En 2013 apareció La vi mutar, el primer libro de Natalia Rodríguez Simón, publicado por la editorial Wu Wei. Una nouvelle en la que la voz de un niño cuenta (y da cuenta de) cómo los cuerpos de las mujeres de su barrio se van transformando, van mutando hacia otra cosa, abandonando el reino animal para entrar sueltas y libres al reino vegetal. Es una novelita (el diminutivo es por su brevedad, nada peyorativo en esta elección, todo lo contrario) que bucea en las vidas de las mujeres de clase media baja, en sus destinos de amas de casa, madres y esposas de hombres que salen a trabajar. Ese mundo exterior, el de las proezas épicas masculinas, que les está vedado y sin embargo impacta en sus vidas y en sus cuerpos. Ya en ese primer trabajo de Rodríguez Simón había un interés particular por los cuerpos, por cómo ponen el cuerpo las mujeres (o qué hace la sociedad con esos cuerpos).
En Era tan oscuro el monte, su segunda novela, publicada hace unos meses por Mardulce, vuelve a la carga y redobla su apuesta. La novela empieza con una imagen brutal: una mujer golpeada, violada y con la boca rota, sin sus dientes; una beba que llora. La boca vacía de esa mujer es oscura y húmeda como una cueva. Igual que el pequeño local donde ella tiene su negocio, una verdulería de barrio, y donde también vive. Oscura porque aún no abrió, húmeda, con el olor a humedad que desprenden las verduras frescas, las maderas de los cajones, los tallos, las raíces de la rúcula. La mujer se arrastra en esa oscuridad, en esa cueva que la guarece como a un animal herido; se esconde allí con su cría, esa beba que no deja de bramar pidiendo teta. Esas dos mujeres, la niña y la madre, no tienen nombre o, mejor dicho, nunca se las nombra en la novela de otra manera que en relación a alguien. En el caso de la mujer, en relación al esposo, el Aldo, ella será siempre “su mujercita” y la nena será siempre “la guagua” tanto de ella como de él. El Aldo es un miserable, un pobre diablo, un bueno para nada, uno que no sirve ni siquiera para ser matón. Sin embargo, posee algo: una mujer, esa mujer. En este orden de cosas hasta el último orejón del tarro tiene un orejón del tarro por debajo de él: una mujer, claro. Ella en cambio no posee nada más que esa hija y a medias porque la otra mitad es del Aldo, del padre. Posee un poco esa tienda y unos ahorros que debe esconder hasta de su propio marido que ya una vez la robó.

El presente del relato aparece fragmentado por los flash-backs que reconstruyen la historia de la mujer y el Aldo, inmigrantes y pobres, desde que salen de su tierra hasta que se instalan en un conurbano bonaerense de pasillos villeros, de bailantas, del trabajo de los hombres en la construcción, de la relación endeble que se establece entre las mujeres que defienden la hombría de sus machos (hijos, concubinos, amantes) al punto de traicionar la alianza de género (sororidad) que sólo parece existir en los manuales del feminismo ilustrado. El cuerpo masculino es el de los arrebatos, los fluidos de la calentura y el alcohol, el que se mueve y se frota al son de la cumbia; el que se rompe el lomo de sol a sol. El cuerpo de las mujeres es un terreno baldío en el que ellos ranchan cómo y cuándo se les da la gana.
Aunque la apretada (y seguramente injusta) síntesis que hago de la trama se parece bastante al mundo real por suerte existe el lenguaje y el trabajo exquisito que la autora hace con él. La escritura de Natalia Rodríguez Simón encandila. La violencia de este universo se construye de un modo preciso, las palabras no están puestas al tun tún; los giros lingüísticos, las repeticiones, las frases hechas, no están en función de la verosimilitud sino de la poética del relato. Era tan oscuro el monte es una novela notable y su autora una de las voces más personales de la nueva narrativa argentina.