El primer tomo de la colección Desierto y Nación que coordinan Gustavo Míguez y José Hage nos ofrece dos mapas para desentrañar aquello que pulsa en una cultura pero que no se nombra o que se murmura problemático. Cada uno de ellos aborda un eje específico.
En María Pía López se trata de rastrear el modo en que se presenta la cuestión indígena en las literaturas y ensayísticas de Latinoamérica. Reconstrucción y exégesis de un itinerario que no puede entenderse si no es en vínculo con las diversas territorialidades del continente: el altiplano, la selva, la pampa. Lo indio será entonces lo constitutivo de las naciones americanas, será territorio, será literatura, será políticas del lenguaje pero por sobre todo lo “ensoñado que late”, lo que fue devastado y pervive. Levantas una baldosa y te aparece lo indio pareciera decirnos María Pía. Lo indio, no ya como programa –quizás con la excepción de la Bolivia de Evo Morales– sino como posibilidad de pensar, en ese recorrido propuesto, las formas en que las explotaciones sobre las personas, sus culturas y sus lenguas son siempre el sustrato de la historia humana reciente, a la que le hemos dado, también en estos pagos, el nombre de capitalismo.
En Juan Bautista Duizeide aparece el agua. Los océanos, los mares y los ríos como tópicos que en la Argentina fueron desplazados por el imaginario pampeano, escenario simbólico y real de un modelo económico agrario y de exportación. En consecuencia, el mar como ese enemigo de las elites, el que separa irremediablemente de Europa, el que quita la deseada vecindad y que para colmo exige habitarlo –cultural y productivamente– para generar la necesaria soberanía, esa palabrita tan cara a los populismos y a los justicieros. De allí entonces que Duizeide, con prosa transparente y abundante, podemos decir marítima, emprenda una pesquisa de las presencias del agua en la historia de la literatura local, con la inocultable vocación de, por un lado, generar en el presente las condiciones para un nuevo campo de intereses crítico-literarios y, en segundo lugar, más secretamente quizás, para corroborar aquello de que para fundar un determinado modelo de nación hace falta una correspondiente trama en el campo de las ideas y la literatura que lo sostenga.
Pero lo que más se puede destacar es que en ambos textos, y de manera carnavalesca, afloran infinidad de autores y de títulos. Huellas y mapas. Esto significa que el libro que el lector se lleva, antes que nada, exhibe una vocación por difundir lecturas, actividad concebida como una usina de entusiasmos, ganas de que el otro conozca lo que nos conmovió y, también, aunque no se diga, la idea de que cuando se lee se nos pueden estar revelando nuevas materialidades que sólo valen la pena si se comparten. La siempre vivificadora noción de que el conocimiento emancipa siempre y cuando sea en función del colectivo. El mismo que hoy, en esta Argentina de 2017, necesita más que nunca ir al encuentro de nuestras variantes e invariantes.
Emiliano Ruiz Díaz
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Si la imagen que le cabe a la oficialidad de una lengua se asemeja a un bloque de granito sólido y macizo, la pregunta crítica por el nombrar sólo puede parecerse a un barreno: la herramienta que perfora la roca para luego hacerla volar por los aires. Luego de la voladura, esa misma vocación crítica se completa con una labor ambigua hecha por orfebres prudentes y heliogábalos exasperados. Rastrear y rumiar las bases materiales oscurecidas para afirmar un decir y hacer de otro modo. Porque la artesanía es tanto habilidad como comunidad.
Los ensayos de María Pía López y Juan Bautista Duizeide contrapesan esos actos de negación –de pueblos, lenguas y geografías– con la invitación a un viaje que nos llevará a la salvación o al naufragio, todo es posible cuando se trata de una apuesta. Un viaje que es más bien un aventurarse por líneas diversas que funcionan como armadura, código, premonición y colección arbitraria de la memoria; que es mejor entendido cuando lo pensamos como una espacialización, como los modos de estar en un espacio y de relacionarlos con él.
Más que viaje, excursión. Pues nos llevan a imaginar el tiempo donde nace la forma de decir, un mapa al comienzo de las cosas para que las cosas mismas existan. Una contraseña para avanzar desde lo sombrío sin comicidad a la comicidad sombría. De allí que el tono de los ensayos sea por momentos elegíaco. No tanto por la adoración en el lamento, sino por la reivindicación. Por la alegría y la loca inquietud de buscar efectuar una potencia, de insistir en el llamado de aquello que se ha perdido, de aquello que se ha tenido con retraso, de aquello que no nos pertenece. Por ello, una vez aventurados en el viaje encontramos que hay una textura, un “grano”, una rugosidad, una forma de contrapesar la lengua que hace eficaz al mundo para, en su lugar, volverlo más habitable aun cuando las voces que lo componen parecieran no ser parte de él.
Magdalena Demarco
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Una época, la nuestra, se ha convencido de la inexistencia de un reverso de las imágenes. Es cierto que en la propia consistencia de las imágenes aflora, y en su rugosa superficie insiste, la contingente pero no azarosa sintomática de nuestro tiempo. Darle voz sería, entonces, una pasión inútil. Mejor, sin dudas, ubicar la escritura en el resquicio, en el hueco o en el intersticio abierto entre las palabras y las cosas. La experiencia de lo poético –y de lo político– no puede suceder sino desde esa hendidura. Lo indio pensado por María Pía López muestra su potencia justo allí, en el reverberar mítico de una torsión algo imposible de las palabras en las cosas, y viceversa.
Sobre la nervadura de la lengua se decanta la grilla jerárquica del poderoso y el escondite del sublevado. Porque es necesario responder otra vez a la inquietante pregunta decolonial, esto es, ¿puede el subalterno hablar? Toda una idea de lo político –y de lo justo– trasuntará nuestra respuesta. O el orden policial de los cuerpos y las palabras gana siempre por anticipado, o existe lo político, lo histórico, lo mítico.
Nunca basta un solo procedimiento para incendiar la lengua, o para hacerla arder. Y el plebeyismo puede emerger donde menos se lo espera: en un reducto del Estado, por ejemplo, sea éste un Museo o incluso una Biblioteca. Basta que el subalterno encuentre los tonos y las inflexiones que le permiten respirar como un extranjero en la lengua grisácea y colonial del poder. Lo indio es materia ensoñada, pero esto no quiere decir ni sublimidad de lo irrepresentable ni ficción posmoderna de las comunidades tibiamente imaginadas. Es lo otro que parece hacer sistema, pero que perfora la lengua y se corre, se desplaza, se desidentifica. El subalterno como mestizo que quiebra el sentido moral de las buenas consciencias y destaca como síntoma, como lapsus, como formación inconsciente.
Pero las lenguas subalternas no se reducen a ser rasgaduras de la lengua colonial. También, piensa López, se rigen por la economía barroca del gasto sin reserva, del derroche y del don. Frente a lengua colonial de la equivalencia y el intercambio integral, sin resto ni falla, el subalterno convoca al carnaval antropofágico del exceso y del empacho. Puede que la Revolución se haya desplazado del futuro al pasado, pero cuando ello ocurrió, lo indio emergió como el síntoma insurrecto que habita en las lenguas subalternas de América y que invitan a sublevar la vida de derecha del capitalismo triunfante.
Martín Ara
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Arena, agua y cielo. Un tríptico material en el que pueden leerse, sin embargo, las disimetrías de la historia. El mar le di al desierto exploradores que lo “descubrieron”, que hicieron lo vacío y lo poblaron; y le dio un vocabulario náutico para atravesarlo y medirlo, para imaginarlo monótono y sublime, despiadado; por mar los tráficos comerciales e inmigratorios; las formas populares y burguesas del esparcimiento; los efectos radicales de la guerra. Al mar, en cambio, le faltó un desierto, o mejor, lo que el desierto movilizó como fiebre y deseo, una imaginación, voluntades en disputa, un verosímil acuático sobre el cual fundarnos. Pura superficie negada de la fantasía nacional y de los proyectos políticos y económicos que fraguaron las fronteras y ordenaron una explotación del territorio; espacio límite en la narrativa argentina que no encontró una tradición. El agua mece los desperdicios y los cuerpos que restan.
Niebla, calima y bruma: así nombra el mar al aire enrarecido y denso de partículas y pequeñas gotas en suspensión que entorpecen la mirada. Una visibilidad reducida, la de la historia de proyectos truncos, efímeras utopías isleñas, leyes inconducentes, torpezas, desguaces, privatizaciones, clausuras y olvidos.
Pero, “el mundo es poco” y se escucha la sonora insurgencia de la espuma plebeya que mancha lo liso y agita los desiertos. El mar y la tierra se revuelven sobre los restos que deja la memoria: detritus, polvo de huesos, descomposición milenaria del mundo y de las lenguas que se alzan por encima y por debajo de las olas: porque no sólo se oye la lengua imperial en el océano. Abrir, entonces, las pulsaciones geológicas, políticas y lingüísticas que den una tierra menos lisa y llenen de huecos la llanura, recuperen el litoral extenso de ríos navegables, las islas de barro y sombra, la greda, las selvas y las montañas. Un pliegue del agua sobre la orilla capaz de imaginar otro relato de la emancipación y otra forma de la soberanía.
Carolina Maranguello