Un fantasma para la nación. Martín García: Utopía, imaginario y soberanía por Sebastian Russo

La isla es la utopía del reinicio crítico, del punto de partida renovado
que pueda corregir o poner a prueba lo que se ha abandonado.
Horacio González

Todo hombre, en potencia, sigue siendo un soberano,
siempre y cuando prefiera morir a ser sometido.
Georges Bataille


Una isla. Como modo de pensamiento. No sólo por el aislamiento que supone para poder (eventualmente) pensar, salir del flujo cotidiano, y pensar lo -del- continente. Sino por la vinculación con un pensamiento-isla, utópico y abigarrado de fantasmas, en la senda del fantasma, la de un pensar-otro. Tomar ese camino, así mismo, el que concibe a la historia en tanto palimpsesto de muertos y utopías, sólo puede lograrse con cierto grado de aislamiento. Y viceversa, el pensamiento aislado (más por propio que por desconectado) emerge en la conversación con fantasmas.

«Desconectar», diría la publicidad turística. Pero para experimentar (por caso) una isla se requiere más que “sólo” cortar la conexión propuesta por el neoliberalismo, de una conexión informática, virtual. Desconectar es el requisito mínimo para reconectar: con el propio cuerpo, el del otro, la historia, con el fluir errabundo del pensamiento, de los murmullos/ exigencias de los muertos. Pensar, por caso, lo propio. “Por caso”, decimos, como si pensáramos otra cosa. Lo propio, lo impropio; la propiedad, la identidad, la norma: subvertirla, no. He allí, sino todo, casi en lo que pensamos, para lo que vivimos. Es decir, la pregunta por la soberanía. Su vivencia. De sí, del otro, de la comunidad.

Pensar, imaginar la soberanía tiene (debe tener) componentes utópicos e insurreccionales. Soñar, disputar una tierra inexistente, incluso imposible, pero deseada, necesaria a conquistar, a refundar. En Argirópolis, Domingo Faustino Sarmiento, encarnando el ideario liberal de modernismo utópico, imagina a la isla Martín García como enclave de una gesta soberana regional, aún no saldada. Con los “enemigos internos” ya delimitados y próximos al exterminio, el frente externo se lo imaginó desde una ciudadela espectral. En el neoliberalismo, en cambio, lo utópico y más aún la soberanía devienen formas negadas, por tanto insurrectas. Conjuradas por un capital que requiere fluir “soberanamente”, plantear una delimitación identitaria, refugiante, constitutiva, resulta una afrenta a los poderes centrales, hoy (cada vez menos) sostenedores de una discursividad transnacional, de tratados de libre comercio, world friendly, united colors, hacia afuera.

Esto (también) decíamos al respecto inaugurando el Seminario Utopía Sur[1] desde donde estas palabras (también) emergen, configurando el plan de operaciones (cuanto menos) de este texto:

“Martín García. Ámbito fantasmagórico, cristal de tiempo, donde puede leerse en cada una de sus ruinas y ensoñaciones persistentes no sólo la trama trágica concentracionaria y utópica soberana de la historia nacional, sino de las naciones que confluyen en el Río de la Plata y, aún más, el destino pretendidamente truncado de su unificación. Isla de roca que fue territorio estratégico disputado, prisión, lazareto, fuente de recursos económicos, naturales y esperanza salvífica del Cono sur. Pensar en/desde ella, intervenir en su mitología, dejarnos atravesar por su aura espectral, es pensar e imaginar un hoy cargado de futuro y pasado. Es recuperar, en este instante de peligro, el halo utópico, espectral, el pensamiento e imaginario soberano, la potencia política y afectividad vital para una nación (de naciones).

En tiempos de retracción del aglutine popular soberano, incluso latinoamericano, invitamos a con-figurar estético, geo-política, históricamente, imágenes, entramados conceptuales de una Utopía Sur. Entendiendo que tal figuración, en sí, ya es una gesta insurreccional, inscripta en una larga tradición, donde la política y la estética se anudan en soñar mundos justos posibles. La insurrección de los pueblos es (debe ser) una insurrección de las formas. Y viceversa, no hay insurrección formal que no sea una afrenta a la (gran) norma hegemónica y que para su despliegue no contenga, evoque, convoque un otro modo de pensar y estar con el otro”


Violencia soberana

La soberanía se funda en un acto de violencia. La soberanía es un acto de violencia. La sociedad de soberanía, en Michel Foucault, de hecho, era un tipo de sociedad que tenía a la violencia explicitada como su fundamento y forma de sostenimiento (por medio del terror) pero las sociedades que le siguieron (según tal historia de la historia occidental), la disciplinaria y la de control, no abjuraron de la violencia, sino que la sofisticaron, es decir, la escondieron, volviéndola parte de los instrumentos disciplinantes y tecnologías de (auto)control.

El propio Foucault hace de este recorrido una suerte de historia de la mirada (que Eduardo Rinesi traduce/reescribe para pensar la historia nacional[2]). De un poder observado, a un poder que observa, y finalmente a un poder extendiendo sus ojos a los del mismo observador/observado. La violencia soberana (o la violencia, o la soberanía, a secas) en este caso deviniendo un entramado cuasi invisible de ojos que (aparentemente) todo lo ven y que son (aparentemente) observados/observantes todo el tiempo. La apelación es a la configuración de un horizonte aplanado (“final”), por reducción, grado cero, aparente, de la violencia, es decir, del poder soberano (incluso, y como principio, de sí) Pero donde es la excepcionalidad (Schmitt, Benjamin, Agamben), es decir, la irrupción de una violencia localizada en tiempo y espacio, y arrasadora, por parte de una entidad hegemónica (y que lo es por su capacidad y legitimidad excepcional), la que configura el trasfondo intocable de un orden en apariencia armónico.

El pretendido discursivo neoliberal dialoguista, en donde la soberanía deviene, dijimos, una forma insurrecta, sobre todo para las llamadas periferias. Desplazadas de una centralidad política – enconómica – cultural, la legitimidad enunciadora que se les asigna es la de una loa a la frontera liberada para el capital transnacional, antípoda exacta y sintomática de la cerrazón impenetrable del centro enunciador. Así, la pregunta por la soberanía, deviene una afrenta al poder hegemónico que incluso hace ver, en tal interrogación, un anacronismo conservador.

Tanto el liberalismo como el neoliberalismo, han hecho de la cuestión de las fronteras su sino. Desde la libertad de conciencia a una libertad de mercado, liberar las fronteras devino su estrategia. Y la pregunta por la soberanía es de hecho una pregunta por los límites. Ya que donde comienza mi territorio es donde comienza la posibilidad (siempre en disputa: hacia afuera, hacia adentro) para auto definirme, auto gobernarme. La enunciación progresista de la no-frontera, de la desterritorialización, que hipócrita/cínicamente el neoliberalismo asume y consuma, no es más que una estrategia que sólo funciona incumpliéndola e imponiéndosela a otros. Que intentando “ingresar al concierto mundial”, cumpliendo tales designios del dialoguismo aperturista, asumen y se condenan (en casos, de modo celebrado, deseado) a una dependencia in-soberana, utilitarista, homogeneizante.

Dirá Georges Bataille, que la expulsión de la violencia de la sociedad (intento siempre vano y reaccionario) configura: un “mundo homogéneo”, reino del orden y la razón instrumental, “erigiendo así una sociedad de lo útil, dentro de la cual cada individuo vale por lo que produce renunciando a la soberanía” . Y que el mundo heterogéneo es, por el contrario: “el mundo sagrado, en donde el gasto improductivo, el derroche y el Don encuentran su expresión en la fiesta, el juego, el arte, el erotismo o el sacrificio, pero también en todo lo que la sociedad homogénea expulsa como desperdicio o excrecencia (resto): violencia, desmesura, delirio, locura, etcétera”[3]

La soberanía en el francés es el universo de la pulsión creacionista, in-controlada, des-ordenada. Al menos como mito fundante. Universo de deshechos, locura y erotismo. Territorio del don, lugar donde allí sí la territorialidad geográfica estalla en una intersección e intermediación pugnada por el deseo. Un territorio densificado, inoculado de espectros que conviven de forma tensa, vital con los vivos. Deviniendo los no-muertos una presencia vivificante, incluso -y por ello- cargada de memorias de opresiones y derrotas. Las que se pretenden obliterar en los tiempos transparentes que corren. Memorias soberanas de amor, locura y muerte, parafraseando a Horacio Quiroga. Alguien que hizo de la pregunta del “gobierno de sí” una encarnación factual, una búsqueda infinita (literalmente) Un Werner Herzog, sin la pretensión grandilocuente e ilustrada del alemán, más si mesiánica, de un Fitzcarraldo mesopotámico, configurando y configurándose en una territorio propio, entreverado en lo indómito, haciendo de la forma (de) lo sublime: una vía regia y sanguínea a la soberanía batailleana.

Un universo de sentido que se vincula aquel mediante el cual Daniel Santoro[4] entiende al peronismo (y con él nosotros) Un no-sacrificio sacrificial, es decir, un arrojarse de cuerpo entero al placer común (tanto por lo comunal, popular, como por el placer como fundamento en y para sí). Orden báquico que anida indecible en la vida política institucional de la que no abjura sino que contamina, fructifica. O no del todo decible: el ascetismo, el goce regulado del capitalismo burgués, lo envidia y acalla, lo vuelve lo maldito, indecibilidad que a la postre será su potencia constitutiva. Y una cosa por otra. Principio del goce que hace del peronismo una pasión abyecta. Inextirpable por caminos de humanidad empática, he allí la fiereza barbárica con la que se lo ha intentado combatir: desde las loas al cáncer pasando por los experimentos neoliberales torturadores, desaparecedores y hambreadores. El peronismo como un forma, soberana (e) insurrecta. Un gobierno (del goce) de sí. Afrenta al poder burgués, al tiempo de re-instituirlo, otro. Anarquía institucionalista. Sacralidad gozosa. Herencia, exceso e invención.

Diremos pues que es desde esa concepción de soberanía, que incluye la violencia, en su trasfondo sagrado y popular, deseante y alucinado, desde donde imaginaremos la idea de una soberanía insurreccional.


Nueva Argirópolis

La pregunta por el límite, el margen, el borde es, en una isla, y en la política, la pregunta fundamento. Principio y fin. De lo geográfico (enclave), de la praxis política (cónclave). Martín García es en ese sentido, tanto un enclave como un cónclave mítico. Un enclave-cónclave. Siendo el primero una referencia territorial, geográfica y el segundo un modo de lo político, en términos incluso confabúlicos, una forma de la política propia de la situación de excepción, de emergencia, de quienes no detentan el poder o de quienes en decline intentan fortalecerlo. Un salir del centro, recurrir al margen, para desde allí repensar, refundar o reconquistar el poder. Enclave territorial para un cónclave insurreccional.

La pregunta y praxis del y desde el margen, la frontera, es desde donde la identidad se pone en riesgo y por tanto se constituye. Martín García, de hecho, se vincula a la historia oficial de nuestro país, desde su vinculo con los márgenes de su propia historia. Presidio de los líderes indios (Pincen, Cafulcurá), también lo fue de líderes populares (Yrigoyen, Perón y Frondizi). Su carácter de excepción, de “afuera del adentro”, la hace propicia (única) para pensar las tramas de la política, de sus formas instituyentes y destituyentes. Y si la llanura pampeana, en su límite disuelto era el problema de la nación sarmientina (en el Facundo), el límite demarcado de toda isla, pero más aún, la de Martín García, deviene (también en Sarmiento, el otro, el mismo: en su Argirópolis) estatuto político, poniendo freno (límite) al expansionismo imperial. Si el problema/singularidad de la Argentina era la extensión tierra adentro, también lo es en su extensión, ilimitada, tierra afuera. Martín García así tanto límite preciso, frontera naviera, comercial, como ingreso a la irrigación constitutiva (fin y principio) del Cono Sur, válvula del mapa sanguíneo donde la identidad, lo común, lo propio, deviene flujo espeso, barroso, sedimento.

Y pensar la soberanía, dijimos, tiene (debe tener) un componente utópico, de no-territorio, de no-refugio (no del todo, aun), hogar; de tierra soñada anhelada, pero no tangible, aun: inminencia añorosa. No-tierra, así como el no-muerto define al fantasma en su inasibilidad incluso conceptual. Componente utópico, el de pensar, imaginar, soñar una tierra inexistente, incluso imposible, inimaginable en su exacerbación. Tanto en Argirópolis como en su transducción contemporánea, Nueva Argirópolis de Lucrecia Martel[5] estos componentes insurreccionales (figuraciones estético geopolíticas) son los motores anímicos, inconfesos de la gesta soberana. Y lo que en Sarmiento es un plan sistemático institucional (de invención de lo no existente) en Martel es una puesta en escena de la plurivalencia sígnica, empantanda y pulsional, desde donde la creación deviene una afrenta al monolingüismo de la verba eurocéntrica, positiva, ilustrada. La latencia de un habla común, de una jerga incomprendida e inapropiable por los poderes transparentistas y comunicacionales anida allí, como táctica de la bruma, del murmullo parloteador, para de un horizonte comunal.


Para una insurrección soberana

Si hay un fantasma que recorre el sur, pues, es el fantasma de la soberanía. El de la soberanía de los cuerpos, la soberanía de los muertos (“la soberanía son los muertos”[6]), la soberanía de los pueblos. Soberanías subjetivas e intersubjetivas. Un decisionismo que va desde la elección de la procreación a la elección en términos económicos, políticos, territoriales. El cuerpo, la nación, como territorios propios, vivos, vibrantes, latentes, espectrales.

Ser soberano es poder autogobernarse. Y esta prerrogativa es contrapuesta, dijimos, para el reparto de soberanías en el neoliberalismo neocolonial. Ser soberano. Tener soberanía. Es poder delimitar, marcar una frontera, de potestades y de no intromisiones. Y el neoliberalismo se caracteriza por el reparto desigual de la soberanía sobre los territorios, sobre la capacidad de demarcar límites, fronteras. Los llamados países centrales “convocan” (obligan de modos más o menos sofisticados) a desterritorializarse a quienes dominan, construyendo una retórica académica, celebratoria y emperipollada como un horizonte de expectativas y ensueño. Pensemos en un Arjon Appadurai y su “imaginación desterritorializada”. Él como otros acólitos de un posmodernismo que si está demodé es porque cual huevo de serpiente contenía una tragedia: la contenía tanto por posesión como por evitar su expresión. Se ha pensado a su vez la desterritorialización a la vez como una forma de potencia desnormatizadora (Deleuze). Pero ¿cómo la leemos desde la soberanía perforada del sur? Un sur que no solo es geográfico sino metáfora, práctica de subalternidad.

La actualidad de soberanías periféricas mancilladas desde relatos y prácticas totalizadoras, debe rastrear en el discurso finalista de los 90 uno de sus mojones. Ante ello Jacques Derrida y Fernando Birri se expresaron críticamente. Derrida desde sus Espectros de Marx, desde donde reflexionaba sobre el mentado fin de la historia, vinculado a la caída del muro del Berlín, y que marcaba que el ideario revolucionario (la insurrección total) habría llegado a su fin, al menos como horizonte de expectativas y sueños. Curiosamente otra caída reconfiguró el mundo, en el 2001, la de las torres gemelas. Caída de monumentos, caída de estructuras edilicias. Pero caídas, no ascensiones, expresando una vez mas que es la violencia insurrecta la que mueve a la historia, la que hace a la historia. No con acuerdos firmados en una mesa, sino con el derrumbe inesperado de aquello que parecía incólume, en un gesto de rebeldía y virulencia. Ante la caída del muro de Berlín, decíamos, Derrida recurre a la figura del fantasma, de algún modo evidenciando que aquello (lo revolucionario, el afán insurreccional) no puede morir, sino que retorna, de formas diversas, deviniendo una inminencia, siempre viva. Al fantasma no se lo abjura, se debe aprender a conversar con él. 

Por esos mismo años, Fernando Birri, se preguntaba por el supuesto fin del pensamiento utópico, filmando Che: ¿muerte de la utopía? (1999). Como si fuera una deriva latinoamericana de la compulsa derridiana, el film de Birri a su vez tiene sus singularidades. Si la pregunta de Derrida en algún momento se abstractiza y deviene una árida conceptualización del espectro «en sí» (ontológica, o hantologica, como propone: una ontología de la hantología, le discutimos), en Birri, en cambio, tal interrogación, sintomatizada en el espectro del Che pero que que deriva hacia el concepto de Utopía, se expresa por un lado encarnada, material, colectiva y por otro, decididamente pragmática, y amparada, podríamos decir, en el “principio esperanza”. Tanto por recurrir a sus amigos y referentes culturales de la época (Eduardo Galeano, Ernesto Sábato, León Ferrari) como por extender la pregunta por aparente muerte del concepto rector de la política[7].    

Invocar pues (cual sombra terrible del neoliberalismo) a la soberanía, desde una territorialidad enajenada es convocar a la paradoja de una utopía territorializada[8]. Fuerza paradojal, fuerza del desajuste racional que se articule con la insurrección, que implica proponer autogobernarse, delimitar fronteras, potestades e intromisiones para un Sur que nuevamente se lo desea sumiso (en un sueño de razón neoliberal que engendra los mismos monstruos imperiales de antaño, de siempre), un Sur productor y dador de materias primas, incapaz de pensar otro modo posible para sí, incapaz de auto-pensarse, requerimiento para un auto-gobernarse.

Pensar/cuidar de sí requiere un autoimaginarse. Un conformar no solo una imagen de sí, sino una soberana. Una imagen soberana es una imagen cuidada y que cuida de sí. Más no en expresión solitaria alguna. Semiosis infinita, barroquismo sígnico mediante, a una imagen la arrastra, precede, intuyen otras. Una comunidad espectral imaginaria. Una imagen, pues, un imaginario que autopreserva y sueña su expansión, la de su/la comunidad.


Un fantasma para la nación

Si como reescribe/invierte Fermín Rodríguez, darle un desierto a la nación (necesario para dale una nación al desierto, como sostenía Halperin Donghi) fue darle una imaginería del vacío. De un vacío, un desierto construido sígnicamente para la justificación invasora/expansiva nacional. Darle un fantasma a la nación, diremos, es darle una imaginería de lo que no deja de morir, de lo muerto-vivo, de lo no del todo visible ni invisible, de lo intransparente. Es darle, pues, un carácter de inminencia. De lo que aun no ha sido y está por ser, de lo que aun no puede pensarse pero se percibe, de lo que aun no puede llevarse al acto pero se presiente. Inminencia que debe su acoso a una historia de sojuzgación e insurrección que lo demanda.

Martín García preserva la fuerza mítica, de tradiciones de oprimidos y soñadores. Su potencia es la del fantasma que acosa. La de un imaginario soberano. Ingobernable. Indómito. Trágico. Que no es apropiable por la libre circulación. Ni por la significación cliché. Si nada de lo soñado se pierde en los anaqueles de la Historia (Walter Benjamin informó), menos aún lo de una historia insurrecta (al designio ilustrado) signada por el motor deseante, del exceso, el arrojo sacrificial, la fiesta popular por tanto el haber sido imaginados unos Estados Unidos del Río de la Plata con la Isla Martín García como punto neurálgico de una utopía fangosa, una patria grande en tanto barro creacional soberano que insiste y se combate en los contemporáneos foros neoliberales, tal fuerza mítico- programática no puede fenecer, porque como fantasma, retorna. Praxis espectral: mito y programa, dos movimientos en uno, necesarios en su fusión para el subalterno. Y no podemos hacer menos/más que estar atentos y generar las condiciones para tal re-emergencia, para tal re-aparición, siempre inminente.

(Algunas de estas ideas, de algunas de estas líneas, fueron pergeñadas en la isla. En viajes solitario y acompañados. En instancias de errancia viajera y en otras, de labores auto rastreados. La columna vertebral -por así decirlo-, en el continente -por así decirlo-, como parte de la exposición en el Seminario Utopía Sur -Proyecto Martín García-, de donde también extraje algunas citas, ideas, influjos. Agradezco pues a quienes posibilitaron estos periplos -Javier Barrio, Antonella Casanova, Matías Rodeiro, José Hage, Gustavo Miguez, Maia Gattas Vargas- que no acaban, ni de cuerpo presente, ni fantasmal, ya que siempre estoy volviendo, siempre estoy llegando)


[1] Seminario que pergeñamos junto a Javier Barrio, coordinador del Proyecto Martín García, en el que Utopía Sur estuvo enmarcado

[2] En Las formas del orden (Ed Astillero)

[3] Sonia Rangel en «Georges Bataille: imágenes de la soberanía». http://reflexionesmarginales.com/3.0/georges-bataille-imagenes-de-la-soberania/.

[4] Ver en Carapachay Nº 3 la entrevista al propio Daniel Santoro donde elabora alguna de estas ideas.

[5] Film trabajado por José Hage y Gustavo Miguez en el Seminario Utopía Sur

[6] Esto dice un ex combatiene de Malvinas en la fallida (como mínimo) película “La forma exacta de las islas”.

[7] En Ata tu arado a una estrella Carmen Guarini recupera aquella propuesta de Birri del 99, la extiende a la propia figura y obra mítica al tiempo que mitificante del director santafesino, y de algún modo reactualiza en el siglo XXI (de retornos socialistas y replicas neo fascistas) la pregunta por el fin de los grandes relatos, de los mitos, del fin de la utopía.

[8] El vínculo entre topos y utopos, la “Utopía” de Moro, tendría un territorio determinado, Cuba, según Ezequiel Martinez Estada (citado por Matías Rodeiro en el Seminario Utopía Sur)

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