Escenas de la vida nueva por Hernán Arias.

Este texto sobre algunas pinturas de Marcelo Torretta surge de la oportuna combinación de tres estímulos. En primer lugar, por razones que no vienen al caso detallar, llevo casi cinco meses de cuarentena en San Francisco, la ciudad de la provincia de Córdoba donde nací y crecí, a unos ochenta kilómetros de Morteros, otra ciudad de la misma provincia donde nació y creció Marcelo Torretta. Por otro lado, durante las primeras semanas de la cuarentena leí los volúmenes de John Berger titulados Sobre los artistas, y encontré, en el ensayo dedicado a Diego Velázquez, una conjetura del autor que me gustó. La denomina “la llamada del paisaje”, y se puede resumir así: para Berger el paisaje donde los artistas pasan los primeros años de su vida determina de manera decisiva su sensibilidad, el mundo que recorran en adelante será visto pero sobre todo será retratado desde la mirada que formó el contacto con ese primer paisaje. El tercer hecho que me llevó a escribir estas líneas fue un correo de Hernán Ronsino que me llegó un sábado de julio, en el que me invitaba a participar de Carapachay con “un texto sobre pintura, sobre algún pintor o algunos pintores. Lo que vos elijas, con libertad, en torno a la pintura.”

Hace más de veinte años que no pasaba tanto tiempo en San Francisco. Volver al lugar donde nací me permitió comprender mejor la importancia que tienen en la formación de los artistas no sólo el paisaje sino fundamentalmente el clima. San Francisco está justo en el límite entre las provincias de Córdoba y Santa Fe, más o menos a la altura de las dos capitales, más cerca de Santa Fe. Como Morteros, es una ciudad arrojada en esta llanura fértil pero inhóspita, un lugar sin límites porque los ríos y el mar y las montañas y las grandes urbes están a una distancia por la cual, desde acá, parecen productos de la imaginación. Una llanura que sorprendió a Darwin por su lisura perfecta, en la que cíclicamente vientos huracanados arrancan de cuajo árboles centenarios y donde la lluvia puede anegarlo todo o desaparecer por meses. Una zona en la que el sol es intenso todo el año, y en un mismo día la temperatura puede variar más de veinte grados. Desde fines del siglo diecinueve hasta después de la segunda guerra mundial, a este lugar llegaron inmigrantes europeos, sobre todo italianos del norte: piamonteses, friulanos, lombardos. Venían de las verdes montañas, del frío, del mar turquesa. Llegaron acá, y empezaron una vida nueva.

Varias veces escuché y alguna vez leí que los personajes de Torretta y sus temas forman parte del mundo de los sueños. Para mí no es así. Yo creo que surgen de la imaginación. Más precisamente, de cierta imaginación: la que desarrolla un lugar como este. En sus obras podemos ver nuestras ambiciones, nuestros miedos, nuestras maneras de proyectarnos en el tiempo. Incluso algunas de sus pinturas parecen cristalizar deseos inconfesables. Personajes con los ojos vendados y alguna herramienta en la mano que también puede ser un arma merodean sus casitas como guardianes nocturnos. Pero sus casas no son casas, son maquetas. Se trata siempre de una casa imaginada a la que, si algún día la llegaran a construir, muy probablemente bautizarían “La Soñada”.

Creo que lo más visto de sus obras son esos petisos rígidos. Son inquietantes. E inevitablemente cada vez que los veo pienso en aquel verso de Pavese que dice “un gran hombre entre idiotas o un pobre loco”. Pero hay numerosos retratos que muestran otras caras. De campesinos, de comerciantes, de mujeres con trabajos duros. Esas caras no forman parte de lo imaginado, sino que somos nosotros. Los habitados por esas criaturas extrañas. Las mujeres y los hombres de esta llanura para quienes imaginar otra vida posible es casi una obligación. Una vía de escape de esa identidad numerada que Torretta mostró colgando chapas patentes del cuello de sus retratados.

Cuando era chico, a la hora de la siesta Marcelo iba solo hasta la ruta que atraviesa Morteros y se sentaba a mirar los autos foráneos que entraban y salían de la ciudad con la discreción de un fantasma. En aquellos años, por la chapa patente uno podía saber de dónde venía ese auto y sus ocupantes. Torretta cuenta que imaginaba esas vidas. Qué hacían en esos lugares casi siempre remotos de los que venían o hacia dónde volvían, cuáles eran sus costumbres, sus historias, sus vínculos. De alguna manera, en ese entretenimiento de niño ya estaba presente el método que más tarde perfeccionaría como pintor. Sólo que invertido. Cuando abandonó su ciudad y tomó distancia, sólo tuvo que recordar. Volver la mirada a esa llanura y pintar con una técnica prodigiosa esas imágenes que flotan en las mentes de sus antiguos vecinos.

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