin mojarnos. La dificultad como signo de un vinculo con la naturaleza, sus ciclos. El agua trae y lleva. Como el viento de Cadícamo. El agua da y quita. El capitalismo no soporta la restricción. Todo tiene que ser productivo, incrementar la productividad, nada de lo conseguido puede retraerse. He allí una de las bases de la vida alienada que engendra. Bienvenida agua que ingresa al terreno. Veremos que hacemos.
Salió el sol. Después de dos días de lluvia y marea alta. Estar sentado al sol, durmiendo una siesta después de dos días adentro es reparador, cuasi milagroso.
Querido amigo.
Como anda. Aquí yo, nosotros, en la isla. Casi isleros. Pero no. Me dijeron que hay que estar las 4 estaciones para considerarse isleño, y ni eso. Aquí ese mote es muy valorado, es una llave, una protección identitaria. A lo sumo te dicen «epa, parecés un islero». Y es islero y no isleño. El segundo es un término poco islero. De los de afuera, del continente. Estar 4 estaciones para que la isla te dé su invisible pero tangible carnet de residencia. Los condicionantes para «ser de acá» son muchos, y se enuncian casi cotidianamente. Hoy alguien me dijo, haber pasado una marea te hace un poco más islero. «La vida en la isla es así». Se dice, y si en algún punto tal gesto afirmativo cansa, expresa el avatar diario. Estar acá demanda un trabajo permanente. Cuestiones de supervivencia, celebrables «condiciones de existencia» estructuran los días, las horas: que el agua, el gas, la basura, el morfi. Y siento que limita el quehacer intelettual, aunque no me molesta. Al menos a mí me lo limita. Otros no paran de escribir. Y escriben sobre y desde acá. Como si la fuerza del entorno arrastrara a ser siempre tema, tema y fondo. En la isla, tal… De un modo u otro. 4 estaciones y una marea, en camino, a lo que nunca seré. Ni es que tampoco particularmente querría serlo. Aunque el junco, el sauce tiran, dicen. Y mas allá de la metafísica isleña, pensé comprarme un motorcito. Y eso sí compromete a un estar otro, aventurándose entre-ríos. Si uno tiene motor, es para andar y estar en el agua. Conciencia práctica que le dicen. Un vecino quiere venderme uno de 4 caballos pero sin fecha conocida de fabricación. Si bien la amabilidad es lo que prima, también la mirada esquiva. Me puede estar cagando, incluso viviendo a 4 casas de distancia. Soy el pichi, y si me pongo bravo… que ni se me ocurra. Fantasías pesadillescas de citadino. Pero allí ellas. Y aquí yo, y allí ud, ustedes. Las casas son cobijantes y protectoras, a la vez que identitarias. No seré islero, ud tampoco gaucho, pero quien nos quita lo remado y galopeao.
Abrazo grande. Saludos a las chicas.
Me despierto, nos despertamos, nos damos vuelta en la cama, ponemos las cabezas donde los pies, y vemos el sol, el sauce que no deja de crecer. Cogemos. Hablamos. Le digo que ayer tuve un dolor en el pecho. De angustia. Le digo que todo bien. Que creo expresa un ocuparme de lo que debo ocuparme. Que me siento contento de estar acá con ella.
El delta es un conurbano con calles de agua. Con perros que chumban. Construcciones sin terminar. Mezcla arquitectónica. Sujetos que yiran. Al menos en el barrio en el que estamos. Se llama La Raquel II, y una comisión barrial lo mantiene. Así todo lo llaman la isla. Como cada deltense nombra donde vive: la isla. Pero el carácter del delta no es el de toda isla. Por caso, no es el de Martín García. Allí todo es más cerrado, al sesgo, pesado. El delta es más conurba, de frente, vital. Con la suma del picor y la dureza isleña. De un afecto otro. Los perros tienen una presencia cotidiana, insistente, son dueños en y de la isla. Los gatos en Martín García. Los propietarios en la ciudad. Otros caracteres, de animales, de islas.
Juli nos pide un termómetro. Salgo a llevárselo. Unas dos cuadras al sol. Me espera en un muelle, su casa no tiene puente. Llega en canoa. Empujándola con un palo, cual balsera de barro veneziano. Entre el fango. Cuando baja el rio lo canales quedan con muy poca agua. Salvo en el medio, y muy poco. Apenas para deslizar barrosamente a las embarcaciones. Tiene fiebre. No quiere exagerar, dice. Pero el temor al virus aun flota en el aire.
La isla protege y apremia. Aislarse es lo que se recomienda. Al tiempo que es lo que nunca hay que hacer. Aislarse. Volverse isla. Qué hacemos acá. Persistimos. Tomamos perspectiva. Nos protegemos, protegemos a otrxs, no circulamos, y tomamos distancia, física y de la habitualidad citadina. En los diarios se propone abandonar la ciudad. Se propone un reconectarse con la naturaleza. Ir a pueblitos. Volver a leer a Thoreau. Premonitoriamente lo venía leyendo, en pandemia ya no pude agarrarlo. Salvo para grabar el texto Pasear, un primer y único audiolibro que en una larga noche hicimos en la isla. Caminar. Lo prohibido en cuarentena. Movimientos esenciales. Cuál es el vagabundo de las islas. ¿El canoero? Remar no es caminar. O sí, cercano, pero un caminar no citadino. No hay ojos que miren, ni tantos por mirar. Thoreau caminaba a campo traviesa. Los ríos, arroyos, son como calles, al menos en la primera sección, y no puede uno bajarse en cualquier lado, o sí, pero no es lo habitual, y el islero es amable pero bravo. En tiempos de Thoreau, tiempos de tierras sin alambrados, los dueños de la tierra eran los dueños de las suelas. Ya lo dijo otro caminante, Herzog: la verdad es la de las suelas. Estábamos de hecho leyendo a errantes bohemios argentos, con un amigo, pensando, hablando sobre ellos, en sueños de noches de bares balvaneros, sueños pre pandémicos. La peste nos detuvo y separó. Él ahora en Mardel. Yo también ahora cerca del agua, cercado por el agua.
Vinieron mis sobrinos. Me dicen que parezco el naufrago. El vinculo con sobrinos es hermoso. Medio padre. Medio compinche. Fuimos a la playita de un bar que mezcla isleros con algún remerx. Incluso con borrachines de sábado por la tarde. Rock, cumbia y birra para el tío. La pasamos muy bien, saltando olas hechas por las lanchas colectivo.
«No necesito silencio… Andar y andar los caminos» El Tata Cedrón dedica su programa dominical a Yupanqui. Y dice varias cosas que anoto: Se debe cantar para el pueblo, para Dios. Es lo mismo / No se debe gritar. Ahí no hay ritual. No hay vinculo con ningún Dios. No se puede declarar amor a los gritos. O baja la voz o nada es cierto.
La isla se borronea mientras pasan los días. De la sorpresa y candor inicial, a un estado de vivencia isleña donde lo que se borronea es el idilio, la ensoñación y emerge un fluir, un estar isleño. La isla se nos mete. Como decía Lucio, como decía Conti, la isla se infiltra, fantasmea y se empieza a pensar desde ella, con ella adentro.
Imaginamos una ciudadela/casa utópica en la isla. Con visitas, encuentros confabúlicos. Una casa pública. Donde dejar la llave en una maceta. Y nuestra pequeña flota, el Barrilete cósmico y La Claudia, a disposición, para ser usada, insumos de la libertad, la aventura, para surcar y combatir el/a Sarmiento.
Estimado.
El sábado hubo marea. Y recordé sus palabras. Hace meses debí responderle su carta, la comencé y creo haber escrito algunos pasajes de cierto interés. Pero aquí hoy, en la soledad aparente de la isla, rodeado de ruidos, bichos y fantasmas le escribo. Hubo marea le decía y la sensación agustiante que usted me describió advino. Aun con la inquietud excitada del que vive cosas por primera vez, en un ambiente donde no percibe mayor peligro. Pero el agua subiendo, sin parar, fuertemente, moviendo las cosas de su lugar, en principio físicamente, genera una situación inquietante. Aunque en la isla uno nunca está quieto, sino es la marea (inquietud fundante del resto), es la amarra del bote, la leña, las plantas, las provisiones, el agua. El estado de quietud no existe, nunca, y aquí tal premisa se hace explícita. No quieto, a sí mismo, me cuesta mover cosas citadinas, o que hacía en la ciudad. Aun no sé si fue una buena decisión llegarme hasta aquí, a-islarme. ¿Dónde estar? Una pregunta experiencial pero también o por eso política. Aquí, diría, si es que aquí pienso, trabajo, converso, planifico más y mejor. Lo dijimos, paradójicamente, contagiar es también la apuesta de praxis política, el gran gesto de la práctica politizada. Contagiar entusiasmo. Hay una responsabilidad, posteó alguna vez una compañera, en quienes elegimos y nos formamos en humanidades, de hablar, decir, relacionar, arriesgar, contagiar, convocar. Algo que hoy y en las redes toma a veces el carácter anulatorio de la autocelebración analítica. Deberán florecer mil archipiélagos. Ma qué rizoma. Archipiélagos. Quizás no hayamos hecho o no podamos hacer otra cosa que eso. Archipiélagos. Alimentar, sedimentar, formar islas interconectadas por plataformas submarinas. Archipiélagos. Pienso mucho en esa idea. Hasta garabatee un manifiesto. Lo llamé (No) somos islas, para un manifiesto archipiélago. Después se lo mando. En fin. La cuestión es que aquí estamos, y aquí seguimos. Luego de días de fuertes subidas y el recuerdo de sus palabras.
Le mando un abrazo y envío una foto del sábado.

Consulto si se puede ir a El silencio, si queda cerca. El silencio, así se llama la quinta donde funcionó un espacio de detención clandestina durante la dictadura. Se lo pregunto a Pablo, el almacenero del barrio, ayer lanchero, hoy jubilado, conversador, dejo triste en la mirada. Me dice que no sabía de su existencia. Me lo dice en una larga charla que tenemos y que publicaré en la revista de un amigo paranaense. Lo que imaginé una entrevista con viejos isleños, resultó ser un relato sobre la dictadura en el delta, y su haber visto cómo arrojaban detenidos desde un helicóptero. Ambos nos estremecemos. A él se le corta la voz en medio de la narración. Vuelvo a la semana siguiente. El silencio resultó ser también el de los años en los que no pudo contarle esto a nadie. En la isla me dice de esto no se habla. Mucha gente vio y nunca dijo nada.
Me desperté a mitad de la noche, sin saber donde estaba, imaginando que la habitación estaba inundada, que había subido la marea, de hecho me arrodillé en la cama, a oscuras, y me moví, imaginando que me movería con la cama sobre el agua, y nada, bajé un brazo y toqué el suelo, nada, no había agua. Prendí la luz. Me tranquilicé y me volví a dormir.