En 1945, Juan L. Ortiz comienza a traducir y a publicar en una columna que administra en El Diario, las notas que una “escritora desconocida”, como la llama Sergio Delgado, había publicado en Vendredi entre 1936 a 1938. La escritora desconocida se llama Marie Colmot, es muy joven cuando escribe las columnas en el semanario socialista y muere a los cuarenta y tres años. En las notas que EDUNER publica bajo el nombre de En la naturaleza (2015) encontramos enormes y sorprendentes paralelos temáticos y geográficos con la obra del poeta entrerriano: cierta espiritualidad oriental, la geografía del río, la orilla, su clima. Gracias a la gentileza de EDUNER compartimos en Carapachay uno de los textos de la escritora francesa traducidos por Juan L. Ortiz.
Hemos caminado largo tiempo bajo techo cuidando sólo de evitar los bofetones de las pequeñas ramas de avellano y las trampas cautelosas de las zarzas. Y de repente he aquí que el lugar baja; un olor descompuesto sube entre los árboles; una suerte de silencio vacío planea en redondo como un buaro. Un poco más lejos la tierra se hace blanda, una hierba espesa y escurridiza se aplasta silbando bajo las suelas. Luego oímos un ruido líquido, un glu-glu espeso lleno de cieno y de gas maloliente. Solamente entonces vemos una claridad entre los pinos y sabemos que el estanque está allí.
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Es difícil decir dónde comienza. Hay bancos de cañas hasta en su parte media, los cuales mecen sobre el agua nidos de cercetas fijados por un hilo hecho de hierbas. Pero hacia los bordes ellos retienen algo de tierra entre sus raíces; un poco más lejos, y más todavía, y eso deviene una especie de prado ahogado de agua, con tallos huecos cortados por la mitad y secos, y sauces enredados de hierbas hasta en lo alto de sus ramas, como después de una crecida. Se extiende bastante esta tierra inútil; preguntan: “¿Qué significa esta gran llanura inculta bordeada de bosques?”, y es el extremo del estanque, el que será cubierto de agua este invierno. Por el momento él se seca, preparando sus miasmas; este verano, con el gran calor del mediodía, se establecerán allí cocinas pestilenciales: sólo en las orillas, ahora, hay barro y charcos y blandura viscosa; en las orillas donde hay millones de huevos de moscas y de mosquitos, las larvas carniceras, los renacuajos. Pero en el fondo, hacia los bosques, apunta una berberídea de largos cabellos que el ganado podría pacer y que está llena de flores blancas con venas rosas, con escamas bordeadas de pestañas como pequeños párpados: “la diosa de los pantanos”, de olor dulce y áspero.
Sobre esta tierra de ciénaga nunca estamos seguros de lo que hacemos: aquí, el pie encuentra resistencia como en otros lugares, y allí, el agua se ha infiltrado por debajo y la tendrás de pronto hasta la altura del tobillo mientras que una especie de llamado pérfido te aspira el pie hacia el fondo y te hiela la sangre. Permanecerás allí con todo el peso de tu cuerpo; te dices que terminarás por hundirte y que esa es una sucia manera de morir; y de un salto te tiras hacia lo seco, lo que hace un horrible ruido de labios cuando el lodo suelta la suela: donde estaba tu pie hay un hoyo profundo con agua beige dentro. Diez pasos más adelante, eso vuelve a comenzar, a pesar de que habías subido hasta la orilla; pero es que estas tierras se embeben progresivamente a través de vetas que tú no conoces; o quizás hay manantiales invisibles. Más vale seguir hundiría, algunas veces cubierto de hierbas acostadas como si un gran viento hubiera pasado.
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Pero no es suficiente dar vueltas alrededor de un estanque; hay que andar sobre él. Es raro que no haya una vieja “chata” aquí o allá, amarrada; aun si la cadena la sujeta bien, podemos embarcarnos; esto vale más que quedar en la tierra. Nos sentamos en la punta, volvemos la espalda a la ribera: estamos en medio de la vida acuática. Vemos como hace falta poco viento para sacudir las espigas llorosas del “junco de los toneleros”, para frotar la una contra la otra las hojas cortantes de las grandes massettes y hacer ese ruido sedoso que es uno de los cantos del agua. Tenemos todo el estanque delante de nosotros, con sus anchas planchas sombrías y lisas, con su canal cortado entre las islas de cañas, con sus ensenadas florecidas de lirios y de ese pequeño ranúnculo blanco que se llama grenouillette.
Si no es demasiado enredado de hierbas, sin embargo, es mejor. Veinte redondas hojas de nenúfar en pleno medio, con algunas flores amarillas, rígidas, inhumanas, o, por suerte, la copa dentellada de alguna ninfea, y por todas partes tanta agua libre como es posible para reflejar el cielo…
Entonces, vemos pasar nubes en la altura, nubes abajo, y estas son apenas más plomizas que aquellas; vemos volar golondrinas en el agua; su reflejo no se descompone sino cuando rasan la superficie para atrapar una mosquita. Al menor ruido se moja también las alas como esta, y rebota: no se sabe de dónde viene. Precisamente yo hubiera jurado que ese perro que ha ladrado está a la izquierda, sin embargo –lo conozco en su voz ronca– es el de Centimaisons, que está a mi espalda. Pero sólo los ruidos lejanos rebotan sobre este tambor líquido; los del estanque mismo, no nos engañan. Cuando eso cuchichea entre las cañas, no tenemos más que volver dulcemente la cabeza para ver pasar entre los tallos el largo y fino cuello mecido de la fúlica; cuando eso hace un inflado “plouf” en medio del estanque hasta hacernos creer que un barco entero ha zozobrado, si tenemos alguna experiencia, sabemos que es sólo la abuela carpa que acaba de saltar, llevada por su impulso, rompiendo el techo de agua sombría. Oyes flautear la rana al mismo tiempo que ves temblar la piel fina de su garganta y que te mira, aferrada por una pata al tallo de una sagitaria, como un nadador que reposa.
Cuando ha desaparecido la luz misteriosa de las cinco en que el sol parece lanzar de golpe todo su dorado, un paisaje enteramente nuevo se recrea en una tonalidad fina y fría; un paisaje en que retroceden los límites del espacio y tiempo quizás para acoger la inmensa noche inquietante… Momentos antes, hacia la derecha, la sombra que suda el borde de la orilla plantada de pequeñas encinas y de abedules era dulce y ligera, y la de la otra orilla, tan negra como el espeso follaje de sus pinos. Pero ahora todo se unifica; tu estanque se vuelve infinito, nacarado, cristalino, irreal. Si no hubiera estos dos patos que dan vueltas arriba antes de abatirse, el largo cuello tendido para dirigirse mejor en el viento…
El estanque bajo el claro de luna, con su pesado maleficio… El estanque de las noches cerradas en que los jabalíes vienen a beber, moviendo la cola de júbilo y grabando fuerte en el barro sus pequeños pies hundidos… El estanque paralizado bajo el hielo…
Es en estos lugares agonizantes donde se gusta más la dulce vejez de la tierra.
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¿Sin remordimientos?
Yo sé de una chica, la mayor de diez, cuya madre ha muerto este invierno, y que vive con un padre alcohólico a menos de una legua de aquí. Esta chica mira quizás el estanque con ojos distintos a los míos, con ojos calculadores que eligen de antemano el lugar más profundo para el día en que tenga demasiado peso en el corazón… ¿Qué es lo que hago por ella? Por ella y por los millares de niñas siempre atadas por un hermanito escrofuloso; por ella y por todos los chiquillos comidos por microbios; por ella y por todos los pequeños desventurados de España; por ella y por los sin trabajo; por ella y por los exiliados; por ella y por los obreros engañados; por ella y por… Me detengo: son demasiados.
Esta marea de miseria cubre mi bello estanque, la paz se borra delante de la angustia. Hombres de buena voluntad, ¿no vendrá un día en que podamos soñar ante la belleza de la tierra sin temer que este sueño sea una traición?
6 de mayo de 1938.