Venían corriendo, escapaban los dos. Ladera abajo.
Era tierra, arena y azufre en forma de nube. El polvo se elevaba a su alrededor frente a un cielo hiriente y despejado. El más chico tenía puesta una camiseta de fútbol. El otro, un poco más flaco, más grande de hombros, más blanco, corría adelante. Cada tanto frenaba la carrera para ayudar al más chico que tropezaba con piedras y con pedazos de lava sólida.
Abajo, el salar era una mancha blanca, a los pies de la montaña.
Si el grande lo pensaba bien no tenían mucha escapatoria. Un desierto es una cárcel, le había escuchado decir a su padre varias veces, cuando todas las mañanas se levantaba para ir a la mina de azufre. Ahora que corría por la montaña, los pies chamuscados y llenos de moretones, se daba cuenta que tenía razón.
Al grande lo llamaban Rayo.
El más chico no tenía tantos recuerdos de su padre. Había muerto en la mina cuando tenía dos, tres años. Lo había criado una tía que murió. Después fue criado por el maestro de la única escuela del pueblo hasta que lo trasladaron a una casa en la ciudad.. Como el resto de los habitantes del pueblo, vivía en la ciudad. Alejado de El Hallazgo.
Ahora tenía ocho años y estaba solo, en la ciudad. Lo habían encontrado y lo habían reconocido. Se habían ciudado de que su nombre se mantuviera vacío. Que sirviera para esto. Lo había atrapado y lo habían subido a un colectivo. Y ahora estaba acá, de nuevo. En el pueblo. Su destino estaba en la mina no en la ciudad. Nada le decían. Nadie lo quería. Nadie lo miraba a los ojos cuando por las mañanas se hacía la ronda de hidratación mientras esperaban en el pueblo El día del Tributo.
Cuando por las tardes se juntaban en alguna casa, cuando celebraban la llegada de la Virgen.
Daba igual tener padre o no, pensaba el chico. Tampoco tenía sentido tener nombre. Lo llamaban así, el chico sin nombre.
Pero Rayo quiso escapar, tenía miedo aunque no lloraba. Lo intentaron. Corrieron pendiente abajo, mientras levantaban polvo, azufre y arena. No llegaron muy lejos.
La historia de El Hallazgo es esta.
De pronto, alguien encuentra azufre en un lugar. Le dice a otro alguien. Ese otro alguien le dice a un grupo en la ciudad y el grupo llega a la montaña con su ciencia y sus aparatos. El grupo dice que sí, efectivamente: hay azufre. Se arma un pueblo a cinco mil metros de altura. Se saca azufre, se trabaja para el azufre, se muere por el azufre, para el azufre.
Aparecen varios mitos alrededor del azufre y de la montaña.
Tantos que nadie los recuerda, o tampoco son de gran importancia.
Un hallazgo no tiene origen.
El pueblo lleva ese nombre: El Hallazgo.
El pueblo conoce una época de oro, mejor dicho, de azufre. Instalan un cine, un polideportivo, un casino. Los mineros viven abajo, las autoridades arriba. Hay una moneda propia, interna. Viven y trabajan para el azufre. Afuera del tiempo. El azufre se arrastra en carriles, en una ruta que bordea la montaña.
La plata verdadera no se ve nunca, el trabajo es real.
El azufre está en las casas, en las heladeras, en las peluquerías. El azufre está en las hostias que tragan en la iglesia.
Hasta que un día, alguien dice que el azufre o lo que pasa con el azufre, no sirve más. Que los dueños del lugar se están yendo de la noche a la mañana. Que dejan sus casas y sus puestos de poder. Que se abandonan las casas con sus cosas, con los platos sobre la mesa, con la ropa puesta a secar. Que los dueños que pagan los salarios en este lugar a cinco mil metros de altura se están escapando con plata en los bolsillos. Que dejan en las manos de la gente plata que no sirve, que no es real. Que los dueños no quieren saber más nada ni con el azufre ni con los mineros ni con las familias. Y se van.
Entonces, solo queda el mito, la montaña y el azufre.
Alguien dice que la culpa es por no rendir tributo a la montaña que da el azufre.
Y aparece otro mito.
Queda el pueblo vacío, las casas rotas. El cementerio y la iglesia. Queda entonces un pueblo moribundo. Para que el pueblo moribundo no muera hay que darle vida. Hay que rendirles tributo. Hay que volver al mito.
Eso fue lo que pasó en El Hallazgo.
En la arcada frente al pueblo se leía: El Hallazgo, Bienvenidos. La s estaba rota.
Rayo y el chico más chico fueron atrapados. Estaban sedientos. Arrastraban los pies. Los seis hombres los llevan hasta el pueblo, los agarraban por el cuello.
Las casas – una al lado de la otra, similares cajas de ladrillos huecos – estaban rotas. A lo lejos, sobre la ladera, el Casino vacío parecía el fósil atascado de un gigante asfixiado. La maquinaría de la mina, oxidada. Un hilo de azufre conducía hasta la boca de la mina, los rieles estaban rotos. El pueblo de unas quince o veinte personas esperaba a los dos chicos fugados y recuperados. Esperaba con ansias. Esperaban en la iglesia. Los amarraron, les pegaron, los dejaron atados con las paredes de la iglesia.
Rezaron a la montaña.
Por la noche, unas veinte personas llevaron a los dos chicos hasta el cementerio. Les tiraron azufre en el pelo y por el cuerpo. Los desnudaron y los ataron. Les pasaron azufre por el cuerpo. Los pasearon por delante de las tumban de los muertos, de la gente que vivió en este pueblo a cinco mil metros de altura. Un viento espeso circuló por el aire. Son los antepasados, dijeron, vienen a buscar el tributo. Una chica lloró al ver al chico más chico, el chico sin nobre. Rayo miró el cielo, oscuro, negro y pesado. A veces se preguntaba por qué el cielo a esa altura es tan azulado. Abajo la mancha de sal se extendía, por la noche irradiaba un color fluorescente. No pudo recordar a su padre.
Miró Rayo el cuerpo del chico más chico. Lleno de azufre y arena. Las rodillas con sangre. Estaba llorando, él no lloraba. No sabía por qué pero no lloraba. Quería estar llorando.
Miró hacia el Casino, arriba de la ladera; las noches de fiestas, los militares, la gente que se agrupaba en el pueblo bajo las luces y las nubes de azufre. La montaña estaba contenta, estaba bien; dormía, algunos decían. Su padre estaba contento. No recordaba su casa como era por más que ahora mirase su casa destruida entre las otras casas en ruinas. Un palo surcó la noche y cayó contra su cabeza. Su cara cayó contra el azufre y una gran mancha de sangre se abrió entre los pobladores.
El chico más chico dejó de llorar.
Llegaron las camionetas, los camiones, autos. El polvo y el azufre volaban como un huracán. Llegaba gente de afuera. Hombres y mujeres y viejos y viajas de pieles rosadas que sabían del tributo. Traían cajas metalizadas, con luces, sacaban fotos. Eran varios camiones. Llegaban para verlo a Rayo muerto y al chico más chico, el chico sin nombre, que ahora llevaba el cuerpo de Rayo. Lo llevaba arrastrándolo, agarrado de los pies. Dejaba un surco rojo en las piedras, levantaba una nube espesa que en un remolino se deslizaba hacia abajo por la ladera.
El chico más chico, desnudo, caminaba adelante. Llevaba el cuerpo de Rayo. Eran varios metros, pendiente arriba, varias horas de caminar, quizás días. Un sendero antiguo, el sendero ceremonial. El pueblo caminaba atrás, lo llamaban “El tributo”. Cuando el chico se detenía en su marcha por cansancio o pedía agua, un solo hombre se acercaba para darle una botella. De lejos, los flashes de las cámaras. Abajo el pueblo destruido. Seguían la línea del azufre.
Hasta que llegaron a la mina. Hombres y mujeres y algunos chicos y chicas, y detrás de ellos, los que habían venido después, abrigados y con anteojos de sol.
El chico miró la arcada. Sintió la respiración de la montaña, un silbido que llegaba desde esa cueva oscura, parecía la voz multiplicada por muchas voces, una voz que él encontraba similar a algo o a alguien, una voz que llegaba desde un lugar que él podía reconocer. Hablaba la voz en una lengua nunca explorada, jamás analizada.
El chico miró hacia la gente detrás de él, el pueblo que rendía el tributo: para que hubiera más azufre, para que las ruinas de las casas se sostuvieran en pie, para que los jefes regresaran y la mina volviera a funcionar. Para que todo sea como siempre fue. Para que nada cambie.
Atrás, los flashes y las sonrisas. La expectativa vacía puesta en el Rayo muerto y en el chico más chico. El chico sin nombre.
Entonces, empezó a caminar y arrastró con él al Rayo muerto. Dejaba una estela de sangre mezclada con azufre, lava y polvo. Entró a la cueva, la antigua mina, hoy también moribunda como su pueblo.
Su cuerpo desapareció en la mina.
Después de unos días de espera en la puerta de la vieja mina de azufre, vieron salir al chico sin nombre desde adentro. La gente asustada, se puso de pie. Los flashes de los otros no estaban, la espera había sido demasiado larga para ellos, habían vuelto a sus hoteles y sus vuelos de avión.
Al acercarse a la gente, desnudo y lleno de azufre, lo vieron distinto, reía, como un demonio. Le preguntaron qué había visto, qué habían dicho, qué había pasado. No hubo caso.
Como los otros tributos, los chicos sin nombre volvían sin habla, mudos.
Bajaron, por la cuesta, hasta El Hallazgo. Allí, subieron a colectivos, a autos, a camionetas y abandonaron el pueblo. Cada familia, cada viejo y vieja, hombre y mujer, regresó a la ciudad, lejos de El Hallazgo. Volvían a sus hogares prestados, a sus trabajos tristes, a una vida que no querían. Cada volvió a sus casas en la ciudad. Casas alejadas de la montaña, de sus verdaderas casas, casas entre autopistas, negocios peregrinos, plata real. Alejadas de la mina, del casino, del polideportivo.
Al año siguiente, buscarían un nuevo tributo y lo intentarían otra vez.
El Hallazgo sabía esperar.