Por Ariel Pérez Guzmán
“Muchas veces acaece que el poeta veraz es traído a las tinieblas mismas de la muerte, y pasa a ser lector de símbolos, y vuelto en amistad de la belleza, goce de la voluntad de su gusto en el procedimiento, y en la consolación y esperanza de su obra”, dice Jacobo Fijman en su Mallarmé, lector de símbolos (revista Número, febrero de 1931).
Quizás todos los verdaderos poetas se hagan en algún momento la pregunta: ¿Qué es la poesía? No necesariamente los novelistas tengan que preguntarse ¿qué es la novela?, o los cuentistas, ¿qué es el cuento? Y quizás esto refiera a que la poesía, en sí misma, no tiene nada que ver con un género literario, sino con una forma de mirar y, esencialmente, con una forma de existir en el mundo. Para el poeta, la pregunta ¿qué es la poesía? resulta inseparable de la pregunta ¿quién soy? Fijman intentó insinuar una respuesta a aquella cuestión en el texto sobre Mallarmé y principalmente, en su obra poética.
Nació el 25 de enero de 1898 en Orhei, pueblo de la Bessarabia, en ese momento parte de la Rusia zarista y hoy territorio de Moldavia. En 1904 llegó a la Argentina con sus padres y sus dos hermanas. La familia pasó por distintas ciudades como Choele-Choel, Mendoza y Lobos, y Fijman terminó haciendo el colegio secundario en el Instituto Lenguas Vivas de Buenos Aires. Ahí estudió filosofía y adquirió los rudimentos de griego y latín que después desarrolló en la década de 1930 con la lectura apasionada de los escolásticos. Aprendió francés, también a tocar el violín y amó la sonata La Follia de Arcangelo Corelli. De familia judía, el problema de Dios y del cuerpo ya aparecía en sus Poemas de juventud (de 1923, pero publicados recién en 2002 al ser encontrados entre los papeles de su amigo Carlos M. Grünberg), donde se lee: “Señor: / Todo se angustia en mí y en mí padece; / En mí es noche de sol tu primavera; / Pero mi vida canta, y es grave y es severa, / Y en tus noches mi espíritu amanece”.
En 1921 fue detenido, golpeado e internado por primera vez en el Hospicio de las Mercedes (hoy Hospital Borda), donde pasó seis meses. Después comenzaron sus viajes: en Montevideo trabajó para una editorial, vivió precariamente en el Chaco como músico ambulante y también en Paraguay y Brasil. En Buenos Aires se acercó al grupo de la revista Martín Fierro, a Girondo, Marechal, Xul Xolar, Mastronardi, Borges. Participó de los debates literarios porteños a su manera sarcástica, belicosa (Mastronardi relata en sus memorias cómo debió convencerlo para que no le tajeara la cara a un hombre). En 1926 publicó su primer poemario, Molino Rojo, libro genial nacido del ardor y la angustia, donde Buenos Aires se le metía en el cuerpo y en las palabras: “Se acerca Dios en pilchas de loquero, / y ahorca mi gañote / con sus enormes manos sarmentosas; / y mi canto se enrosca en el desierto”.
En París conoció a los surrealistas, a Artaud, Bretón, Éluard, y a Paul Valéry. Su cuerpo conservaba el ansia en la bohemia de los bares de Montparnasse… Vivió en Europa como pudo (se ofreció como secretario privado en los clasificados del diario Le Journal, el 23 de marzo de 1927: “Secrétaire, hom. lettres argentin, désire place. Fijman. 27, bd. Victor, Paris”) y con la ayuda de Girondo. De vuelta en Buenos Aires publicó Hecho de estampas (1929), empezó a concurrir a la abadía de San Benito y se acercó al grupo de intelectuales católicos de la revista Número. El 7 de abril de 1930 fue bautizado y se convirtió al catolicismo (aunque nunca dejó de ser judío, como diría mucho después). Viajó otra vez a Europa con lo poco que había ahorrado enseñando francés. En Bélgica intentó ser ordenado como sacerdote benedictino pero no lo aceptaron. A su vuelta, editó Estrella de la mañana (1931) y así fue llegando al fin del largo viaje, al principio de la quietud, en una retirada interior absoluta: “De 1930 a 1940. Diez años. Días y noches de estudiar la escolástica. A todos los doctores de la patrística griega y de la patrística latina. Escribí libros, poesía. Hice conducta de poesía. Pagué por todo. Hasta por las ediciones. Sentí de pronto que tenía que cambiar de vida. Alejarme del mundo. Y me aislé. Me fui de todos, aun de mí…”, dijo.
En 1942 la policía lo detuvo en la calle y fue enviado por segunda vez al Hospicio de las Mercedes, donde le aplicaron electroshock. Ahí comenzó la internación que duró hasta su muerte en 1970, pero en la que nunca dejó de escribir y pintar. A partir de los años 50 se le permitieron salidas del hospital, en las que iba a casas de conocidos y a bibliotecas; y también recibía visitas de amigos como Osvaldo Horacio Dondo, Lisandro Z. D. Galtier, Juan-Jacobo Bajarlía y, más tarde, Vicente Zito Lema.
Fijman vivió como poeta, antes y después de su reclusión. Una anécdota (recogida en la biografía de Bajarlía sobre Fijman) arroja más luz que cualquier cronología: “Alberto lo encuentra un día en la calle Corrientes. Le pone un billete en el bolsillo. Pero Fijman se lo pasa a la primera mendiga que le pide una limosna con el fin de llevar a su niño al médico. Alberto, indignado, le reprocha su acción. Fijman le contesta: ‘Si al niño lo curan, estoy salvado’. Pero Alberto insiste: ‘¿No te das cuenta que te engrupió y no tiene críos ni perros que le ladren?’. Fijman replica: ‘Es igual. Si ella dijo que lo tiene es porque el hijo es ella misma, y es ella la enferma que necesita al médico’”.
Quizás todos los verdaderos poetas sean, en el fondo, místicos; siempre en busca de algo que está en otra parte, algo que no deja de alejarse.
Escribe Fijman sobre Mallarmé (y lo mismo podría decirse sobre él): “De lo dicho sobre el lector de símbolos, inferimos que Mallarmé debe considerarse en el orden análogo a la santidad, donde la luz jamás se traspone, donde todo es espíritu, indivisible y eterno. La obra de Mallarmé es la de un lector de símbolos; y, donde hay símbolo, el alma del artista ha estado viva frente al objeto, libre sin libertad como una mente angélica, pues que el artesano que limpia y conoce con amor su verso como Mallarmé, bien creo –aunque ignore el conocimiento de los símbolos o lo que simboliza el árbol, la luz o el viento– opera, por lo que en su oficio ha hecho, como el que se depura de la lujuria, de la avaricia o de la soberbia, y luego entra en el espíritu y descubre los símbolos”.
Los 38 poemas que forman el Libro de la cántiga de pasión, inéditos hasta ahora, fueron escritos entre mediados de los años 50 y principios de los 60 y seleccionados por el propio Jacobo Fijman para una edición que proyectaban con Osvaldo Horacio Dondo en las publicaciones de las Bibliotecas Municipales. Pero el libro no llegó a editarse. Los manuscritos, en el archivo que perteneció a Dondo, se encontraban abrochados, con una carátula, un índice y un dibujo final de puño del propio Fijman.
Fijman vivió buscando aquella santidad poética. Los poemas del Libro de la cántiga de pasión, compuestos con firmeza métrica y al mismo tiempo con gran libertad, son quizás frutos al costado de ese único camino.