Sobre la poesía de Alicia Genovese por Jorge Consiglio

La poesía de Alicia Genovese tiene un movimiento similar al del agua; es un dinamismo constitutivo, podría decirse, un ingrediente medular de su naturaleza. Incluso cuando el pulso verbal parece detenerse, cuando la palabra entra en sosiego, por debajo, en un sustrato íntimo, conserva una prontitud esencial que cohesiona el texto y favorece la multiplicación de sentidos. El movimiento –un zigzagueo– es sosegado y se da como si cada verso hiciera fintas con el que le sigue, un desplazamiento leve, levísimo, que termina en un viraje –una serena rotación− en la coda del nuevo verso. Esta actividad es un sonido, y este sonido es también idéntico al del agua. Los escritos de Genovese –que apuestan, a un tiempo, a lo concreto y a lo especulativo− están impregnados de trashumancia: en cada palabra resuena o, mejor, en cada palabra se invoca la idea de traslación, de marcha, de camino. Este tráfico, antes que cualquier otra cosa, es la enunciación de un deseo. Andar supone una expectativa firme –la puesta en acto de una incertidumbre− y una entereza. La voz de Genovese se plantea desde la eventualidad y la avidez; en su poética hay dos pilares decisivos: el horizonte como expectativa y la posibilidad del extravío. En un libro de 2000, Puentes, hay unos versos que soportan lo que digo: “el puente se tiende / fuera de sí / se abre al llamado / de la autopista / boca húmeda del camino / borde apenas rojizo /donde solo cuenta / tu disposición / para el presente. Armar / con lo que haya / la fogata, el festejo / hacer de lo quieto / fruición. Desarreglo / del movimiento constante / y pérdida / perderse”.

En estos poemas, el desplazamiento se opone a la avidez. No supone una mirada hacia el mundo –hacia la naturaleza del mundo− distorsionada por el apremio, sino lo contrario: la velocidad de la travesía habilita la ocasión apacible. En este lapso, la mirada se adapta al tempo y a la maleabilidad del paisaje. El ojo lírico de Genovese recompone lo cotidiano, en tanto materia y abstracción, a partir de la extrañeza del que deambula. Se focaliza en el detalle –y en el instante del detalle− para celebrarlo; es una consagración pagana de lo minúsculo. Y en ese acto no existe afán de exégesis sino una impronta de deleite y la más pura vocación dialógica. En otras palabras, el tránsito presupone pluralidad de espacios: “Ni un espacio invasivo / ni un fuera del mundo / una tercera orilla, / un lugar que se acomoda / poroso en la madera / un lugar que mantenga / abierto el mundo “. En esta estrofa, que es la última del último poema del libro Química diurna, aparece la noción amplia de “tercera orilla”; sin embargo, inevitablemente, siempre existe un lugar en ausencia, una zona como la que aparece en el poema “Uvas rosadas” de Joaquín Giannuzzi, en la que el yo lírico vive exiliado de un reino exuberante y fresco, cargado de agua, un reino que está en el interior de las uvas y que solo puede ser intuido. Este exilio, esta “marca de privación”, implica una añoranza incierta, una nostalgia, que es otro de los elementos de la poesía de Genovese. No obstante, esta melancolía, que se cifra en un atisbo –y, al mismo tiempo, un anhelo− de infinito, se presenta en su estética fundida siempre con una memoria cariñosa, como si la oquedad, esa resonancia grave de la ausencia, resultara una sustancia feliz –aunque amortiguada− para el ánimo y, de esta forma, se librara de la oscuridad del duelo eventual. Así es: los textos de Genovese dan cuenta de una alquimia en la que la frontera se disuelve, se transforma en puro enunciado. Hay un rastro de esto que pienso en el segundo poema de Química diurna: “giro / luz de las primeras horas / que cambia los objetos / deseclipsa la mirada, / pone en fuga el monólogo / diario de deber / y conflicto; / viento en círculo / sobre las hojas, / primeras hebras / de un tejido para improvisar; / nevada amarilla desde los árboles / sin especie identificable “. La poesía de Genovese está impregnada con la cadencia de esta materia activa –de sus entresijos−, de ella se nutre y con ella organiza la gracia de su paso, su metafísica y su manera cautivante –e impar− de merodear.

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