Si, como dice Valery, “la danza es una forma del tiempo”, creo que es lapso de tiempo sobre una secuencia temporal distinta.
La naturaleza es movimiento: el animal infinito. Las olas en el mar, la inclinación de una rama cargada de hojas, el giro independiente de cada hoja en una rama, la línea vertical de un pino. Y en este concierto móvil, irrumpe un pájaro, con su cuerpo liviano y dócil a las direcciones del aire. Instaura un tiempo individual dentro del tiempo de grupo, como cada ola, como cada hoja, como cada vuelco en el aire que da el insecto, suma su propio ritmo a la composición. Si pega saltitos el pájaro, o si asciende hasta un techo, o si dibuja una curva desde el pie de un árbol hasta el pie de otro árbol. Desde el piso: elevación, suspensión, descenso, piso. Si es solo un pájaro, si es un grupo de grullas, o un elefante, más pesado, que camina en el horizonte abierto. Si la zona es un jardín con tapial, o la pampa espaciosa.
¿La danza es entonces un resultado de la mirada? ¿Es el ojo el que da armonía a los desplazamientos que observa?
Los cuerpos son movidos por otros cuerpos: así, la hoja desprendida de la rama cae sin envión y antes de llegar al suelo es revuelta por las corrientes de aire y tocada por la gota de lluvia que la aplasta contra la tierra. Y el pez, que apartado del cardumen por un veloz remolino de agua, dibuja una apurada figura ovoidal y es devuelto a la dirección del grupo, y a su cadencia. ¿Hay voluntad en la naturaleza o es un mero ritmo de acomodamiento y desacomodamiento?
Tengo una palmera en mi balcón y cuando sopla la Sudestada, las ramas se elevan, las hojas se separan unas de otras y la palmera se estira. Se mantiene erguida en la corriente. Luego se abandona a la caída. Embiste el viento, pertinaz, aunque más suave, y ella se ofrece a él, dócil y flameante.
Alguien que me visita me dice que ate con una tanza el tallo a las maderas del techo del balcón para que no se quiebre. Pero la rama es flexible y no veo el riesgo en este caso. Me cuesta creer en cambio que ese cuerpo entregado a las suaves embestidas del aire no disfruta de la entrega, y pienso que la atadura, al poner freno al movimiento general, no solo lastimaría el tallo sino que lo privaría de su posibilidad de danzar.
El cuerpo de mi palmera, con sus dimensiones específicas, se ofrece al ritmo continuo que otros cuerpos le proponen, instaura su secuencia en él con un “olvido de sí”. Más allá están los plátanos, rojizos en otoño, despojados en invierno, y las rutas de aves en el cielo. De este lado, mi ojo.
Dice Nietzsche: “Contempla el tropel pastando a tu lado: no sabe lo que es el ayer ni el hoy, corre de un lado a otro, pasta, descansa, digiere y vuelve a correr.”
No hay voluntad en la danza de la naturaleza, hay más bien, olvido y entrega.
Son al menos dos los cuerpos que se relacionan cuando bailan, a veces tres: pájaro—aire, agua—pez, aire—lirio—tierra, piso— caballo—insecto. Y luego, agrupaciones coreográficas: dos torcazas, un naranjo en flor, mosquitos, las raíces de un ombú que con extrema lentitud taladran la tierra, la hilera de hormigas. La voluntad, anterior al cuerpo (“vida” del aire, de la planta, del animal), es motor que empuja a las cosas unas hacia otras, y en esos encuentros la danza se produce. El galope del toro levanta una polvareda en el campo, y cada partícula de tierra queda suspendida en la luz, y asciende el insecto, veloz y curvo ahora, se posa en el lomo brillante. Una vaca se empuja a otra vaca, y otra más lejos, el grupo está echado sobre el pasto, una vuelve su cabeza hacia la ruta. Un tordo quieto sobre el alambrado. Huye en el vapor de la tarde.
Es el “olvido de sí” del animal y de la planta, aquello a lo que aspira el bailarín.
Pero la danza humana es el resultado de una cantidad de elecciones. Dirijo la energía del cuerpo hacia un punto del espacio, o la propago en múltiples direcciones. Transito la voluntad para acceder al olvido. El cuerpo se expande horizontal, o en formas oblicuas, flexibles; se relaja. Por su gravedad: espalda al suelo o antebrazo, pantorrilla, mano, planta del pie. Y en el punto de partida del movimiento, me olvido del cuerpo. Estoy para dejar de estar. Es en el péndulo entre desaparecer y aparecer que sucede la danza. Estar en el espacio para irse del espacio. Muerte y devenir.
En la danza humana se suspende el carácter utilitario del movimiento: el cuerpo de la bailarina no camina para llegar, no se inclina para recoger, sino por voluntad estética o expresiva. En la naturaleza hay función: un pájaro vuela para llegar al nido o al alimento, los pétalos se extienden al sol para recibir sus rayos o beber de la lluvia, el agua del río penetra la tierra, hidratándola, y surgen los primeros brotes.
Quien baila busca interrumpir su tiempo humano para iniciar con su trazo innecesario otro tiempo, escindido de sí, pero inscripto en el tiempo cósmico.
Variación a partir de Filosofía de la danza de Paul Valery, Las marionetas, de Kleist (via Fleur Jaeggy)