Convocamos para este número a Camila Sosa Villada, autora de Las malas (Tusquets, 2019), y a Julián López, autor de Una muchacha muy bella (Eterna Cadencia, 2013) a nuestro diálogo epistolar. Y les propusimos un tema: las tormentas. Camila desde Córdoba, Julián desde Buenos Aires, pandemia mediante, comparten acá un ida y vuelta íntimo, conmovedor, sobre ventoleras y nubarrones.
***
Sosa Villada a López.
Oye Cariño:
La verdá sea dicha y escrita, mi problema nunca ha sido con las tormentas. En mi familia, como éramos proletarias, como éramos buscavidas, dependíamos mucho del buen clima a la intemperie. Nomás al ver la nube en el horizonte ya mi papá se ponía de mal humor y por ende, también mi mamá y luego, claro, toda la materia se ponía de mal humor. Y yo, por tonta, porque una siempre fue tonta pa’ qué negarlo, disfrutaba las tormentas por varios motivos: parecía que estabas en Cumbres Borrascosas gritando ¡Jitcliiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiif! como loca o en La lección de piano, arrastrando el miriñaque por el barro. Me he dedicado a desear exactamente lo contrario a lo que desearon mis padres desde que el mundo es mundo. Ellos querían el día soleado y yo que se viniera el cielo abajo. La razón era obvia, cuando llovía: no tenía que salir a vender nada a la calle. Era lo que más odiaba en el mundo. Entonces, yo hacía las tormentas con mis ganas de no trabajar y mira cómo serían de poderosas mis ganas de no trabajar que muchas veces las tormentas llegaban en mi auxilio, me permitían quedarme en casa. En esos días de lluvia recuerdo que mis viejos dormían la siesta, miraban películas por qué otra cosa se puede hacer, mi mamá hacía scones… ¡Mis deseos tenían autoridad sobre el cielo! El aire cambiaba su estado de ánimo, luego venía el viento y ahí nomás todo se ponía negro y daba un poco de terror de que la pobreza quedara en nada, que se derrumbe el techo o se inunden las habitaciones o el pozo ciego rebalsara mierda en nuestro patio. El día se ponía de plomo y llovía. Crecía el río. Por eso, cuando había tormenta, yo no tenía que ir a trabajar. Aunque mis padres renegaran.
Desde este domingo por la mañana, que es uno de los mejores horarios para escribir, entre el desayuno y el almuerzo (pediré una pizza, me la merezco), arrojo estas palabras a tu futuro, un poco inhibida por tu refinamiento, para encontrar como un milagro tonto, el arcoíris de mi stormy weather. Es muy triste pensar que una fue dueña de las tormentas, por puro trabajo de sus fatigas, en complicidad con los poderes del aire y del agua. Cómo una puede ser tan estúpida, digo yo, de imaginar que las ganas de estar echada en una cama -como el animal pesado que se es- puedan tener influencia en las tormentas. Pero hubo veranos en que el clima cumplía sus promesas y era posible sentirse parte de una magia oscura. Mi papá sufriendo por no poder trabajar, puteando para sus adentros y sus afueras, provocando amargura en la familia, que siempre se curaba con alcohol, con lexotanil y yo, acariciando esta maldad entre las manos, esta fatalidá siempre brincando en las líneas del destino. Pero estaban los rayos descargados a la tierra que pasaban siempre a través diuna.
El precio de las tormentas que provocaba en mi infancia por mis purititas ganas de no ir a trabajar, lo pagaba yo misma, ahí en el techo de mi casa, atada al tanque de agua, como pararrayos de esas inspiraciones cruzadas de todo lo que tiene voluntad de vivir. Ahora, por haber sido atravesada por las descargas de esas intensidades sentimentales, me siento parte de las tormentas y me gusta estar ahí afuera, desabrigada y sin paraguas, debatiéndome entre volver a casa bajo la lluvia y a pesar de ella, o quedarme ahí parada donde sea. Mojándome los pies y sintiendo el frío por estar inmóvil. Salvo que sea invierno entonces el regreso a casa puede esperar. Lo que sí confesaré es que un tipo de tormenta sí me aterra y no tengo nada que ver con ella y es la tormenta de polvo que auguraron películas como Blade Runner, suponte, o Mad Max. Eso que queda después que los humanos acaban todo, círculos de tormentas de polvo de las que es casi imposible protegerse y todo se secó y todo se murió, hasta los recuerdos maricones de ser un niño que actúa como antena de televisión para las novelas de la madre y los noticieros del padre. Esas tormentas que son la queja de un planeta que fue hermoso y ahora se pudre enfermo por esto que somos, verdá, por las cosas que somos capaces de hacer. Cosas inexplicables. Como desear tormentas.
Para despedirme te canto sin soltar el vicio, que no sé por qué no hay sol allá arriba, clima tormentoso desde que mi hombre y yo no estamos juntos, sigue lloviendo todo el tiempo…
Laraliraliraláaaa stooormy weatheeer…
López a Sosa Villada.
Barracas, julio de tormentas
Apearme un rato aquí, ahora que ha salido el sol después de tantos días. Para escribirle, doña Camila, para responderle, para retrucarle.
Querida Camila:
Hay ahora unas nubes gordas que se van suaves para el lado del río, desde esta ventana veo esa escena como un patio del fondo en una casa de provincia, un oscuro lejano al que no me acerco ni loco, vaya a saber diosa qué alimañas fantasmáticas lo habitan. O qué vizcachas con la ristra de hijas sarnosas amarradas a la cola y con los ojos opas de la infancia. Ni loco.
Ha salido el sol en esta carta, entonces, por un rato, en medio de una semana muy nublada y con lluvia, aprovecho para responderle. Leí con devoción la genealogía de su tormenta, la oración de esa infancia de obrerito para que venga el agua y que trabajen los otros y pueda quedarse a deambular panza arriba en su cama, toda la tarde soñando con cuentas de cristal. La veo, Camila, la estoy viendo, los mismos ojos, pintados con sombra celeste y delineados de negro, más chiquitos, mirando el cielo raso como si de ahí mismo la llamara su Frida admirada.
Yo no tengo tormentas para contarle, Camila. Lo que yo tengo es miedo al aire, desde chico, miedo a cuando el aire se vuelve loco y sopla, tengo miedo a volarme, Camila, desde chico. Una vez tuve una amiga que se enfermó y me llamó para contarme que estaba mal, que por favor la visitara; me asusté, tengo una lista enorme de excusas muy señoras que me justifican pero la verdad es que me asusté, no fui, me quedé sin verla. Mi amiga se murió y de ahí me quedó el miedo de saber de lo que era capaz mi cobardía, y un poco mucho de dolor también, claro, pero más miedo, miedo a lo que ya está, Camila. Muchos años antes mi amiga me había dicho que sabía que yo era hijo de Iansá, la diosa de los vientos. Iansá es una orixá, ¿sabe?, una santa, la patrona de mi terror.
Una que sabe del viento es Liliana Ancalao, ¿la leyó?, esa patagónica sabe, hay que ponerse a escucharla cuando recita en mapudungún, Camila, hay que leerla.
Desde el escritorio en el que estoy sentado veo las nubes que siguen viaje para el lado del río y ya lamento esta carta que sale así, pero es que las tormentas (el aire enloquecido) me dan miedo. Me da miedo saber que en un momento se van a desatar en la noche del río, aunque quede lejos para allá y no lo vea.
Hace unos días buscaba en internet el capítulo en el que a Astroboy le ponían un corazón humano, es una de esas estampas que conservo fresca y poderosa desde niño. No lo encontré, por supuesto, y al ratito me dio fiaca. ¿Lo vió, se acuerda? Para mí fue inolvidable, lo operan, le abren como una cajita cuadrada en el pecho y le meten un corazón, así, pelado. ¡La curiosidad del pibe, Camila, una cosa de locos, el entusiasmo! Estaba que era un contento hasta que empieza a caminar por un edificio altísimo, la viga de un edificio en construcción, sería. Ahí se enfrenta al vértigo del vacío y entonces para en seco, extrañado; no sé cómo logran los hijos de la chingada hacer que ese dibujito duro ponga caritas a las que uno le puede leer gestos que el dibujo nunca tiene. ¿Cómo harán esas cosas? Cuando le ponen el corazón Astroboy descubre el miedo, el chui chui de sus pasos se detiene porque el tipo se enfrenta al vértigo del vacío y para en seco porque se caga en las patas de lata. El corazón humano como un viento, pienso que podía llamarse el capítulo. Ahora después me pongo a buscarlo de nuevo.
La veo, Camila, la estoy viendo. Eso tienen las cartas, ¿no?, esa extensión en la que las palabras traen la mirada del destino, Camila. Me gusta pensarla como un destino, me gusta pensar a la gente como un lugar al que llego, un lugar que conocía desde chico sin saberlo, un lugar al que le reconozco el aire y me doy cuenta de que al final tanto miedo no le tenía. Que era idea nomás lo que le tenía, una idea zonza, más miedo al miedo que otra cosa.
(La veo, Camila, la estoy viendo: ahora sale del baño, recién duchada, la piel de los hombros palpitan lo caliente del agua que se esfuma, abre la puertaventana del balcón, la toalla es un dije asirio arrebolado en su cabeza de toca, ahora todo Córdoba la vitorea en la plaza, todo Córdoba saluda a su nena).
La veo desde aquí, la Buenos Aires pálida donde no te llega el sol.
Me via ir montando otra vez a la mula de esta cuarentena del espanto, Camila, para ir cerrando, me parece que en esta carta tenía intenciones de hablarle de todo de lo que no le hablé; ¿es así casi siempre, no?
Me ilusiona saber que usted me ve, que yo la veo. Hermosa como después de la función el año pasado, agotada y lánguida después del escenario cuando fui a verla y me dedicó unos minutos entre bambalinas. ¡Qué atenta!
Espero que reciba esta carta y tenga a bien echarme otras líneas de vuelta, las estaré esperando ilusionado.
A su lado, Camila.
López
Sosa Villada a López.
Querido López:
Usté me ve y a mí me da mucha vergüenza. No me gusta que nadie me vea, ni me conozca, ni pueda anticipar mis reacciones o mis gustos. No sé cómo se hace para saber ser vista, donde se aprende una paciencia así. Y eso que soy en parte actriz, me viene de la familia de mi madre. Todos estos años de pura mostrancia, de andar exhibiendo las cosas de una, hasta el pito que siempre debe estar escondido y no me sirvió para dejarme ver por nadie. Toda esta vida llevando por fuera algo que debería haber llevado por dentro, los cuentos sobre mí misma. Las fábulas de Camila, un libro hecho con sangre que tiene mal olor, porque no es azul, tampoco es roja, porque ni siquiera en sus dos versiones es más espesa o líquida, es una sangre de vapor. Porque me ha hervido la sangre durante muchos años por la bronca. Usté me ve y es un problema verdaderamente, porque no quiero ser vista por nadie. Me da vergüenza como soy debajo de mis vestidos y del cuerpo que más o menos construí mejorando la alimentación y el sedentarismo. Y es cierto, yo salí al balcón tal y como tú dijiste, con la cabeza envuelta en el toallón y un corte de pelo desastroso y mojado por debajo y me preocupé por mi salud y fumé y grité solo pa molestar a los marchantes ¡que viva la revolución! y regué desnuda las plantas que sobreviven a mi mala memoria. Y es cierto que sentí miedo al leer tu carta por lo mismo que sientes miedo tú ¿El alcance del miedo es el mismo que el de las ganas verdad? A los piores estados de la historia que una escribe, se arriba siempre del mismo modo, con muchas ganas o con mucho miedo. ¿Virgen, dices, Yourcenar? Yo nunca fui virgen. No sé qué sea ser virgen. Pero sé del miedo que representa la luna de los paralizamientos. No poder ir ni para atrás ni para adelante. Ni siquiera hacer el gesto de meter la mano en el bolsillo para buscar el papelito donde anotamos una dirección que diga: esta es tu casa, aquí estarás bien, aquí te esperan tus cosas que son como tu familia, aquí hay una foto de tu madre, aquí escondiste la remera que él se olvidó alguna vez.
Por este miedo compartido, te abrazo. Y porque ambos tuvimos amores dominicales y se me hacía algo muy solitario hasta que me topé con los mamíferos y tomé leche con ellos y entendí que era posible que alguien dedicara un día a la semana para ir a la misa de revolcarse en el sudor del otro. Ya mi cardiograma no dará tan bien como la última vez para andar soportando religiones tan rigurosas. A mis amigas, de todos modos, porque la intensidá se milita, les digo que cuando no viven intenso, nace un provida en alguna parte.
Y luego está lo que quería contarte porque es la carta y no tengo mucho tema de conversación. Por eso no quiero que me veas. Pero así como podía hacer tormentas para no trabajar, hago tormentas para reconciliarme con mi recio chongo que se autopercibe perfecto. Somos una relación que sobrevive a base de reconciliaciones. Él es de virgo, de esos que todo lo hacen bien y no me explico a veces cómo es que alguien que siempre hace todo bien, luego termine con una arrimada como yo, semejante loca. El más moralista con la más puta.
Por supuesto, para hacer una buena tormenta en un terreno como este, una tiene que armarse de paciencia y dejar que prevalezca el buen tiempo por un período largo. Una primavera estable. A ellos les gusta eso de no salirse nunca del camino a robar frutas. Nada de andar violando las reglas. Así que estuve muy buenita y facilona, dada a las caricias, pero también a sus caprichitos y también a ver las películas que le gustan a él y a mí no y terminar contemplando esos horrores como Superman El hombre de acero tan solo por amor fíjate y comer las comidas grasientas que aparecen en sus estrechas opciones para alimentarse. Y luego, un día ¡pumba!, truenos, refucilos, vientos helados mezclados con vientos calientes, justo cuando el chongo estaba preparando las bermudas para ponerse a tomar sol en la terraza, justito cuando había prendido su tabaquito y llevado su perfecta humanidad a la antesala de una buena noche. Le monto esta tormenta y lo logro. Logro que ambos estemos ahí afuera, bajo el granizo, llenos de chichones en la cabeza, corriendo a buscar un techito para guarecernos. Y qué señora tormenta, qué remezones, qué vientaso, todas las iglesias que se desmoronaron bajo el peso de nuestros tornados.
Por supuesto, una vez hecho el quilombo, volví a ser buena, hasta elegante diría. Siempre he sabido llevar las derrotas con prestancia. Le hablé con suavidad mientras la lluvia nos pegaba en la cara. Le dije todas las cosas que se escapaban por la fisura de su perfección y que habían estado doliéndome desde que estamos juntos, que es más o menos desde que el mundo es mundo.
Nunca lo había visto tan enojado por mi provocación. Creo que lo que más lo enojó fue saber que el clima de nuestros amores también estaba influenciado por mi ánimo y no solamente por el suyo. Que yo tenía un poder. Y como siempre, yo pretendía ser irresponsable, distraída, usarlo como se pegara la chingada gana. Por eso me dijo todas esas palabrotas de su pito y mi culo y de dónde debía chupar por caprichosa, por infantil, porque le rompía soberanamente las pelotas, así, con estas palabras, que yo decretara tormenta. A las dos horas estaba acurrucado sobre mi pecho y temblaba y por la noche soñó que lloraba y me desperté con sus sollozos y me entregué a este último capítulo que estamos viviendo. Puedo ver caer las células muertas de nuestro amor como una nevada en Mina Clavero, un día que mi papá estuvo muy enojado conmigo, no recuerdo por qué.
Pero si fueras a preguntarle al chongo si es un amor, él dirá que no, que soy una simple conocida, una nadita con dieciséis años de antigüedad, que apenas se sabe mi nombre y que alguna vez me cruzó en la calle, pero no podría asegurarlo. Si le preguntaras por los incendios que provocó el rayo, él dirá que es su vida y que no le da explicaciones a nadie. Y yo recién ahora comienzo a entender, después de tanto tiempo, que es un ser humano, que es capaz de sufrir. No lo había notado nunca. Que podía causarle sufrimiento. En qué clase de nube viví hasta hoy y por qué me importa tanto que reconozca que me quiere ¿para el bien común de las travestis? ¿para mi propio bien? Cómo podría ser un bien común el amor de una sola. Por qué mier da me im por ta. Y dejé en remojo la idea de apartarme para siempre de él porque sufría por lo que no crecía hacia fuera o hacia arriba. Todo lo que estaba creciéndose para adentro, compactándose como si se calcificara y me dio miedo. Sentí miedo de morir de un sentimiento como este.
A veces creo que soy la trava más paki del mundo. Que no puedo jugar a los amores que aprendí a jugar mirando los ciclos de Alejandro Doria o María Herminia Avellaneda. Que es bastante el amor que experimento para conmigo, porque me tuve piedad alguna vez y fue suficiente con saberme viva. Creo que es un castigo estar enamorada, pero no como dice la Yourcenar otra vez, por no saber quedarme sola. Es porque siempre quiero a hombres que no saben de mi cuerpo y de lo que aguanta. No saben que no me cabe ni un alfiler.
Para darme un beso, me hice un budín de zanahoria y banana, lo improvisé un poco, con harina de arroz, dátiles, un poco de harina integral y unos frutos secos que tenía en la alacena. Quedó esponjoso y me comí ya la mitad. Comer a veces es como dar un grito ¿No te pasa?
Ya estoy un poco hasta la madre de la cuarentena. Una diría que extraña el ritmo del capitalismo, qué vergüenza. Y habla y habla y habla. Eso también crece para adentro.
Por suerte tengo mezcal. Tú lo recuerdas de esa noche. Estaba cansada al final, pero confiaba en el acero de mi petaca y en que iba a ser una buena anfitriona contigo. Yo anfitriono, tú anfitrionas, ella anfitriona…
Besos divinos y que algo cambie.
López a Sosa Villada.
Esta vez no voy a apearme, estaba echado, de modo que esta carta va a ser como ponerme en pie.
Buenos Aires, primer viernes de agosto
una tarde gris y hermosa
Querida Camila,
creo que cuando llegó su carta estaba viendo La mujer pública, de Zulawsky, en la pantalla de mi laptop, y tal vez estaba recordando que la había visto en el cine, seguramente en uno de la avenida Corrientes, yo iba a los cines de la avenida Corrientes, hace 35 años. La película fue insoportable las dos veces, sin embargo, esta segunda fue también entrañable: a qué me sometía en los años mozos por esa desesperación de entender, esa desesperación de ser contemporáneo, tan luego yo, como recortado al bies, como a destiempo, como nacido a los 40.
Nada más hermoso que envejecer y poder contemplar parábolas. Esa, sin ir más lejos, la insoportable pesadez del deber ser de entonces, el divertimento compasivo de ahora, que me veo hace tantos años soportando para entrar a un mundo que ya entonces empezaba a dejar de ser interesante.
O la parábola del mezcal: sabe, esa noche del mezcal tras bambalinas en el teatro de su Córdoba fue mi primera noche de mezcal y también mi última, una parábola que puede parecer modesta y demasiado breve pero aun así la guardo como medida en mi conservatorio de medidas. Aquella noche en la avenida Corrientes y esta noche cercana en mi laptop, el arco Zulawsky en el que me impacientaba por la pretensión desaforada de comprender un poco. Y esa noche en Córdoba con Camila, en la parte de atrás del escenario, la productora haciendo chistes, el muchacho que barría como un remero un poco más atrás, la parábola del mezcal.
Siempre me maravilló la percepción del tiempo, siempre tuve el ceño fruncido de preocupación por ese vértigo constante, siempre estuve preocupado por el tiempo, por cómo algunas meteorologías de lo propio lo hacen pasar lentamente, tan lento, tan exasperantemente lento cuando uno necesita crecer para salir de la juventud insoportable. O esas tempestades en las que los períodos son instantes, apariciones que concentran su historial de añares como rayos que deslumbran y al segundo vuelven a dejarlo a uno a oscuras.
Le escribo a usted ahora, a algo menos de 700 kilómetros de distancia (hablaba de medidas, ¿recuerda?), y estoy acostumbrado a eso, hace un poco más de 30 años mi mejor amiga se fue a vivir a un sitio a algo menos de 10 mil kilómetros de Buenos Aires. Esas también son parábolas de tiempo, arcos en los que se miden los hitos de los afectos y de la soledad y en los que uno puede repasar lo que antes era ansiedad y angustia y ahora se revela como la lección persistente de la paciencia.
Será por eso que adoro los mapamundis, será por eso que me gusta pensar en términos de paralelas (un guiño tímido y respetuoso a Adelaida Gigli) y meridianos, otras parábolas que marcan enclaves, puntos sobre el escenario del globo. Es prodigioso guardar esos diseños, esos planos que trazan la propia historia en escalas mensurables. ¿Era con usted que hablábamos del Zodíaco? Creo que sí, que ambos nos quejábamos maravillados del laberinto virginiano: ¡dímelo ya, pues, dime que me amas!
Es que necesito saber dónde ponerme, dónde ubicar las latitudes, la secuencia de los años pasados, necesito tener repisas interiores, claustros de temática común, alacenas, aparadores, cómodas, estanterías, botiquines, escalones, pizarrones sobre los que desenrollar los mapas.
Camila, querida, estos son días que tal vez arrastren una melancolía de estar encerrados y a merced de lo que no se sabe, lo que no se sabe a sí, lo que se sabe no, lo que no es posible saber. Pero, créame, Camila, son jornadas de triunfo para este espíritu laborioso que la estrecha en esta carta a vuelta de correo.
Que haya habido mezcal es prueba suficiente para que haya que preparar el próximo trago compartido, otra vez en bambalinas tal vez, qué lugar extraordinario ese, ahí donde se multiplican las alimañas, todo lo que vive entre, lo que se gesta en la penumbra, lo inapropiado porque repta y se desubica y o tiene latitud ni medida. Qué lugar interesante. Haga el favor de un agenciamiento así con vistas a futuro, petaca de mezcal con usted, con productora por ahí haciendo chistes y barrendero sexy más atrás es casi todo el plan que pretendo.
Y a Zulawsky que lo vuelva a ver su abuela.
A su lado, Camila,
López