Fue en quinto año del colegio que nació la curiosidad. Llevábamos recortada la cartelera de espectáculos del diario dominical, metida dentro de libros de matemática ó en carpetas de tres anillos. Hubo un momento preciso en que los recreos los dedicábamos a eso. A Joaquín, a Lautaro y a mí empezó a interesarnos el teatro como esa actividad que hacía la gente adulta por las noches. La jornada del espectáculo, la conversación posterior y la cena en el restaurant de la zona. Habíamos empezado clases de teatro en el Centro Cultural Ricardo Rojas a principio de año. Íbamos a un grupo principiante donde únicamente asistían adolescentes menores de dieciocho. Lo que nos enseñaba la docente era teatro improvisación y ahí estábamos, intentando ser mejores que nosotros mismos haciendo reír al resto con ideas superadoras. La primera obra que fuimos a ver juntos la eligió Joaquín. Recuerdo ese recreo frío en que nos convenció. Que la dramaturga era una chica de apenas veintipico de años, que el elenco también era pura juventud y que para llegar al Teatro Espacio Callejón nos teníamos que tomar el 92.
Llegamos primeros. Humahuaca y Bulnes, corazón de Almagro. Fumamos un pucho en la puerta entre los tres, todavía no había abierto la boletería. Hacer tiempo, a esa edad, puede ser algo trascendente. También ahí estaban nuestros primeros vistazos al mundo. Fueron llegando hombres y mujeres de todas las edades, nadie más que nosotros tenía dieciséis años en ese lugar. No era la primera vez que entraba al Espacio Callejón, pero era la primera vez que estaba ahí con mis amigos. El Teatro OFF estaba en pleno auge en Capital Federal, ¿cuándo no lo estuvo? Tal vez el auge era solamente en mi línea biográfica. Entramos y la sala estaba llena. El público silencioso, acomodado con sus sacos hechos un bollo sobre las piernas. El hecho de que no hubiera butacas, sino sillas, ya me daba la pauta de que esa distinción podía volverse un próximo fanatismo. La novedad, lo que se corriera apenas de la norma podía convertirse en un imán en ese momento de mi vida. Una chica entró a la escena y nos pidió que apagaramos los celulares y que nos pusieramos cómodos. Le hicimos caso. Detrás de ella podíamos ver la escenografía pequeña pero efectiva: una casa de madera con un ventanal cubierto de cortina blanca, sillones color crema, empapelado de flores rústicas marrones, mesitas ratonas, una escalera que iba hacia ninguna parte pero hacia arriba. Silencio. La luz se había apagado por completo. Joaquín nos seguía repitiendo por lo bajo que esa era una obra asombrosa, que se lo había dicho su madre, su hermano, su tía. Todo el clan de Joaquín estaba obnubilado con eso que estábamos a punto de ver. Lautaro y yo no sabíamos mucho qué decir.
Cuando volvió la luz ahí estaba la actriz más joven, talentosa y bonita que había visto en persona. Tenía una colita de caballo, un flequillo, y un conjunto sastre azul. Hablaba fuerte pero sin hacer el mayor esfuerzo. Su voluntad estaba entrenada. También estaban ellos dos, los jóvenes de caras extrañas con ropa de anciano. Pantalones grises de pinza y sweaters escote en V. Era una historia de primos lejanos que no se veían nunca. Si no me falla la memoria transcurría en Rumipal, una localidad alejada de la capital, y en ese departamento que los había reunido en la infancia volvían a encontrarse. “Algo de ruido hace” era una versión lejana del cuento “La intrusa” de Jorge Luis Borges. Había algo romántico y erótico entre ellos tres, pero también una tristeza profunda, de esas brumas familiares que no se nombrarán jamás y en cambio, los hará bailar canciones de Robbie Williams en castellano para entrar en confianza. También había besos y posturas incómodas, silencios forzados, cigarrillos encendidos.
Esteban Bigliardi, Pilar Gamboa y Esteban Lamothe se transformaron, sin querer, en pequeños héroes de mi adolescencia tardía. Los diálogos que escribió Romina Paula para ellos parecían todo ese ruido que tantas veces quise nombrar y no supe cómo. Un hilado de frases ingeniosas los reunía en ese living de luz sepia y el teatro podía ser eso tan pequeñito también, bañado en una melancolía que se abría paso, para mi, como algo que encandila por primera vez y se quedará por mucho tiempo. La obra duró una hora pero quedé rumiando esos discursos durante toda la semana. ¿Quién era Romina Paula, la dramaturga joven? ¿Podía, entonces, una chica de veintis escribir y dirigir sus propias obras? ¿Acaso era eso un oficio también? ¿Acaso ver “Algo de ruido hace” había oficiado para mí como un test vocacional? No quisiera delimitarlo a tan solo eso, sería demasiado poco. Joaquín, Lautaro y yo salimos caminando por la calle Humahuaca en silencio. No sabíamos bien qué decía la gente adulta después de ir al teatro. No entendíamos qué acababamos de ver pero nos había gustado muchísimo. Apenas podíamos repasar pasajes o bromas. Si Pilar acaso era la favorita, o sino Esteban, o el otro Esteban, o quizás esas canciones que hasta el momento solo habíamos oído en la radio o en la seguidilla eterna de videoclips de MTV.
Sin duda, “El tiempo todo entero” fue parte de mi educación sentimental, así como las bandas de rocanrol, las tiras de Mafalda o María Elena Walsh cuando apenas empezaba a leer letra cursiva. Joaquín, Lautaro y yo entramos a una pizzería y comimos mucho; porque eso era lo que hacía la gente adulta después del teatro, entonces teníamos que cumplir con el ritual en toda su extensión. Ahí estábamos nosotros, entonces, descubriendo el teatro porteño, acaso nuevas formas de nombrar, acaso nuevas personas para incluir en nuestros diálogos y el deseo de producir historias propias. Tal vez no fue la primera obra de teatro que vi en mi vida, pero elijo decir que mi primera vez es justamente la que hizo mella. La que cala hondo y vuelve, como un chispazo de identidad, durante el resto de los días.