No se ve amarillo ni de fuego. A través del parabrisas, el sol entra gris. Se abre sobre la guantera como un líquido, y después cae pálido en el asiento del acompañante, en los papeles ahí arriba, oficio y A4, desordenados y en escala de grises. Este sol tan blanco, piensa Meila. Este sol tan negro, piensa también, y empuña el volante, los dedos duros. Afuera, la avenida en blanco y negro, las luces indistintas del semáforo, los peatones en la esquina y después, once segundos después, ella los cuenta, ya del otro lado de la calle, un borrón. Capas de opacidad sobre las cosas. Salvo adelante, ve Meila. Salvo en la esquina, allá, la cuadra siguiente, ya llega. Es acá, se dice. Y el auto queda debajo de los arcos dorados del Automac.
Hay fila. El coche de adelante, el de adelante, el otro, el primero. Meila cuenta, son cuatro y ella. Cuatro por cuatro, multiplica, no sabe bien por qué, dieciséis ruedas. Algo como un temblor le llega a los pies, un impulso de aire o pequeño empuje, y Meila mira por el espejo retrovisor: otro auto se suma a la fila, un Renault 19 rojo que verá todo, piensa, todo. Ella se mira las manos. No va a soltar el volante. Y le parece que vuelve a distinguir los colores. Arriba, el amarillo de los arcos rutila solo, un pórtico. Y en el espejo, la intermitencia del capó rojo.
El de adelante se mueve. Ella nunca va a entender cómo el giro de las ruedas se convierte en movimiento de avance. Cómo algo que tiene centro puede, después, irse. Se acuerda de las tangentes dibujadas, flechas en los manuales del colegio, centrífuga, centrípeta y así. Pero ella no lo entiende. Pone primera, avanza también y el Renault de atrás la sigue, todos tan lentos y en perfecta hilera, como si estuvieran sobre rieles. El sol, piensa Meila, y mira hacia arriba por la ventanilla. Sigue blanco, o sigue negro, y entiende que solo los arcos y el Renault tienen color. Un mundo amarillo y rojo y blanco y negro. Se imagina la Tierra así, una versión del infierno. El Renault le hace luces y la fila avanza otra vez.
No puede tener los papeles así de desordenados, en el asiento del acompañante. Pone el freno de mano y suelta el volante. Es un segundo, un segundo nada más, se dice. Apila las hojas, oficio atrás, A4 al frente, y las hace rebotar contra el asiento hasta que forman una pila estable y sin puntas. Un pliego, podría decirse, y eso solo porque ella llegó a hacer orden. Vuelve al volante. Realmente, no lo va a soltar, y empuña la circunferencia de goma con la fuerza exacta que otras veces sabe ejercer para girar. Pero se da cuenta: no tiene que girar. Adelante; nada más ir hacia adelante, la tangente que la empuja desde las ruedas. Quedan solo dos autos hasta el puesto de pedidos y asoma la visera de la chica que atiende, el pin con su nombre que todavía no llega a leer, la sonrisa preparada. Todo avanza. Su auto en primera, un metro de movimiento, y los arcos dorados, el pórtico, quedan arriba y atrás. No va a soltar el volante.
¿Hace cuánto que no come ni pide ni piensa en hamburguesas? El papel engrasado, la temperatura, el pan blando que cede hacia abajo. No hay color tampoco cuando la carne está cocida, piensa, y la hilera se arrastra y se diluye y, desde atrás, titilan las luces del Renault, encendidas, apagadas. Hay que moverse de nuevo. Ya falta tan poco. Ahora ve todo en el espejo: el capó rojo, el amarillo de los arcos. Ella avanza lo que queda, ya nada, y distingue las comisuras bajo la visera. La sonrisa se abre y la chica quiere empezar a hablar. La camisa rayada, las manos, la computadora, todo blanco y negro tras el vidrio de su ventanilla. Jimena, dice el pin.
Queda tan poco y Meila revisa el orden de los papeles. El sol sigue gris sobre las letras impresas. Baja la ventanilla, sonríe. Un big mac, por favor. La respuesta de la chica no le llega, hay algo en el medio, una densidad que no entiende. La visera gira, gira la sonrisa preparada, las comisuras de Jimena hacia la computadora, y mientras eso pasa Meila se reclina. La chica le habla de nuevo. Es un precio, quizás, lo que le dice, pero ya falta tan poco. Meila se estira. Abre la guantera y saca el arma. El gris cuando irradia es plateado. Ve la visera rotar, la sonrisa deshacerse, los dientes de Jimena, el fondo de su garganta, algo que va a gritar. Pero Meila se acerca el arma a la sien derecha. El gris también es frío. Y las formaciones amarillas y rojas brillan en el espejo retrovisor.