Un pedazo de normalidad por Martín Rodríguez

La guerra de los mundos

En la columna de Martín Kohan “Que lea el que pueda” lo dice bien: “He visto pasar por las redes expresiones de entusiasmo apenas la cuarentena empezó. Nos conminaban, nos exigían: ¡a leer, a leer!”. Suena mal, aunque suene realista: literatura y ocio. Me gusta más la relación cuerpo a cuerpo con un libro en los tiempos de antes: cuando lo tenés en tu bolso, se van doblando las hojas, te persigue el fantasma de leerlo. Los libros son mandatos. La lectura es una orden. Un Estado y una nación también son sus bibliotecas. Argentina es una lista de libros en común. La alfabetización de la escuela, la alfabetización de la casa, la alfabetización de la calle. Esa mezcla. Un país también son sus mundos, nuestros textos sagrados: los libros de la guerra.

Hasta ahora, un poco estamos viviendo la cuarentena como pichiciegos: armándole el sótano, y la economía esperando que la guerra termine. Está sola y espera. Argentinos hasta la muerte, lo que es decir, un poco apropiándonos de eso que vivimos para vivir con lo nuestro. Y se ven pasar también las venas abiertas de las derrotas: el primer plano del relato de la experiencia de cuarentena en los barrios humildes. También el relato de las anteriores generaciones de padres o abuelos, los que vivieron e hicieron el siglo XX, y todo eso que vivieron. Como el tuit del ex combatiente de Malvinas que dijo: “¿Sacrificio? Sacrificio fueron los meses en una trinchera con un metro de agua helada”. Desde esos y los setentistas, hasta la generación de mis abuelos (los que hicieron el siglo o el país, y no lo narraron). Las abuelas, “las muchachas de antes”, las que describe como nadie Florencia Angilletta.

Devuélvanme la sobriedad del siglo XX para cruzar este túnel en silencio. Tierra negra. La cuarentena como una ceremonia privada en la que queda suspendida la Historia y las historias. Escuchamos la rumia, el ruido del bruxismo y del insomnio. Barbijo y pases cortos. Somos la parte de la parte de la palanca que gira la rueda. La rueda del viejo molino. Ahora la dejamos quieta. ¿Cuánta obediencia y cuánta confianza en lo que dice el Estado? El primer Estado de sitio de la democracia lo decretó Alfonsín: fue no sólo la respuesta a una amenaza sino la primera decisión de “orden”, la relación del Estado y su fuerza después de la ESMA. Pero éste es un voto de confianza: de un lado y del otro. Quedate en casa. ¿Pero todos tienen casas? La cuarentena es un censo, una auditoría. De acá todos, la gente y el Estado, todos salimos conociéndonos más. Días como años perros.

Hace tiempo leí algo que dijo Beatriz Sarlo sobre su “exilio interno”, o sea, sobre haber estado escondida en un departamento en pleno Proceso. Había llegado con sus libros. Y se puso a releerlos. Abrió las cajas de libros encanutados y comenzó a releer. Lo digo porque pienso mucho en los “guardados”. Los que se guardaron en casas durante la dictadura. Conozco relatos de primera mano. Mucho tiempo en ese “mundo privado” que, en parte, se quería abolir. Las plazas, las calles, la clandestinidad, los bares o las estaciones de citas, el monte, para terminar ahí, en un departamentito con libros, oyendo el ruido de goteras, timbres, persianas que se abrían o cerraban, haciendo sociología minimalista en la escucha de los vecinos con sus programas de radio, sus duchas, sus cuentos y cuentas. Cuántos podrían haber reescrito los versos de Viel Temperley: voy hacia lo que menos conocí en mi vida, voy hacia mi clase.

Las cosas que perdimos en el fuego

Entre mis libros leídos, los leídos a medias o pendientes, en ese “picoteo”, enganché los “papeles personales” de Rodolfo Walsh, bajo el título “Ese hombre”. La edición de 1996 prologada, preparada, comentada por Daniel Link, y un poquito detrás Juan Forn. Un material no estrictamente inédito, pero que incluye borradores y fragmentos, en parte, de su novela que no fue. La oferta del borrador de un escritor y su trabajo neurótico sobre esa vacilación: ser o no ser un escritor notable. El drama entre política y escritura: ¿es el fin de la ficción? Y la pregunta contenida: ¿podré escribir una novela?

En la conocida entrevista que le hizo Ricardo Piglia en enero de 1973 define su dilema: “Habría que ver hasta qué punto el cuento, la ficción y la novela no son de por sí el arte literario correspondiente a una determinada clase social en un determinado período de desarrollo, y en ese sentido y solamente en ese sentido es probable que el arte de ficción esté alcanzando su esplendoroso final, esplendoroso como todos los finales, en el sentido probable de que un nuevo tipo de sociedad y nuevas formas de producción exijan un nuevo tipo de arte más documental, mucho más atenido a lo que es mostrable.”

A su obra “completa” se añade otro texto decisivo: el Documento redactado hacia finales de 1976 que contiene la crítica interna a la conducción política de Montoneros. En los mismos meses que elabora la Carta Abierta en la que corre la cortina de la represión y el plan económico, también apunta a la política de su organización. El dorso de la Carta Abierta a la Junta Militar es su Carta a la Junta Militante, donde exige un replanteo político. Hubo una Carta Abierta, hubo una Carta Cerrada. Escribe Walsh: “la literatura china o vietnamita no nos sirve, porque tiende a confundir nuestra lucha social con una guerra colonial, en la que la organización en Movimiento, Frente, Partido y Ejército tiene sentido porque se presupone la unidad del pueblo detrás de su conducción y contra el invasor extranjero. Nosotros en cambio tenemos que empezar por ganar la representación de nuestro pueblo a partir de los elementos con que contamos. (…) Hasta el 24 de marzo del 76 planteábamos correctamente la lucha interna por la conducción del peronismo. Después del 24 de marzo del 76, cuando las condiciones eran inmejorables para esa lucha, desistimos de ella y en vez de hacer política, de hablar con todo el mundo, en todos los niveles en nombre del peronismo, decidimos que las armas principales del enfrentamiento eran militares y dedicamos nuestra atención a profundizar acuerdos ideológicos con la ultraizquierda”. Walsh muere con una pistola Walther PPK calibre 22 en la mano, en Buenos Aires, emboscado por un grupo de tareas. Esa asimetría de fuerzas, ese contraste en su muerte, muestra su vuelta al origen. El Walsh de la contrainteligencia muere por una carta de puño y letra, firmada, distribuida. El Walsh clandestino se disuelve en la figura pública. Muere en su ley y en lo que lo hizo ser quien fue: el escritor de Operación Masacre. Quizás se manifiesta una inquietud de la Historia: ¿por qué Firmenich fue jefe de Walsh y no al revés? Y esa respuesta está en la política de esos años. Pero La Carta está por encima de la dinámica de la lucha porque Walsh era mejor lector que Montoneros de esa sociedad de la dictadura. Sus cartas desobedecen la orden militante.

Antes de mudarse a su última casa, Walsh y Lilia Ferreyra vivían en un pequeño departamento de la calle Juan María Gutiérrez, cerca del Zoológico de Buenos Aires. Se van a San Vicente en diciembre de 1976, porque, en palabras de Diego Igal, “toma la ruta de las lagunas bonaerenses porque quiere estar cerca del agua”. Pero en los días finales de 1976, en ese departamento, a veces Lilia salía al pasillo solo para cerciorarse de que el ruido de la máquina de escribir no se escuchara. “La guerra terminó”. Un fantasma cívico recorre Argentina: Walsh termina su vida pública de la misma manera en que la empieza, denunciando los crímenes del Estado. Borra sus nombres de guerra y muere en el gesto de la firma: dar testimonio como escritor. Nombre, apellido y DNI. El último Walsh: el que miraba los almuerzos de Mirtha Legrand, el que interceptaba las conversaciones de las patrullas policiales, el que impulsaba un reclamo vecinal en San Vicente, el de la carta a Vicky. Literatura y Estado, asunto nunca separado. Walsh quería estar cerca del agua y escuchar a la sociedad del Proceso. Hablar con todo el mundo, escuchar a todo el mundo.

En estos días Bob Dylan colgó una extensa canción: Murder most foul. “Manténganse atentos, a salvo y que Dios esté con ustedes”, dice el comunicado en el que ofrece esta larga música. 17 minutos de cadencia lenta y melancólica organizan el poema épico desde el lugar en que partió hasta el lugar que volver: el asesinato de Kennedy, ocurrido “en el altar del sol naciente”. A tientas, todos volvemos a las imágenes que le dieron sentido a nuestras vidas, que nos desataron y que desataron nuestros fantasmas. Los crímenes de nuestra nación. Y queremos nuestro pedazo de normalidad (ese viejo carro de orden y progresismo que empujamos) para empujarlo al futuro.   

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