La lengua política por Carlos Battilana

Roxana Páez, La tiza de Poe, La Plata, Malisia, 2018.

Julio Verne narra en su novela Viaje al centro de la tierra (1864), en los primeros capítulos, los afanes y los avatares del profesor Lidenbrock al descubrir un pergamino escondido en un viejo libro. Este documento contiene un secreto, un puñado de signos que encierran una clave. El documento está escrito en rúnico. Se trata de un criptograma cuyo sentido se oculta en letras que, convenientemente dispuestas, forman una frase inteligible. Descifrar esa clave, en verdad, es el acontecimiento que impulsa la expedición a un volcán situado en Islandia. La intención es ingresar por los túneles y los desfiladeros del volcán al lugar más recóndito del planeta. Verne no apela –como sí lo hizo en la mayoría de sus novelas– a los sitios por entonces inexplorados de la superficie terrestre (el Ártico, el África y América del Sur). Tampoco recurre al mar ni al aire, y menos a los ensueños que despertaba el satélite lunar, como lo hizo en su novela De la tierra a la luna (1865). Nada de eso. Imaginó un viaje al interior del mundo, que en más de un sentido es un viaje introspectivo, movido por la sugestiva presencia de los caracteres rúnicos. Recordemos que, según el relato de su biografía, el escritor francés era aficionado a la elaboración de criptogramas y logogrifos, de los que llegó a componer cerca de cuatro mil. Estos pasatiempos y entretenimientos lingüísticos siempre contenían un mensaje cifrado.

 El libro de Roxana Páez también presenta una serie de nombres y juegos lingüísticos que encierran un enigma, una clave recóndita. De ese modo, en la referencia a la obra de Poe, el sintagma Anabel Lee muta en Ana ve lee. Por su parte, el breve “Poema sin traducción” dice: “Cuando ella leía / un poema / él la poesía”; su sentido ambiguo se descubre, obviamente, en el plano acústico. En otra ocasión aparecen términos que se pronuncian fonéticamente iguales en la modalidad rioplatense, pero que al estar formados por letras distintas (v corta / b larga; y / ll)) varían también los significados: “Savia de mí sabía” / “Se cayó y se calló”. Por otro lado, cuando se menciona un cartel electrónico sobre la autopista (“BUENA VISIBILIDAD”), más que un anuncio de índole vial, el poema resignifica el contexto enunciativo y lo concibe como un lema que describe la vulneración de la propia intimidad en una época de ilimitado egocentrismo; de allí que la poeta escriba que la frase del cartel “atenta contra la libertad de la discreción / el anonimato”

¿Qué busca el lector en la poesía, en sus signos, en cada uno de sus signos? Quizás una suerte de llave que dote de más intensidad y más precisión a la experiencia vivida en el mundo. Acaso la poesía puede ser un modo del alivio por la palabra. Un tópico que insiste en los poemas de Páez es el momento del trazo y la inscripción de la tiza en la superficie plana del pizarrón. Por eso mismo, este libro es también una teoría de la mirada: una experiencia ocular acerca de la línea como soporte del signo. El signo poético es un puente con lo real; o mejor, uno de sus indicios, un efecto trazado con la tiza o el lápiz que se vuelve torsión y perplejidad frente a lo que parece evidente. La poesía, en todo caso, si la comparamos con la frase citada del cartel electrónico de la autopista, más que volverse indiscreta, hace visible los males del mundo a través de sus signos. He ahí su componente político.

La experiencia trágica de las extraordinarias precipitaciones y las fatales inundaciones ocurridas en La Plata el 2 abril de 2013 puede ser leída por el discurso poético. Roxana Páez lleva adelante esta empresa. La lengua del poema no oculta el número de víctimas que se tragó la correntada, sino que mediante las voces anónimas de la polis, y a través de los efectos de la hipnosis y el sueño, descifra la materia de lo real. Se visibilizan las historias singulares de los muertos y los heridos que flotaban en las aguas desbordadas de la ciudad. De este modo, la poesía restituye la identidad de aquellas víctimas, escondidas y borradas en confusas estadísticas. La poesía, entonces, obra como una voz sigilosa que desmadeja una trama oscura, y logra conectar un evento meteorológico con la negligencia, la desidia y la mezquindad:


No hay comienzo ni fin, pero hay repetición y gobernantes
que visitan el día después de la gran inundación
las veredas cubiertas de basura y colchones anegados.
Hasta las ranas y los escarabajos, las cucarachas milenarias
se habrán ahogado con las campanillas
barridas con una pluma de carancho sobre el Arroyo del Gato.
Ladran los perros guardianes por el fin de la propiedad.
Nadie sabe cuántos paraguayos
desaparecieron de su propia vida, invisibles
para siempre del resto,
como lo fueron antes.

La tempestad misma envuelta en cuero, llegó en harapos
porque mucho antes el agua de La Plata la había castigado.

(“De qué río refuso”)

Como aquel poema de Néstor Perlongher en el que se repite la palabra “cadáveres” más de cincuenta veces (“Hay cadáveres”), cincuenta y cuatro de manera afirmativa, una de manera interrogativa y la última de manera negativa, en este libro se vuelve a nombrar la muerte como un acontecimiento que emerge en las cercanías y la inmediatez. El enunciado final de Perlongher (“No hay cadáveres”), más que la ausencia de muerte, inscribe el efecto reprimido, omitido por el Estado, y denuncia una negación de la evidencia: los cadáveres que empezaban a emerger desde el fondo de la tierra se volvían inocultables. El genocidio de entonces fue sistemático y deliberado. Hay diferencias entre ambos episodios, desde ya. No obstante podemos extraer de la trágica experiencia –que no se termina– una conclusión que, más que una analogía, es una forma de dotar de narratividad a aquello que se encubre. Escribe Roxana Páez: “No hay barrio que no haya sido afectado. // Hay barro. // Han desaparecido de una manera extraña. // Esas figuras, esos gestos, / sin el auxilio de la palabra / forman un lenguaje mudo”. Sabemos que la dimensión política de la poesía no es necesariamente referencial ni partidaria. Su potencia radica en el espesor de sentido que pone en juego, en aquello que la lengua ilumina, aun sabiendo que queda un resto por decir. El carácter político de la poesía, entonces, se pone en evidencia cuando la catástrofe colectiva empieza a repararse. Y eso ocurre cuando la lengua puede nombrar otra vez.

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