Humanidad en guaraní Por Eduardo Rinesi

A la memoria de la querida Alcira Argumedo.

Trato de cumplir con el compromiso que, de puro irresponsable, me apuré a asumir con el querido Luciano Guiñazú de escribir “algo sobre el fin, sobre la idea de fin” para este último número de Carapachay. Descartadas las opciones fáciles, como empezar diciendo “Hay una hora de la tarde en que el delta está por decir algo…”, que ni la seriedad de esta revista ni la de sus lectores y lectoras (para no hablar de la de este postrero colaborador) permitirían, la cosa, la verdad, se pone peliaguda. Releo (o leo por primera vez, en más de un caso: confesión del feligrés disperso o indisciplinado) las notas que a lo largo de los años fueron componiendo el texto de esta revista vasta, profunda, caudalosa, y que hoy es posible encontrar todas reunidas en una única página de internet, en la que cliqueo aquí y allá, un poco al azar, a ver con qué me encuentro detrás de las distintas fotos, todas preciosas, que dan a cada uno de los números de la serie una personalidad y un tema. Un tema dentro del tema mayor que se insinúa desde el título, que se anuncia desde el inicio, que se ilustra en muchas de esas fotos maravillosas y conmovedoras que acompañan las distintas entregas, y que es –presente de un modo u otro a lo largo de estos casi siete años de Carapachay– el tema del río. Del delta, por supuesto, al que Sarmiento dio ese nombre de origen guaraní que quiere decir, según informa el texto del sanjuanino reproducido en el primer número de esta revista, “hombre trabajado”, “cara arrugada” (“algo que indica labor, sufrimiento, rudeza”), pero más en general del río. Del río como materialidad, como paisaje, como experiencia. Del río como metáfora para pensar el tiempo que pasa o las mareas humanas que de tanto en tanto irrumpen en la vida política de un pueblo y la inundan, la bañan –como dicen en su conversación epistolar en un número ya viejo de Carapachay María Pia López y Verónica Gago– con nuevos reclamos y con nuevos lenguajes. Del río como asunto de la literatura, del cine, de la música (vuelvo a leer el hermoso reportaje a Liliana Herrero, que me parece uno de los puntos más altos de toda esta colección que hoy llega a su fin), de la política, de la historia. Del río en general y de este río del que aquí se trata, del Paraná, en particular.

Paraná: nombre guaraní, también. Río grande, quiere decir. Grande como el mar o parecido al mar: algo así. Pero que en estos días en que Carapachay ha decidido dejar de aparecer también parece que tenemos que dejar de nombrar con ese nombre, demasiado poético para designar la inelegante y ramplona hidrovía que las grandes empresas multinacionales que manejan el negocio de la producción y la exportación de soja en esta parte del mundo necesitan libre de odiosas pretensiones de soberanía de los países cuyos territorios atraviesan. Los países: si hay río, si hay Paraná, si hay delta, y si al delta lo podemos llamar Carapachay, hay país; si hay hidrovía ya no hay nada: los países se vuelven fastidiosos estorbos cuyos gobiernos tienen que aceptar sumisamente la orden de correrse de ahí, de salir del medio para no molestar el paso hacia fuera de las barcazas llenas de granos destinados (via Montevideo, que ya anunció que no quiere lastres anacrónicamente sudamericanistas) al consumo de los chanchos chinos, o animarse a emprender la patriada de reivindicación nacional que hoy tenemos la obligación de reclamarle al nuestro. Que tiene que estar a la altura, ahora, del enojo de hace unas semanas (que, si no, no vale nada) con el servicial autor de la penosa metáfora del lastre. Cuando garabateo estas líneas no sabemos todavía qué pasará (pero cuando usted la lea, lector, lectora, sí sabrá qué habrá pasado) en relación con este asunto, cómo se resolverá la cosa: la renovación o no renovación de la concesión de la gestión de esta bendita “hidrovía”, aunque los que saben dicen que no hay motivos para ser muy optimistas, y que lo que vaya a pasar si se confirma lo que hay buenos motivos para temer que pase será una catástrofe para las posibilidades de hacernos alguna vez dueños de nuestro destino. Que no es solamente el nuestro: es nuestro destino y es nuestro derecho a hacer algo más que ver pasivamente –como quien ve pasar un carguero de bandera belga mientras se come una boga con fritas en la Bajada España– cómo se destruye ante nosotros el destino de la humanidad en su conjunto. Porque de eso parece tratarse hoy, en estos días en que la pandemia de coronavirus recrudece en todas partes, respetando tan poco como las multinacionales de las barcazas y la soja las fronteras de los Estados nacionales: de luchar, desde los Estados nacionales, afirmando su soberanía y su derecho, en favor de un destino menos miserable que el que tenemos a la vista para el conjunto de los hombres y mujeres de la Tierra. A mediados del siglo pasado Karl Jaspers escribía La bomba atómica y el futuro de la humanidad, y algún tiempo después su discípula y amiga Hannah Arendt le dedicaba un precioso retrato en Hombres en tiempos de oscuridad señalando allí que en Jaspers, como en todos los grandes pensadores que pensaron después de las grandes catástrofes de la historia, la palabra “humanidad” salía del terreno de la filosofía, de la literatura y de la utopía para ingresar en el de la política. La humanidad como desafío para la política.

Es necesario, en efecto, desplazarnos, o ayudar a que todos podamos trasladarnos (lo digo casi en broma, pero es en serio), de la idea de la “especie humana” en sí a la de la “humanidad” para sí: de la noción del género humano como objeto –como objeto de los virus y de las vacunas, de los negocios y de los cálculos y de las estrategias y de las mercancías de los poderosos del planeta– a la de la humanidad entendida como sujeto que tiene que resultar de la gran conversación planetaria que tenemos que ser capaces de gestar. Que tenemos que promover a partir de la organización democrática de cada una de nuestras naciones, y de la articulación fraterna y horizontal entre todas ellas. En América Latina, en América del Sur, tenemos por dónde empezar, porque tenemos una larga tradición integracionista –que en la Argentina se asocia con el ideario emancipatorio de la revolución de comienzos del siglo XIX, con la reforma universitaria de 1918 y con el peronismo de mediados del siglo pasado– que es hora de reivindicar y reactivar. Hay que retomar, en efecto, el sueño, el programa, de una América del Sur unida, integrada, democráticamente organizada, y desde allí hay que pensar el programa de una humanidad organizada sobre bases diferentes a estas tan mezquinas que hoy nos llevan a la expoliación de nuestro continente, a la soja producida y cargada y transportada por el Paraná y el Carapachay para el consumo los chanchos chinos –y a las pandemias a repetición. No sé nada sobre medio ambiente, pero no es necesario estar ciegos, sordos y mudos a lo que nos vienen avisando desde hace rato todos los que sí saben sobre eso en todas las universidades de nuestro país y del planeta. Que de paso (digo, es un decir) podrían tratar de honrar la promesa ecuménica, global, universal, que está inscripta en su mismo nombre (universitas: la totalidad de los saberes para la totalidad de los hombres, de las mujeres y de los pueblos) y convertirse o tratar de convertirse, más allá o más acá del ridículo negocio de los papers, los artículos referateados y las key words en inglés, en promotoras fundamentales de esa gran conversación que tenemos que ser capaces de tener entre todos las naciones democráticamente organizadas de la Tierra.

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