Matías Capelli – Oliverio Coelho

Ámsterdam, junio de 2015

 

Querido Oliverio:

Llevo casi dos años viviendo en esta ciudad y recién ahora me doy cuenta de algo en lo que no había reparado antes: el nivel del agua en los canales nunca varía. ¿Podés creer? Ni un centímetro. Ni a lo largo del día, ni de un día al otro, ni, me arriesgaría a decir, con el paso de las estaciones. Es como si no hubiera mareas. O como si las mareas no afectaran la enorme masa de agua que rodea y convive con estas tierras. Es cierto que los canales holandeses fueron hechos por el hombre, que trazó y cavó anillos concéntricos, pero tampoco parecen verse afectados el nivel de ríos naturales como el Amstel o el IJ que atraviesan la ciudad. Pero, ¿qué es natural y qué es artificial en estas tierras bajas al día de hoy?

Hay un dicho acá que dice “Dios hizo a los hombres y los neerlandeses hicieron a los Países bajos”. Controlando el nivel del agua y ganando tierra duplicaron el territorio nacional. No tuvieron que derrotar a un ejército vecino, si no doblegar ríos y océanos, convertir el agua en suelo seco. El agua fue el principal enemigo que debieron enfrentar los pobladores de estas tierras, que fueron de las últimas en poblarse de Europa justamente por la adversidad de sus condiciones y las repetidas inundaciones del sumidero continental. Controlar el nivel del agua fue un asunto vital. Así es como ya en el siglo trece surgieron las Juntas de Agua, integradas por personas con intereses en que la tierra se mantuviera seca: granjeros, comerciantes, pueblos enteros. Fue la primera institución política de estas tierras; cobraban impuestos, tenían reglas de funcionamiento y cargos electivos. De alguna forma, estas juntas fueron el antecedente, el pilar para la construcción del estado holandés. Sobre todo en un país nuevo, a cuyas fronteras el imperio romano apenas había llegado y que se vio exento del feudalismo. “Cuando en París había universidad, Ámsterdam todavía era un pantano”, es otro dicho que circula por acá.

La forma que encontraron para neutralizar definitivamente la amenaza de las inundaciones y los vaivenes del agua, llegó recién en los años cincuenta, con una serie de diques fijos y móviles y de compuertas kilométricas. Los Trabajos del Delta, se los llamó; una de las grandes obras de ingeniería de la humanidad. Hay kilómetros y kilómetros de represas al norte, sobre las cuales corre una autovía de doble carril, que separa el Mar del Norte, el océano, del mar interior. Y hay compuertas más al sur que se cierran si los niveles del agua llegan a subir demasiado, protegiendo el puerto de Rotterdam. Las obras concluyeron recién en los noventa con la barrera del Maeslant, que, controlada por computadora, puede cerrarse en una hora. Así es como el país quedó completamente blindado de la corriente marina, al menos hasta que el nivel del océano, calentamiento global y deshielo de los polos mediante, no pronuncie su crecida.

El holandés se funda en la batalla contra el agua, pienso, aunque le temo a esas analogías tan tajantes. El otro día una amiga argentina que lleva años acá me dijo muy segura y hasta orgullosa de su conclusión: es que el holandés construye diques emocionales. Ponerlo en esos términos me parece una exageración, pero me pregunto de qué forma esto de tener el agua tan a raya y de haber neutralizado las corrientes, influye en todos los seres vivos que habitan estas tierras, y también en mí.

Matías

***

Buenos Aires, julio de 2015

 

Querido Matías:

Todo lo que contás me hace pensar en la volatilidad del Tigre. En la voracidad del Delta, que hace su trabajo borrando arroyos y creando otros cada temporada. Me remonta a los canales imposibles de contener, las inundaciones, la rapacidad de las crecientes. En pocas palabras, me remite a la forma de nuestra agua. Pareciera que la furia de la naturaleza, al menos en Holanda, gracias a la mano artificial del hombre, estuviera a raya y no mutara. Debe ser extraño vivir en un paisaje fosilizado en el que además la fatalidad parece alejada o suprimida.

Al menos hasta hace un tiempo, en Europa la fatalidad parecía controlada. Me pregunto si los atentados de alguna manera no ocupan el lugar de esos desastres naturales impredecibles, y si el hombre en realidad, como lobo del hombre, de alguna manera no implantó una nueva naturaleza fatal en la civilización. Justo en territorios en los que la mano del hombre controló en cierta medida el azar de la naturaleza, impactó el terrorismo, que podríamos denominar catástrofe de la civilización. Obviamente no me refiero a Holanda, sino a Europa en general. Cada atentado me resulta más inhumano e inverosímil, independientemente de la gravedad y la cantidad de víctimas. Trato de imaginarme como testigo del terror: la inminencia arbitraria de la muerte. Y lo único que me viene a la cabeza es el recuerdo de un tiroteo feroz que presencié hace varios años en Buenos Aires –en el momento sentí que sucedía algo irreal o ensayado–, y luego la crueldad de las noticias que cada día se renuevan: ladrón acribilla familia, comerciante acuchilla ladrón, narco degüella pareja por ajuste de cuentas, etc. Detrás de la impunidad semántica que, en principio, fomentan los diarios amarillistas al redimensionar la violencia como fuente de atracción, subyace un tipo de crueldad que no llegamos a ver: la del hombre como lobo del hombre.

Desde esta orilla, Mati, a veces resulta difícil hablar en detalle, con suficiencia, de un país tan lejano. La idea preconcebida de una Europa próspera, homogénea, educada y equitativa, casi inmutable, por momentos impide distinguir en cada país anomalías y accidentes. Acá, en el río de la Plata, el peligro de la naturaleza sigue siendo el mismo que siglos atrás, las obras de ingeniería nunca llegaron, o son en realidad emprendimientos personales o privados, nunca cuestiones de Estado. Así como tu amiga hizo una interpretación del temperamento de los holandeses, yo me arriesgaría a una reflexión igual de lineal: la ausencia de diques emocionales en el rioplatense decantó un temperamento receloso, fatalista y ciclotímico. En la mente del rioplatense, las crisis económicas comienzan a percibirse antes de que tomen forma. El ciudadano medio, con el oído afinado de un murciélago, profetiza lo peor y corre a su cueva a comprar dólares cuando percibe algo que se asemeja a un temblor, para combatir a la vez el pulso del comerciante pesimista que sin que le tiemble la mano remarca precios. El gobierno, a la vez, para contener el desmadre, regula la compra de dólares, y no hace más que alimentar la paranoia del rioplatense que teme, como el habitante del Tigre con su casa ante cada creciente, perder todo… tal como indica la historia de estas tierras que le prometieron el paraíso a los inmigrantes del viejo mundo, y le dejaron a cambio un proverbio que no me canso de escuchar cuando hablo con alguien mayor: “yo vi pasar tantas crisis, me fundí tantas veces”…

Abrazo,

Oliverio

***

Colonia del Sacramento, diciembre de 2017

 

Querido Oliverio:

Pasó tanto tiempo, que creo que ya no tiene sentido siquiera disculparme por no haber contestado en su momento. Mi correo inicial, que acabo de releer, lo sentí como si hubiera sido escrito por otra persona. Los años vividos en Holanda, más que recuerdos, son una especie de sueño o película. Ayer crucé por primera vez el Río de la Plata en un velero timoneado por mí, y me acordé de lo que decías sobre nuestro río, su carácter salvaje, incontenible. Fue un cruce tranquilo en el sentido de que era un día soleado sin posibilidad de tormenta, pero con viento fuerte (20 nudos). Fue un bautismo exigente. Había cruzado muchas veces de chico acompañando a mi abuelo, pero nunca más desde entonces, hasta ahora, ya recibido de timonel.

El viento permite que el barco avance rápido; es bendición y condición sine qua non, pero también fuente de peligro y desgracias. Por eso hay que estar atento y achicar vela cuando sopla fuerte. Pero incluso aunque tenga el tamaño de una toalla de mano es importante tener siempre una vela, para que el barco tenga propulsión y no quede a la deriva. A las velas de ese tipo, pequeñas y ultra resistentes, se las llama tormentín. Pero ayer no fue para tanto. Fuimos con la vela mayor a media hasta (o con dos manos de rizo, como dicen los navegantes) y la vela de proa, la genoa, apenas desenrollada. Al volver a la náutica me llamó la atención que gran parte del aprendizaje pasa por memorizar un léxico particular para nombrar este mundo. La teoría de la navegación es bastante básica; después hay mucho de experiencia que solo se adquiere con los años, aprender a leer una carta, trazar un rumbo, ciertas normas de seguridad, el uso del instrumental; es cierto, hay ciertos conocimientos imprescindibles, pero sobre todo se trata de aprender un léxico para nombrar acciones, objetos, instrumentos, fenómenos meteorológicos, etcétera.

Muchas de esas palabras ya las conocía de chico, de la época en que navegaba con mi abuelo, porque un navegante que se precie de tal no se rebaja ante el no iniciado y nunca va a decir “pásame la soga” o “la derecha del barco”; dice “cabo” y dice “estribor” y espera que el otro entienda o aprenda. Por eso el curso del año pasado fue sencillo para mí; más que aprender se trató de recordar, y aprobar el examen no implicó zozobra alguna. Zozobra: “Estado del mar o del viento que constituye una amenaza para la navegación”, consigna el diccionario de la RAE en su cuarta acepción, pero me temo que los caballeros de la lengua y la gramática hispánica nunca han navegado por nuestros ríos. Tal vez, en un río de España sea imposible zozobrar, pero en el Río de la Plata o incluso en nuestro litoral, con viento y tormenta, te la regalo. Ayer aunque había sol radiante cuando el barco escoraba un poco de más me venía a la mente la palabra —zozobra, zozobra— que había aprendido de chico en un manual español de mi abuelo

Cuestión es que al llegar a Colonia, luego de hacer los trámites de migraciones en la oficina del puerto, cuando volvía para el barco, mirando la bahía y las embarcaciones fondeadas, recordé la vez que había estado acá antes, a mis veinte años con una novia. Habíamos venido en ferri, con una carpa, por el fin de semana. Estaba con mi amor de ese entonces en Colonia mirando el río y los barcos, y tuve una sensación fuertísima, un rapto intenso. Era una situación bucólica, los dos de viaje en la cresta del romance, el primero de nuestras vidas. Era un atardecer y estábamos mirando los barcos a vela surcando el río y me agarró una melancolía profunda por ese mundo perdido: una vez que mi abuelo estuvo viejo para navegar, siendo yo demasiado chico todavía para continuar la tradición, vendió el barco y nunca más volvió a subirse a uno. Debían haber pasado tres o cuatro años de la última vez que había navegado, pero en mí a los veinte se sentía como que había sido en otra vida, algo perdido, irrecuperable. Nunca había experimentado esa sensación antes, me doy cuenta ahora. Una sensación con la que, a los treinta y cinco años, ya estoy más que familiarizado.

Ya era lo suficientemente adulto como para tener consciencia del paso del tiempo, pero no lo suficiente como para saber que en una vida hay muchas vidas, que de esa novia me iba a separar, que vendrían otras, que viviría unos años en el extranjero, y que al regresar iba a recuperar mi afición por la navegación a vela, y que iba a terminar volviendo a esta ciudad timoneando un velero prestado.

Dejo acá porque se hace de noche, y tenemos que encargarnos de preparar la cena. Por supuesto, que estás en todo tu derecho de demorarte años, pero ojalá no tenga que esperar tanto para tener noticias tuyas.

Un gran abrazo,

Matías

***

Punta del Este, marzo de 2018

 

Querido Matías:

Por alguna razón, responder desde Boedo a esa experiencia de navegación me resultaba siempre un poco artificial, así que fui posponiendo la respuesta unos meses. Pero ahora, desde Uruguay, responder se me volvió urgente. En términos estrictos, el Río de la Plata termina de terminar en la Punta del Este, aunque mucho antes el río sea mar y el pulso oceánico, el agua salada, invada ya la costa. En términos fácticos, el río deja de existir mucho antes. Agoniza en la costa de oro y ya en Piriápolis no hay rastros de agua dulce. Ahí, comiendo vieiras en un carrito junto al mar, recordé tu carta, o más bien te avizoré navegando y con un poco de nostalgia, recuperé la época en que el ferri cruzaba de Buenos Aires hasta el balneario encantado de Piriápolis. Me dije: tal vez, algún día Mati, en vez de cruzar a Colonia, se estire hasta acá. Como en casi todos los pueblos costeros de Uruguay, hay un amarradero. La imagen de Uruguay que tengo y tenemos todos los argentinos trascurre junto al agua. Me pregunto cómo es el Uruguay profundo, el Uruguay de campo, o el Uruguay que al norte y al este limita con Brasil. Me doy cuenta de que pese a haber visitado muchos puntos a lo largo de los años, nunca me alejé de la costa. De alguna manera ahora escribo desde un lugar neutral: Punta del Este. No diría un no lugar. Punta del Este no es un balneario, sino una ciudad internacional en la que se mezcla el confort, los bosques, los chalets para ricos –un poco como si reprodujera la fisonomía de una ciudad norteamericana–, con la resaca del pueblo que vive en Maldonado. Nada remite a Buenos Aires, salvo los argentinos que cada tanto aparecen mimetizados con la ciudad complementaria de sus sueños y deambulan por la Tienda Inglesa llenando sus carritos con artículos importados, después de años de abstinencia. Esto mismo, que no haya marcas de Buenos Aires ni de la idiosincrasia rioplatense, a la vez que me extraña me inyecta cierta dosis de extranjería ideal para escribir. Camino por las mañanas por los bosques del Cantegril, un antiguo barrio de chalets idénticos diseñado por un arquitecto argentino celebre acá, un tal Mauricio Litman, en la década del cincuenta. El pasto recortado y reverdeciente, los cercos de hortensias, las suaves lomas que preceden el porche de cada casa, la ausencia de cercos en muchos casos, me remiten a las zonas prósperas de Upstate New York. Pienso que algunos de los argentinos que compraron chalets de vacaciones en la década del sesenta y del setenta en Punta del Este, venían en velero y amarraban en el Yacht Club. Quizás mi hipótesis sea delirante, pero sospecho que la náutica en aquel entonces tuvo su apogeo y era más popular que ahora. No va a pasar mucho hasta que se ponga de moda otra vez. Navegar en velero tiene un espíritu irresistiblemente analógico.

El mismo término navegar es metáfora de otra cosa. El léxico repleto de metáforas, pienso, vuelve al navegante una especie de traductor de fenómenos sobrenaturales, un médium. No puede ser de otra manera: alguien tuvo que inventar un léxico para distinguir los sucesos que transcurren en el mar de los que tienen lugar en la tierra. No pueden mezclarse de ninguna manera. Los sucesos en el cielo también tienen su propio glosario y los tripulantes de aviones, por ejemplo, sus rangos. Con un poco de nostalgia equivalente por ahí a la que vos experimentás al recordar la navegación con tu abuelo, me viene a la cabeza mi época de lecturas náuticas, tirado en la cama hasta el amanecer. Ahí el léxico del que hablás aparecía camuflado entre un racimo de hallazgos literarios. Primero Conrad, después Moby Dick de Melville. Fue una época de lecturas que no podría repetir, por el carácter pasional e insomne que tenían. El léxico que mencionás para nombrar acciones, objetos, instrumentos, fenómenos meteorológicos, leer una carta, trazar un rumbo, atravesaba las frases y cobraba sentido según el contexto. Como si con la práctica de la lectura uno aprendiera a navegar pasajeramente –exactamente lo que dura un libro–. Hoy en día, no recuerdo nada de ese léxico. Retengo la huella de esas lecturas, que se parecen a las que deja un amor lejano.

Un gran abrazo,

Oliverio.

 

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