Martes Por Tomás Schuliaquer

César toma un trago de birra y se saca la campera. Pregunta si el bar estará abierto mucho más y yo le digo no sé, nunca vine. Él cuenta que siempre viene antes de cenar, para el happy hour, es la primera vez que viene después. Le digo que yo igual en un toque me voy a dormir y me dice que no, vamos, que habló con Mick y con Marco, ahora vienen. Me agacho, como para atarme los cordones, y por debajo de la mesa le miro los pies a César, no alcanzo a verle las medias. Cuando vuelvo a sentarme como antes, César insiste que me quede. Llegan y me voy, digo, la verdad es que estoy cansado. Me pregunta de qué, y le digo que estudié toda la tarde, que aparte el frío me da sueño. Frío es otra cosa, dice, y yo le digo que para él que está lleno de medias. Me dice qué y le digo que no importa. Insiste en que le diga y yo le cuento que en Buenos Aires nunca hace mucho frío. Él me dice que en Maracaibo se muere de calor, es al revés, como nunca tuvo frío, ahora que de verdad lo siente, lo quiere aprovechar. Pienso que a mí también me encantaría aprovechar el frío pero me faltan mis medias. Quiero tomar vodka por la pajita, sin ayuda de las manos, y se me escapa. Trato de agarrarla con la boca y me imagino que soy un pacman. César se ríe y dice que parezco un pez, que tome como hombre, del vaso. A mí me gusta así, le digo, y ahora con las manos me acerco la pajita y absorbo pero el líquido no pasa. Entonces veo que el plástico azul de la punta está pegado y con el dedo índice y el pulgar aprieto los costados para separarlo. Me pongo nervioso porque no me sale y siento un escalofrío en los pies, me acuerdo que cuando juntábamos figuritas con Marian, Gero y Pochi, siempre tardaba más que ellos en despegarlas, y no les pedía ayuda hasta que no me aguantaba. Le digo a César que esa pajita es una mierda, él se ríe, abre mucho la boca. Él es el pacman y yo soy su comida. Dice que ellos le llaman sorbete, me señala y dice sin las manos, que a él le gusta sin las manos, y mueve la cabeza hacia arriba y abajo exageradamente, después hace un ruido como si se atragantara con algo, y dice que más que un pez parezco un lame vergas. Saco la pajita y la dejo en la mesa. Vacío el vaso y él me aplaude. Así, como hombre, dice.

César cuenta que oganizaron un partido contra los de Humanidades y me pregunta si me quiero sumar. No creo, le digo. Me dice que me sume, que el día jugué demostré que soy bueno. Con la mano hago un gesto para restarle importancia y él dice que de verdad. El sábado no puedo. César se lamenta y grita. Me asusta, y al toque dice cierto, viene tu amigo. Asiento. Me tocan el hombro y huelo a Mick. Qué olor hermano, le digo y chocamos la palma dos veces. Dice hoy fue pancho y nos reímos. Marco me da la mano, siempre serio, y cuando me agarra fuerte pienso en mi viejo y una reunión en casa. Nunca había pensado en eso, de repente me viene viva la imagen de él con sus amigos, en nuestro living, mi papá me daba la mano, apretaba fuerte, y decía que tenía electricidad y temblaba electrocutado, como un epiléptico, hasta caerse del sillón, convulsionando. Todos nos reíamos. Hey Peter, y ahora vuelvo a escuchar esa forma de llamarme que es tan distinta a la de allá y pienso que también se debería escribir distinto, porque acá la te se pronuncia como si tuviera una ache después y la e y la erre como si fueran una a. Sacamos algo para tomar, preguntan. Yo digo que no y Mick dice dale, unos shots que vienen las pibas. Quiénes. Las canadienses y la polaca. Esto no cierra ya, pregunto. Ellos dicen que no, hasta las doce seguro sigue. Llegan cuatro vasos y Mick dice que haga un shot. Le digo que no. Después me toca, me grita que tome y levanta los brazos al aire con los dos shots. Me paro y camino lejos de la mesa.

El lugar está oscuro y hay música electrónica. Me imagino en un boliche. Busco la salida, me falta el aire. Está todo oscuro y cerrado. Voy hacia el cartel verde luminoso, sin pensar. Empujo la puerta y salgo. Respiro profundo. Viene Mick y me dice qué pasa, por qué corro. Le digo que nada hermano, y veo que tiene una pinta en la mano y toma un trago y me ofrece, se ríe. Sé que ahora me va a decir, y lo dice, que perdón por ofrecerme de su vaso, que se había olvidado que huele a riachuelo, y le cuesta decirlo y no puedo evitar reírme porque se nota que se esfuerza mucho pero igual lo dice mal y suena más a algo así como miabuelo, pero también mal pronunciado. Saca un pucho y me ofrece. Acepto, él me da un encendedor negro grande que en la bolilla que hay que girar para prenderlo tiene una parte metálica lisa y suave, no raspa, es distinto a los de allá. Mick me pregunta si extraño, y yo sonrío. Entre risas dice que de verdad, que también puede hablar en serio, que él se acostumbró a estar lejos y que igual a veces extraña. Yo no extraño Argentina, le digo. Extrañas a alguien o algo, pregunta, y yo le doy otra seca larga al pucho y lo tiro. Voy al baño, le digo, y él se queda afuera, fuma.

El espejo del baño está sucio, tiene una de las esquinas de abajo negra, como si hubiera sido consumida por la humedad o las polillas. La parte derecha de mi pecho no se refleja porque está la mancha que tapa el espejo, que lo come, y pienso en una hoja que se quema en la punta y mi cara está dibujada en esa hoja, siento un calor insoportable. Me lavo las manos y salgo a buscar la campera. En la mesa están Mick, César, Marco, las dos canadienses y la chica a la que antes le pregunté por el frisbee. Saludo parado, con una mano que después apoyo en el respaldo de la silla donde estaba sentado. Agarro la campera y digo que me voy. Todos dicen no y justo llegan otros shots. César dice que me quede y Mick me dice igual. Las chicas no dicen nada, la del frisbee me mira fijo, expectante. Los shots son seis y cada uno agarra el suyo. La del frisbee dice que falta uno y Mick aclara que yo no tomo. Me pongo la campera y MIck me dice al oído, con todo el olor del pancho, que me quede un rato, quizás la pasamos bien y me olvido un poco. Vuelvo a dejar la campera y me siento. Ellos levantan los vasitos, gritan, hacen fondo blanco.

Ahora la música suena más fuerte y me cuesta escuchar lo que hablan. Una de las canadienses tiene unos aritos de metal gigantes que le llegan al hombro, y aunque la música me aturde, me parece que cada vez que habla y se mueve los aritos suenan como un montoncito de monedas. La otra canadiense es más tímida, tiene una polera blanca y es colorada. César se para y estira una mano y grita en su inglés, que para mí es el más difícil de entender, que tiene un juego increíble para beber. La del frisbee pregunta cómo es. Abajo de su camperita de cuero negro tiene una camisa cuadriculada cerrada hasta el último botón. César pide que confiemos en él y se va a la barra. Mick cuenta que el fin de semana pasado vino un tío suyo que vive en Marruecos y que se fueron a un pueblo, al otro lado de la capital, lleno de leones. Dice que estaban arriba de un jeep y ahí ya dejo de entender su inglés y me miro la mano, que se ilumina de rosa, violeta, azul y blanco, al ritmo de la música que ahora suena más tranquila, ya no es electrónica, algo más tipo rock y me parece que el tema lo conozco, no sé cuál es. Vos tampoco lo entendés, me pregunta la del frisbee. Sonrío. Habla rápido, me dice ella, que ahora está al lado mío porque ocupó el lugar de César. Muy. Me dice que habla demasiado cerrado, que siempre le pasa lo mismo, arranca la historia y le pierde el hilo, entendió hasta lo del perro que estaba en la esquina. La miro y tiene ojos claros, y aunque las luces no me dejan ver, me parece que también tiene muchas pecas. Le pregunto si sabe cuál es el tema y me dice qué. Si sabés qué es esta música. Dice que no, y llega César, que sin decir nada se sienta en el lugar que la del frisbee dejó. Me suena conocido, le digo, y ella acerca su cara, como si en vez de escuchar la música quisiera escucharme a mí.

Llega el mozo con siete pintas y las pone en la mesa. César se para y pide atención. Dice que así es el juego, primero hacemos una ronda de nombres y a partir de ahí, la idea es señalar a uno pero decir el nombre de otro. El que es nombrado tiene que señalar a otro diciendo un nombre. El objetivo del juego es evitar las confusiones entre nombrado y señalado. Si te señalan pero no te nombran y te hacés cargo del turno y nombrás, perdés y tenés que tomar. Si te nombran y no te das cuenta, confundido porque no te señalaron, perdés y tenés que tomar. La de los aritos gigantes dice que no parece difícil y César dice probemos. Hagamos una ronda de nombres, dice. César, Keira, Emma, Marco, Katarzina, Peter, Mick. César me señala. Yo señalo a la de los aritos y digo Mick, pero César dice que perdí porque él había nombrado a Emma, y pienso que es mentiroso hasta en los juegos. César dice que era prueba, ahora vamos en serio. Entonces señala a Mick y dice Keira. Keira mueve las manos en el aire como si se ahogara y señala a César, pero dice, muy rápido, Emma. Entonces Emma, también nerviosa, me señala a mí pero no dice nada y todos se ríen, y tiene que tomar.

César dice que ahora le toca a arrancar a ella. Emma señala a Mick y dice Katarzina. Veo el perfil de Katarzina, parece relajada, y señala a Marco aunque dice Peter. Yo tardo en reaccionar, señalo a César y digo medias, en español, y nadie entiende, y se ríen.  Tomo un trago y Katarzina me toca el brazo, me acaricia, dice que es mi turno. Ya sacó su mano de mi antebrazo pero todavía lo siento, como si me hubiera dejado apoyada una almohada eléctrica. Digo Mick y señalo a la de los aritos gigantes, que no me señala y nombra a otro, pero se me queda mirando y sonríe, le mantengo la sonrisa, porque ella cree que sabe lo que pienso pero no puede tener ni la más puta idea, y entonces la nombran pero ella no escucha y pierde, y se ríe y toma un trago de la pinta, y por mirarme no se da cuenta de que el arito de su oreja derecha se mete en el vaso y le ensucia la cerveza.

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