Cuadernos de infancia por Norah Lange

Irene contaría alrededor de catorce años cuando todas nos enfermamos de fibre tifus.

Siempre me gustó estar enferma, si a la hora del desayuno, la madre me pedía, después de tocarme la frente, que me tomase la temperatura, al entregarle el termómetro yo vigilaba su rostro para comprobar algún cambio de expresión que me procurara el regocijo de saber que debería guardar cama. Si además de permanecer acostada, comenzaba a llover durante la tarde, mi dicha era completa, porque sabía que la madre y las hermanas vendrían a mi cuarto para sentarse a los pies de mi cama y que todo lo que yo dijera, por insignificante que fuese, sería escuchado con más atención por hallarme enferma.

La fiebre tifus de Georgina fue más virulenta que la nuestra. Por espacio de quinc noches, su temperatura ascendió tanto que fue necesario envolverla en sábanas heladas, procedimiento que no dejaba de provocar en mi cierta envidia, pues la única vez que me envolvieron en sábanas humedecidas tuve una sensación tan misteriosa como la de bajar hacia un lugar desconocido.

Aunque la institutriz hubiera podido ayudarla, la madre trabajaba día y noche, sin consentir que nadie nos diera los remedios, que nada fuera ejecutado durante sus cortas ausencias. El médico francés que nos atendía pasaba, a veces, noches enteras en la casa, porque el trayecto hasta la suya era tan largo que hubiese sido imposible llamarlo con urgencia.

Fue en esa ocasión, y cuando nos hallábamos fuera de peligro, que la madre manifestó, delante de todos, que yo era la más suave, la que siempre sonreía, la que nunca le ocasionaba ningún trabajo cuando estaba enferma. Yo me sentí enternecida conmigo misma y como nunca pedía nada, como me gustaba que las horas trascurriesen, una tras otra, en una larga somnolencia y, casi prefería que no me diesen vuelta las almohadas, que no se ofrecieran a arreglarme la cama, pude descubrir, desde temprano, la razón por la cual cierta clase de enfermos me ha exasperado tanto. Capaz de desvelarme por ellos, me hacía la distraída, si embargo, ante la magnitud exagerada de sus dolencias, porque me hallaba convencida de que explotaban su enfermedad, de que se aprovechaban de las circunstancias para llamar la atención, para pedir cosas, para quejarse y estar malhumorados… como si necesitasen alborotarlo todo, como si un estado febril no fuese una de las sensaciones más agradable y la convalecencia no se hallara rodeada de un encanto transitorio e indefinido.

Después he pensado, con frecuencia, que muy pocas personas merecen permaneces, aunque sea una noche, en ese mundo extraño originado por la fiebre, o en ese otro mundo de la convalecencia, poblado de siestas y de sueños cortos que vienen sorpresivamente, cuando no existe ningún apresuramiento, ninguna ansiedad inútil por vivir como los otros.

Sólo una vez en que me hallaba muy grave, el insomnio me pareció demasiado habitado y nuevo para afrontarlo en silencio, durante horas enteras. La madre, también enferma, había sido internada en un sanatorio, y me sentí tan sola, tan distante de todos en esa noche en que sólo yo seguiría despierta, me parecía tan terrible que ella no se encontrara a mi lado e ignorase mi gravedad que, con tal de asirme a algo familiar y querido, fui agravando los pormenores de su ausencia y de mi miedo. Cuando la angustia se tornó insoportable, le pedí a Irene que me tuviese la mano, o pasara la suya por mi frente, y aunque la noche iba a finalizar e Irene se hallaba muy cansada, el miedo –la morfina, al desgarrarme la cabeza, poblaba el cuarto de lámparas- me hizo exigirle ese gesto que, a la mañana siguiente, debía de llenarme de arrepentimiento.

Cuando trajeron a la madre a casa y entró a mi cuarto, frágil, mitad triste, mitad contenta, la distancia nueva que habíamos recorrido separadas nos hizo sonreír con los ojos mojados y apenas pudimos abrazarnos llorando sobre mi cama.

Al declinar la fiebre tifus, comenzaron a alimentarnos, pero nos permitían comer tan poco que, al traernos el té con leche, con dos o tres pancitos de azúcar, inventamos el recurso de sacar el azúcar en seguida y beber el té amargo. Colocábamos los pancitos mojados sobre la almohada, procurando que la madre no nos viera y, luego de beber el té, los comíamos, despacito, para que durasen mucho tiempo; pero las fundas de todas las almohadas presentaban un pequeño círculo húmedo y pegajoso que no logramos ocultar.

Cuando nos fortalecimos suficientemente como para abandonar la cama se nos caía tanto el cabello que fue necesario raparnos. Aún existe una fotografía en la cual nos hallamos las cinco, todas vestidas iguales, formando una escalera de cabezas lisas y relucientes. Si no fuera por ese detalle indecoroso, la convalecencia hubiese sido perfecta.

***

Mi padre hizo colocar en el jardín un juego que no he vuelto a ver nunca. Lo llamábamos el “runclaff”. Consistía de un grueso poste que se levantaba a unos cuatro metros del suelo, se un cuadrado giratorio dispuesto horizontalmente en su extremidad superior, y de cuatro sogas anudadas, de trecho en trecho, que pendía de sus ángulos, cada una tomada de una de ellas, con ambas manos, para que no resbalasen, las cuatro corríamos, al principio, y a medida que cuadrado giraba a mayor velocidad apenas rozábamos el suelo con un pie hasta elevarnos en grandes ondas que nos distanciaban de la tierra, que nos acercaban a ella nuevamente, en un vuelo rápido y circular.

Cierta vez, Irene, Marta, Georina y yo nos asimos de las cuerdas y comenzamos a correr, como de costumbre. Ya en plena marcha, repentinamente se me ocurrió que no podría detenerme, hallarme, de inmediato sobre el suelo. Pensé, con espanto, que si las hermanas se resistían a detenerse, me vería obligada a seguir volando durante horas enteras.

Más tarde, en los colegios, en los subterráneos, en los ascensores, conocí una angustia parecida. No me importaba permanecer horas y horas en el mismo sitio. Lo esencial era saber que podría salir cuando quisiera, si durante una función teatral o algún concierto, se cerraban las puertas para impedir la entrada a los que llegasen con atraso, inmediatamente averiguaba si éstas podrían abrirse del lado de adentro, y cuando se me antojara. De lo contrario prefería renunciar al espectáculo.

Decidida a comprobar, de una vez, si mi angustia podría llegar a ser insoportable, intenté una prueba y les grité a las hermanas que me hallaba cansada, pero ellas, creyendo que bromeaba, no consintieron en dejar de correr el tiempo suficiente para que yo pudiese desprenderme.

Un miedo autentico me obligó a insistir en que se parasen. Me elevé en el aire, en un vuelo ondulado y silencioso, y como aún se resistieran, decidí aprovechar la próxima curva para soltar la soga, pues era necesario que lo hiciera en el instante de mayor altura para caer lejos e impedir que mis hermanas se golpearan contra el poste.

Transcurrieron algunos segundos antes de que decidiera tirarme. Las cuatro girábamos si cesar, casi horizontalmente, en torno al poste. Cuando la curva ascendente se acentuó, solté las manos de la soga, oí un grito de las hermanas y casi sobre el camino. Aunque las rodillas me sangraban y sentía una mano entumecida, me levanté y les dije que no era nada. Por lo menos había eliminado ese miedo.

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