Francisco Bitar-Mariano Quirós

Convocamos esta vez para el diálogo epistolar a dos notables escritores nacidos a orillas de unos ríos ( puede ser el Paraná, puede ser el río Negro) en donde, de un modo más explícito o de un modo menos directo, esa geografía irrumpe como tema, como personaje o como ausencia en sus obras. El chaqueño Mariano Quirós y el santafecino Francisco Bitar nos regalan una hermosa reflexión sobre esa zona que «los empuja como la corriente» y que, al igual que la escritura misma, habrá que ver «hasta dónde» va.

 De Bitar a Quirós

Mariano, querido, me disculpo desde el vamos: lo que sigue tendrá un tono autobiográfico, incluso confesional. En todo caso, el contenido lo será. El tono va a ser más bien de notas bajas y apagadas, como el tono de llamada que suena en la silla, desde adentro del pantalón.

Hoy es jueves y ahora es de noche. Mi ventana da al patio de un bar que trabaja de punta de martes a domingo. Digamos que los martes la música suena a un volumen bajo y que el miércoles nos acordamos con mi mujer y mi hija de que el bar está ahí. Los jueves empiezan los problemas.

Y supongo que los problemas no solo empiezan porque suben el volumen de la música sino también porque mi posición ante el día jueves (un día, digamos, limítrofe en la disposición de la semana) no es la de antes. Para resumir: si hace pocos años yo estaba ahí abajo, tomando cerveza y pegando alaridos, burlándome en la cara del día de sobra que tiene la semana laboral y dispuesto a pagar el precio por hacerlo, ahora estoy de este lado, soy el que saca medio cuerpo por la ventana y les grita que se callen.

El caso es que, por más que lo hago desde hace tres años, y por más que, en noches de locura, hubiera bajado en calzoncillos a quejarme, el jueves siguiente los bajos hacen temblar otra vez la persiana de mi dormitorio. Y lo considero una verdadera traición, desde que una y otra vez les recuerdo a los dueños que, aunque a ellos les resulte indiferente cualquier prurito moral, yo me niego a hacer la denuncia. Porque una cosa es ser de pronto un adulto y otra muy distinta es convertirme en un buchón.

Digamos que mi fe en la humanidad, en el mejor de los casos, dura hasta el jueves. Y es hoy que, en lugar de masticar un insulto hasta, finalmente, escupirlo por la ventana, te escribo. Parece una introducción algo larga, pero toca de lleno el punto del que quiero hablarte.

Últimamente sigo en Netflix la serie Brooklin 99, una especie de The office aunque situada en una comisaría y sin ninguno de sus aciertos narrativos. No es para recomendar, como dicen, enfáticamente, pero si, como a mí, te gusta que te cuenten un chiste, aunque sea malo, antes de irte a dormir, es la serie indicada.

La cuestión es que al final de la tercera temporada traen a la comisaría a CJ, el nuevo capitán. CJ representa lo contrario de Holt, el capitán anterior: es distraído (mientras que Holt era aplicado), es descuidado (mientras que Holt era el colmo de la concentración), ha llegado a asumir un puesto de mando por pura casualidad (mientras que Holt hizo una carrera abnegada y brillante) y es, se diría, un heterosexual despreocupado (mientras que Holt era un homosexual militante). Para graficar lo que te digo: al llegar, CJ ofrece su discurso de presentación en jogging y nota que los lleva puestos recién cuando se lo advierten. Hasta ese punto llega su desorientación. CJ es blanco mientras que Holt era negro.

De más está decir que CJ me simpatizó desde el principio. Pero como toda simpatía en un contexto sentencioso como el de la televisión, yo sabía que mis minutos con él estaban contados y que tenía que apurarme a quererlo. Apurarme a fantasear con, por ejemplo, una comisaría futura en la que los crímenes se resolvieran casi por sí mismos, ante la mirada de desdén de unos detectives entregados al ocio y la contemplación. Porque si bien en el Distrito 99 todos son algo disparatados, nunca pierden el norte. Odian a CJ, lo condenan en secreto y no tardan en tramar un plan para barrerlo del mapa. Odian su negligencia, odian que toque el bongó sobre el escritorio.

Y si bien era obvio que el fin de CJ estaba cerca, incluso mediante la trampa que le tienden estos detectives que hasta acá habían llevado una conducta intachable, me decepcionó la actitud de los guionistas que, en el capítulo siguiente, hacen de CJ un criminal, con el claro fin de justificar la cama que le hicieron sus subordinados. Esa farsa argumental (porque alguien como CJ nunca tendría la energías suficientes para atentar contra nadie), ese ripio, me hizo sentir más solo.

Tengo una debilidad por ellos. Los negligentes, los hipocondríacos, los cobardes, los deprimidos son mis hermanos. Y esto ya no lo digo con la vena anterior, sino al contrario, con esperanzas. No son esperanzas de organización, claro, porque el déficit, uno entre tantos, de estos hombres y muejeres es que no pueden organizarse: no pueden formar la columna “La depre” para invadir la plaza del pueblo (esta imposibilidad de organizarse es también su fuerza).

Y bueno, además de ser mis hermanos, o justamente por serlo, son también mis personajes y, en tanto tales, me enseñan a vivir.

También aspiro a que la lengua que hablo con ellos o a través de ellos esté por fuera del lenguaje decoroso de la televisión. Y por fuera de la lengua automata de la fiesta que hablan en el bar de al lado. Nuestros personajes nos llevan en esa dirección, es la manera de ser fieles a ellos: ni el discurso sentencioso de los moralistas ni el discurso de cotillón de la autoayuda. Otra lengua.

Y, al cabo de ambas cosas, lengua y personajes, agrego esta otra cuestión que seguro me ayudarás a develar, la pregunta, digamos, por el argumento: me pregunto si no tendrá que ver con todo esto, con la imposibilidad de hacerse un lugar entre los discursos, que nuestros personajes, o algunos de ellos, escapan, se pierden, desaparecen. Una progenie que creo empieza con Wakefield y que quizá tenga su ascendencia en Dafoe. Y una cosa más: ¿por qué suele ser el río el lugar de ese exilio?

Los que duermen en el piso, al lado de su cama vacía.

Los que se acercan a mirar el día por la ventana con los cordones desatados.

Los soldados que huyen pero no sirven para ninguna otra guerra, y que podrían estar incluídos en una novela cuyo título le cabe, creo, a nuestra generación: Demasiado joven para una guerra, demasiado viejo para la que sigue.

Yo digo, seamos como ellos: escribamos hasta que la caspa que cae de nuestras cabezas y baña los teclados, puentee los circuitos y destruya nuestras computadoras.

Contame.

Te abraza,

Bitar.

***

 

De Quirós a Bitar.

Francisco querido,

ya lo decía mi abuelo: “Para nadar, el río; y para río, el Paraná”. Pasábamos los fines de semana en Paso de la Patria y él, mi abuelo, bajaba al río temprano a la mañana. Tampoco tan temprano. Tipo nueve, digamos. Bajaba y, jabón en mano, se mandaba río adentro. Y se bañaba ahí, con esa agua. A mí, que por entonces andaba por los siete, ocho años, me daba asco. Me parecía absurdo que con el agua del río, amarronada y llena de porquerías, uno pudiera limpiarse. Pero también es cierto que siempre fui muy remilgado. Ver el picoteo de las mojarras, que se enloquecían con la espuma del jabón y se aglomeraban alrededor de mi abuelo, me espantaba. Soy de los que entran al río cuidándose de no pisar alguna mugre del fondo; de los que sienten el escalofrío trepando por la espalda si llegan a pisar una puntita de barro. Las cosas que pueden esconderse bajo el barro. Las cosas que habremos pisado sin enterarnos. Así como le pasaba a la hija de Joyce con su padre, ahí donde mi abuelo nadaba, yo ensayaba estilo perrito.

Con el tiempo, no me quedó más remedio que aprender a nadar y así constaté, entre otras cosas, la máxima de mi abuelo: para nadar no hay como el río.

Hará cosa de un año, por su embarazo, a mi mujer le recomendaron que hiciera natación. Fuimos juntos y nos inscribimos en un club. El encierro, el olor a cloro, el agua aceitosa, me hicieron pensar que, después de todo, mis remilgos con el río eran de lo más exagerados. Si cumplía con los ejercicios —cierta cantidad de largos a puro pataleo, a pura brazada, combinados y vuelta a empezar—, si cumplía era por mi mujer: me avergonzaba que ella y su panza de embarazada completasen cada tramo con garbo y sutileza; mientras que yo bordeaba la taquicardia entre espasmos y buches de cloro. Entonces me daba por añorar el río.

El Paraná… Taimado y elegante, el río es tan fiable como los jueves —esos que tanto te martirizan—, los jueves de nuestra juventud: dejarse llevar puede ser fatídico, pero quedarse con las ganas suena indecoroso. Como el amigo que insiste para que sigamos, que la noche —o por qué no la hermosa mañana— promete. Hay mucho por delante y nadie asegura que podamos pasar dos veces por el mismo jueves ni, mucho menos, por el mismo río. (Bueno, Monterroso decía que si el río es lento y tenemos una buena bici o un buen caballo, sí que podemos bañarnos dos —e incluso más— veces en el mismo río).

Un río que visitaría dos veces es River, serie que, como Brooklin 99, también podés ver por Netflix. Me animo a recomendar River —la serie, nunca el cuadro de fútbol (perdón, no pude contener la alusión)— enfáticamente. ¿Por qué? En buena medida porque dura meros seis capítulos, pero más que nada porque su protagonista —John River (Juan Ríos, qué lindo sonaría una versión argentina litoraleña)— su protagonista bien podría ser un personaje de esos que añorás: un hombre perdido, un hombre que habla en una lengua que choca contra el mundo; un hombre que, de hecho, habla con los muertos. La serie es inglesa y sucede, casi toda, en una Londres de apariencia tercermundista. Por eso, supongo —y como no conozco Londres puedo decirlo con absoluta autoridad—, nunca Londres se me hizo tan hermosa como en River. John River, te decía, es un policía a quien le han matado la compañera de trabajo. Stevie, es la compañera. Y aunque está muerta —se puede ver, incluso, el agujero que le hicieron en la cabeza—, aunque muerta, está ahí, la ves en la pantalla, divina y abrumadora. Stevie habla, no para de hablar, le dicta a John cuál es el camino más conveniente para resolver el caso. Stevie es la alegría, la vida intensa que estalla en tu cara; John River, la pesadumbre, la certeza de que el mundo se derrumba. Ella está muerta, él daría la impresión de estar vivo. Juntos, deben resolver el asesinato de Stevie. ¿Pero importa, en River, resolver algo? ¿Acaso importó alguna vez?

Mi problema en todo caso, Francisco, es con Netflix. Me da miedo Netflix, también una cierta repulsión. La idea de que me aliena, de que me habla con la misma lengua que usan los del bar, ahí bajo tu ventana. Además de que leí, demasiadas veces para mi gusto, que en Netflix, en las series de Netflix, está lo mejor de la literatura actual. Chau. Me pego un tiro en la mano. Hace ya tres años que me instalé en Buenos Aires. Llevo una vida vulgar, y si no fuera por el sopapo que provocaron el embarazo de mi mujer y el consecuente nacimiento de mi hijo, es probable que muriera de aburrimiento. Pero en estos tres años lo que no ha dejado de impresionarme es el gesto ensimismado, triste, de los pasajeros del transporte público. En parte se explica, el gesto, por lo mal que han votado, porque cada día tienen menos de qué agarrarse y les cuesta mucho admitirlo. Por eso, me digo, agachan la cabeza y clavan la mirada en el celular. Yo me asomo, como buen chismoso, y veo lo que ven. Y ahí está, omnipotente y pendenciero, el logo de Netflix. Soy un hombre de voluntad más bien débil y nada me cuesta imaginarme atado a un vicio tan caro como el de las series. Cuando escucho o leo la expresión “maratón de series” me invade como una extraña melancolía y es entonces que, de nuevo, quisiera dejarme arrastrar por un río bruto y correntoso. Un río que me ayude a escapar, que me ayude a perderme. Como hacen los personajes que nos gustan.

Voy de una orilla a otra.

Te invito y te abrazo,

Mariano.

***

 

De Bitar a Quirós

Amigo, después de un crudo invierno sentimos en Santa Fe que un viento fresco sobrevuela la ciudad. Es el clima ideal y jugamos a que va a durar para siempre, pero en el fondo todos sabemos que ese fresco sopla por encima de una base indoblegable: cerca del piso, el aire empieza a caldearse y andamos ya, un poco en recuerdo del último verano y de los veranos anteriores, como si tuvieramos que hacerlo sumergidos hasta la cintura en piletones de algún potaje denso y caliente.

Después ese vaho sube, se condensa y se produce aquel fenómeno que llamamos lluvia y que en parte cae con el esfuerzo que hicieron nuestras piernas al abrirse paso por la calle: es una lluvia lenta y trabajosa.

En fin, quiero contarte que con la lluvia de los últimos días el agua entró por el caño del escobillón que por un error de cálculo habíamos dejado afuera del lavadero y que nadie en casa salió a rescatar.

Ahora, sin importar cuánto lo sacudamos del derecho y del revés, el agua sigue bajando por el caño y los flecos plásticos dejan, al barrer, su huella pastosa hecha con la mezcla de bichos de la humedad y restos del trajinar diario.

Y bien, me doy cuenta de que ese rastro húmedo que conduce a las habitaciones es todo el río del que puedo hablarte.

Y no me refiero solamente a este hecho específico, a, digamos, mi experiencia personal o reciente del río. Se trata de una aversión sin fecha, un temor por el río en general.

En mi aldea, al contrario de lo que ocurre en la aldea de enfrente, la entrerriana, el río no es algo de lo que se hable de manera inspirada y mucho menos con un impulso celebratorio, como si se recordara a un padre protector.

El río, en la ciudad de Santa Fe, es un padre despiadado: no permite a sus hijos que se bañen en sus aguas y crece de manera pasmosa y repentina, llevándose al mundo entero por delante. Es el padre estragante, como dijo aquel pensador que no meditó tanto sobre ríos como sobre padres, pero que, para nosotros, estaba haciendo las dos cosas a la vez.

El padre: ese del que nunca se está seguro.

Por eso es que en Santa Fe el río no se nombra, de la misma manera que, al no mencionarlos, se conjuran algunos demonios o se procura desmaterializar a los ex novios de la mujer de uno.

Incluso podría decirte algo más: por sus loas al río es que se reconoce al falso poeta santafesino, o, en todo caso, al poeta santafesino disfrazado de entrerriano. Es un clásico, Santa Fe contra Entre Ríos, el super clásico (dejame exagerar) de la literatura argentina. Y me demoro en esta exageración porque no deja de representar un claro ejemplo de aquellas cuitas que, según recuerdo de mis días en esa noble institución, la poesía del litoral argentino, los poetas aman cultivar, y que, en la vereda de los eventos literarios, mientras se sale a fumar y a tomar cerveza, se dicen a los gritos, un poco en serio y otro poco en broma.

Capaz sea mucho menos que eso, capaz no exceda una escala menor, un Springfield vs. Shelbyville. Capaz ni siquiera pueda hablarse de un enfrentamiento entre una y otra aldea sino de transición o de continuidad. Pero dejo constancia acá de algo que se rumoreaba entonces, con lo que jugábamos a chicanearnos con mis amigos poetas de Entre Ríos.

La experiencia me ha demostrado que, de estas cosas dichas de manera un poco imprudente y apasionada, se desprende a la larga lo mejor, o lo más interesante de la literatura.

Entonces: en honor a esas bellas charlas etílicas dejo testimonio de la diferencia que empezaba a asomar, a la manera de un matiz expresivo, a ambas orillas del Paraná: de un lado, el entrerriano, el río ordena; del otro, en el lado santafesino, el río descompone.

Porque si un poeta santafesino habla del río lo hace con una lengua traumada. Y las obras que se desprenden de él son demenciales, repetitivas, balbucean, no avanzan, dicen a medias.

Toda la obra de los más grandes poetas santafesinos (la de Juan Manuel Inchauspe, por hablar del caso prominente, poeta al que amo) podría pensarse en este sentido como una poesía que crece de espaldas al río. O a espaldas del río, como un secreto que el poeta le cuenta a la ciudad y que, al mismo tiempo, la tiene por protagonista.

Al volverse, al pocisionarse de espaldas al río, puede ser que el poeta, en lugar de aquel paisaje exuberante del que viene huyendo, se encuentre con un horizonte precario, de materiales mucho más pobres u opacos, casi inexpresivos. Pero por poco que tenga para ofrecer esa ciudad, por poco que tenga para decir, el poeta la hará crecer a la altura de su amenaza.

Santa Fe puede sufrir todas las consecuencias de un emplazamiento equivocado y la humillación de, siendo la cabecera provincial, haber perdido hace tiempo el poder real, tanto el económico como el político, a manos de Rosario.

Santa Fe puede terminar por ser nada más que polvo en el aire, a lo sumo un accidente en el paisaje, pero pende sobre ella una alarma tal que los poetas la harán crecer de manera equivalente.

A este crecimiento negativo le corresponde entonces algo así como una formación reactiva, en tanto cualquier organismo puesto en un lugar adverso debe adaptarse para sobrevivir, pero también porque le concierne, al arte de la sobreviviencia, una forma. La manera de seguir vivo no podrá ser la de los grandes monumentos civilizatorios: en Santa Fe los puentes se caen, las defensas se parten y las calles se hunden. Al contrario: la adaptación se motoriza con los recursos que hay a mano y, para ello, qué mejor que la estrategia del bicho palito, aquel que, para defenderse de los depredadores, se confunde con el paisaje.

Mirá qué bueno esto: los griegos llamaban al bicho palito con el nombre de phasmodea (aparición) un término muy cercano a nuestro fantasma. Debió ser increíble ver por pirmera vez una hoja o un pedazo de corteza con patas que se movía por encima de un tronco caído y hueco. Pero también creo que habrán flasheado (no hay nada más flashero que los griegos) con toda una biología contraria a su entorno. Porque en el bicho palito el entorno se invierte: donde la selva prolifera con sus amenazas, la phasmodea se comprime y espera; donde la selva se detiene, la phasmodea se levanta y anda.

A esto quizá se deba que nuestros libros aparezcan no a página llena, como los libros-río entrerrianos sino agujereados, con amplios sectores de la página en blanco, como si quisieramos detener ese río textual o, al menos, tabicarlo en segmentos reconocibles.

Hace falta nomás ojear esos libros: nuestras phasmodeas textuales son pequeños tramos de materia portátil imantados por la antimateria que los rodea.

Para ir terminando, una anécdota.

Fui una sola vez a pescar, de chico, con mi viejo y mi hermano. Fue una tarde entera bajo el puente ganada al final por el tedio, incluso más aburrida que todas las tardes aburridas de mi infancia, desde que esperábamos algo más de esta tarde en particular.

Ya había oscurecido y mi hermano estaba como ausente: había visto pasar una rata por encima del acueducto para después cerrarse en sus propios pensamientos. Yo sostenía mi boguero sin ninguna esperanza y hubiera podido emplear mi otra mano en algo útil. ¿Qué hacía uno con la mano de sobra cuando no existía el celular? Yo era demasiado chico para sostener una lata de cerveza.

De golpe, sentí el tirón: no hubo aviso, lo que sea que había tirado desde abajo no tentó la boya. Lo hizo de una sola vez y huyó con la caña. Mi viejo quedó seco y mi hermano aprovechó la oportunidad para largarse a llorar.

No soy muy afecto a la literatura mágica pero te aseguro que mientras termino esta carta veo un bicho de luz en el cepillo del escobillón que, como ya casi es de noche, empieza a titilar entre los flecos.

El mismo espíritu mágico, disfrazado de un principio lógico, diría que, si no vimos cuál fue el pez, cualquier cosa pudo arrebatarme la caña esa tarde bajo el puente.

Para este tipo de estadística, fue el río el que me la arrebató.

***

 

De Quirós a Bitar

Francisco,

“El viejo río que vaaa”, canta Ramón Ayala, y a mí, que soy tan rockero, me estremece su canción. Incluso cuando la canta alguno que para qué te cuento.

Río Negro se llama el río que tenemos en Resistencia. Ese es el viejo río que va y es un río importante, con un curso de agua que supera los cuatrocientos kilómetros. Es verdad que, por temporadas y en algunos tramos, lo que tiene de agua es apenas un hilo viscoso. El río Negro es un río que, a la vista y acompañado del clima chaqueño, da sed. A nadie le recomendaría un chapuzón. Entre otras cosas porque son aguas contaminadas. Nadar en el río Negro, desplazarse a los tumbos entre el misterioso camalotal y emerger para contarlo. Emerger con hilos de agua oscura que se deslizan por tu cara y te arman como un bigote de chocolate.

Alguna vez Resistencia tuvo su balneario, alguna vez el río Negro fue epicentro de su vida social. Hasta había la pretensión de sobresalir en los deportes náuticos. Pero los residuos de la industria taninera y la curtiembre han corrompido al río. Siempre ocurre y temo que suene a lugar común, pero está visto que aquello que, suponemos, es promesa de prosperidad se nos vuelve en contra. Y lo más sorprendente es que se trata de las cosas que valen la pena. Porque muestran, en definitiva, esas cosas, que escapan a nuestro control. (¿No escapa la literatura, pese a tantos intentos por clasificarla, por entenderla, no escapa a nuestra lógica? ¿No es por eso que seguimos dándole vueltas alrededor? ¿No es la literatura lo menos civilizado del mundo?)

El río Negro serpentea por media provincia, cada tanto inunda Resistencia y nos enchastra de su mugre. Cada año hay tibias propuestas para sanearlo, pero en el fondo —y también en la superficie— sabemos que es una lucha desigual. Porque es una lucha contra nosotros mismos y el río es como un mendigo que observa, estoico, el derrumbe alrededor. Tal vez por eso —o seguramente por eso— mantenemos esa lucha.

Tampoco tenemos la gracia de fluir con el río; obligamos al pobre diablo a enredarse en la batalla. Y luchamos juntos contra los intentos de hacer de Resistencia una ciudad elegante, una ciudad que sea nuestro orgullo y envidia del resto. En eso, me parece, en su afán —o resignación— barbárico, Resistencia se parece mucho a Santa Fe. El perturbador paralelo santafesino/entrerriano bien puede reflejarse en un posible encontronazo chaqueño/correntino.

Aunque se lo diga en voz baja, sabemos que fueron parias correntinos los primeros en instalarse aquí, en territorio chaqueño, junto a los indios y también contra ellos. Correntinos desplazados y más pobres que una rata. Como al cosechero de Ramón Ayala, puedo ver a esos mismos correntinos, pioneros miserables, haciendo equilibrio sobre una balsita. Ese desplazamiento y esa proverbial pobreza nos persiguen hasta la desesperación. La mayoría de las veces, hasta la carcajada.

Resistencia, decimos siempre, no es ciudad para turistas. No es país para débiles.

Nunca me animé a los hongos alucinógenos, a los rituales de ciertos tés, al floripondio, al cucumelo y a toda esa larga lista de búsquedas más o menos elementales. Pero supe de la experiencia de un amigo. Sentado a orillas del Paraná, del lado correntino, con solo estirar un brazo y mover los dedos de una mano podía, mi amigo, acariciar las copas de los árboles que se veían acá, del lado chaqueño. Acariciaba los árboles y los sentía como dulces enramados de brócoli. Se me ocurrió pensar, entonces, que el tan mentado desmonte chaqueño no era más que la obra perversa de un correntino alucinado.

Pero resultó que no. Es la elasticidad de la mente, me explicó mi amigo —que, no es casual, escribe poesía—, es la elasticidad de la literatura. La elasticidad del lenguaje.

¿Sirve un hongo para escribir un poema, para hilvanar un cuento? Hay amigos a los que, pareciera ser, les sirve.

De todos modos, como buen chaqueño, lo que admiro de los correntinos es su cercanía, su trato, con un río como el Paraná. Hay quien dice que así como Corrientes está hecha de agua, pura agua, así mismo el Chaco es pura tierra. Debe ser por eso, digo yo, que cada verano se ahogan tantos chaqueños en aguas correntinas.

Pero, como un buen cuento, Resistencia alberga por lo menos dos historias. Sus inundaciones son siempre legendarias. Mi amigo Gerrmán Parmetler simplificó el asunto y en sus cuentos recreó la ciudad con el nombre “Lagunas”. Resistencia es una ciudad chica, su territorio es pequeño. La única manera que encontramos de ganar espacio fue rellenando lagunas, echándoles tierra encima. Temerarios, medio brutos, ahora caminamos sobre el agua. Pero no es un agua mansa —qué agua lo es—. Dicen los que saben, y los que no sabemos nada también lo decimos, que las aguas arrastran en su lento fluir el espíritu qom, wichí, moqoit, abipón y chiriguano, el espíritu de los pueblos indígenas que arrasamos para cubrir de cemento al viejo mundo. Basta entonces con que caigan un par de gotas para que aquel espíritu bloqueado resurja y, al menos por unas horas —a veces durante unos cuantos días—, el mundo ancestral nos inunde de agua podrida. Así quedamos, así vivimos, chapoteando en nuestra hermosa podredumbre. Resistencia es una vuelta de tuerca a la vieja y querida teoría del iceberg.

Los chaqueños nadamos mal, ya lo decía en mi carta anterior. Y es probable que así también escribamos: mal. Me tienta la ramplonería de unir el agua, el fluír del río, a la escritura elegante; y fundir la tierra, el polvo brumoso del territorio chaqueño, a esta manera tosca de escribir. Como si en vez de una birome o de un teclado, escribiésemos con un hacha.

Pero Resistencia, nos repetimos, es una ciudad joven. Eso nos sirve de excusa para muchas cosas. Entre otras, para transitar sin culpa ni pudores una adolescencia plena y tardía. Eso también somos: un adolescente orgulloso y feo que le hace pito catalán a la pulcritud y buen gusto de la orilla de enfrente.

Me pregunto si alejarme de Resistencia, como hice en los últimos años, no conspirará contra mi propia adolescencia. Mientras tanto mi hijo, enganchado a la teta de su madre como una sanguijuela, me mira de reojo.

Nos empuja la corriente, Francisco querido, veamos hasta dónde.

Te abraza y bracea,

Mariano.

 

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