Un lugar soviético por Guadalupe Faraj

Quedamos en este lugar, solas. Anya camina como si estuviera cubierta por una fina lámina de jabón. Tiene los ojos claros con algunas partes negrísimas que aparecen después de unos minutos, son como los brazos de un río, desembocan en otra parte. Nadie llegará hasta ahí, pienso. Ni siquiera yo en las noches en que me dirá –subidas al tren-: Sos la única que puede verme.

—¿A dónde está el tren? —le pregunté la primera vez que la vi —El que cruza Siberia.

—No es uno, sino varios —dijo ella —Avanzan juntos de a tramos. 

—¿Sabés adónde está? Antes de que esto se termine quiero atravesar la parte helada del mundo.

—No estamos en la guerra. No es la guerra —dijo mientras nos metíamos por un túnel.

Las marcas se me venían encima como si alguien me pegara en la frente con la palma abierta. El recuerdo de Agustín escribiendo en el pizarrón del local de Anchorena: No queremos a StalinEl cielo tapado sobre el puente. La cabeza de Lenin. El cuarto rojo que era como estar solas. Acaso en Rusia había cien personas.

—Una vez leí que todo se unía en un punto —dijo —Desde tu país hasta acá, por ejemplo. Nosotras. Esta gente que quedó como vos y yo.

Entrábamos a los jardines. En uno vendían cosas, ella agarró una trompeta, la ubicó de tal forma que nos vimos reflejadas en el metal dorado. 

—En un punto soviético —dije y se rió.

Las calles eran tan amplias, daba la sensación de que no iba a poder cruzarlas.  Anya pensaría en el gran espacio que tendría solo para ella. Estaba convencida de que habíamos llegado a algún tipo de principio y que el resto –las habitaciones donde había dormido, lo que había comido, las personas amadas– no importaba.

Pensé en cómo hubiera hecho él en una ciudad con pocos vidrios.

—Mi padre tenía un método para conocer a las personas. Había tardes en que nos parábamos en una vidriera de Boedo y observábamos el reflejo de los que pasaban. ¿Es buena esa mujer? ¿Aquel hombre esta acostumbrado a mentir? ¿Pudiste captar el reflejo? Preguntaba él.

Un caballo resistía debajo de un cielo que parecía caerse, dos hombres se abrazaban. Cruzamos el campo y nos chocamos con el tren. Los otros se acercaban con bolsos, fotografías, una planta, la urna con las cenizas de alguien. Ocupaban los vagones. Una chica se apoyó sobre una reja delante de tres osos de hierro, no subió.

—Tal vez Rusia ni siquiera existe— dijo Anya mientras empezábamos a movernos. —Antes la gente te hacía señas para avisarte que tenías la punta de la nariz congelada. Como si dijera: Cuidado, estás empezando a morirte. En los tejados se juntaban pedazos de hielo del tamaño de un hombre. Tenían que cercar los edificios para limpiarlos. Podían matar a cualquiera.  Ahora el frío es un recuerdo —dijo.

Capté su reflejo. La línea transparente separada del contorno de la cara y de una de las manos que se había llevado a los labios. Qué idea tendría de la belleza. Era como un hielo blanco y hermoso, el frío se había condensado en ella.

Pude ver sus marcas. Sus hijos bañándose en la fuente. Sus hijos y ella arriba de este tren. Mis recuerdos se desdibujaban como si algo se tragara mi memoria. Los pensamientos de Anya ocupaban el espacio. ¿Esto es el amor? No había forma de bajar. Volvía a una edad de la infancia en la que cualquier ciudad era una promesa.

Fotografías por Mariana Eliano

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