La precariedad del testimonio por Luciano Guiñazú

Son cuatro bagres amarillos, sumados los cuatro con cabeza y todo no llegan a pesar un kilo y medio. Les saco las cabezas, las tripas y lo que puedo del cuero y los corto en postítas. Pico una cebolla, medio morrón rojo, dos tomates perita y un diete de ajo. Pongo aceite en la sartén y tiro la cebolla y el morrón adentro. Mientras eso chilla me pongo a pelar unas papas y las corto en cubitos. Las cebollas se doran. Tiro el pescado con el ajo y los dejo cocinar. Le echo a la preparación un poco de vino y junto con una nube etílica salen despedidas de la sartén unas gotas de jugo que van a parar a mi remera. Cuando el alcohol termina de evaporarse le meto el tomate y las papas, le pongo sal, pimienta, pimentón dulce, ají molido, condimento para pescados y otro polvo de color amarillo musgo que no llego a distinguir qué es. Bajo el fuego y lo dejo cocinando.

Fotografía de Fabiana di Luca

Son las nueve de la noche. Daniel y yo nos sentamos en la mesa de afuera a comer. Llegamos a la isla hace tres días y hasta el momento sólo pescamos estos cuatro bagres que sirvieron de sustento para este chupín. Aunque parece poco, Daniel y yo comemos dos platos cada uno y todavía sobra como para un plato más. Estamos en la sobremesa, disfrutando de un vino y del murmullo del río. El río, a esta hora, suena así, como un murmullo. Pero de repente el clima se rompe, se quiebra. El ruido de unos remos estallando contra el agua en pequeñas explosiones, pequeñas y persistentes explosiones que suenan como un bajo continuo, que silencian el murmullo del río, rompen la calma. Entonces nos damos cuenta de que viene alguien. Daniel se para a mirar. Se para a medias, lo suficiente como para poder dar vuelta la cabeza y ver sobre la parrilla hacia el muelle. Yo que tengo el río y el muelle de frente ni siquiera me paro, sólo muevo la cabeza y dejo que las cosas sucedan.

Me cuesta reconocerlo, pero una vez que lo tengo en frente, puedo ver que es Juan. Juan es un viejo conocido. Vive en la isla desde hace unos 5 años y aunque nadie lo dice, todos sabemos por qué vino a vivir a la isla y por qué casi nunca va al continente. Nos saludamos y le ofrezco pescado. Juan me responde que gracias, que está podrido de comer pescado, pero que aceptaría un vasito de vino. Daniel lo mira y dice al aire en un tono extraño:

-Qué raro.

Yo le digo que se sirva. Juan se sirve y por un segundo todos quedamos en silencio. El murmullo del río vuelve a darle cuerpo al espacio. Entonces Juan de nuevo destruye el silencio intentando decir algo interesante:

-Saben que el otro día, hace dos o tres meses, venía por el canal Arias y doblé por acá para cortar hasta el Lujan; y justo ahí en el recodo, en el muelle de Funes, lo veo al viejo tirado pegándole manotazos al piso tratando de levantarse. Entonces, me acerqué al muelle, até el bote y bajé a ayudarlo. Una vez que lo paré, le pregunté qué le había pasado y el viejo me dijo que se había caído y ahí nomás me empezó a llorar la carta. Que ya estaba muy viejo, que era la tercera vez que se caía, que el otro día estuvo como tres horas en el suelo antes de poder levantarse, que esto y que aquello. Finalmente, me dijo que necesitaba a alguien que le ayudara y me preguntó si no conocía a nadie y ahí nomás yo le dije que yo, ¡claro!. Así que desde entonces estoy viviendo ahí enfrente, del otro lado del arroyo, en lo de Funes. El viejo me dijo que podía hacerme una casita al fondo si quería, así que ya traje unos palos y ya los puse. De día los pueden ver desde acá. Igual por ahora estoy viviendo con él hasta que termine la cueva. Y lo ayudo al viejo, pobre. le hago la comida, le corto el pasto y una vez al mes me voy hasta Tigre y le cobro la jubilación y le pago los impuestos. A mí me viene bien, la verdad, porque allá al fondo no hay nada. Y al viejo. Pobre. Yo lo cuido, no me cuesta nada.

Daniel hace un gesto y me mira por un segundo y de nuevo como hablando al aire dice:

-Mirá que curioso.

Después se queda callado. Yo sé que está esperando para atacar a Juan, no sé que espera, pero sé que está esperando para atacar. Daniel nunca soportó a Juan y nunca disimuló el asco, así lo decía él, que le producía su sola presencia. Entonces, como si mi pensamiento necesitara confirmación inmediata, Daniel apura el vaso de vino, hace un gesto indefinible y me vuelve a mirar otro instante antes de comenzar a hablar:

-¿Sabían que por el río Paraná, ya que estamos en la isla y tan cerca de ese río, pasó una vez Henry Morton Stanley? Si señores por acá nomás.

Fotografía de Fabiana di Luca

Juan se queda callado como adivinando que lo más prudente y, sobre todo, conveniente para él es no hablar. Yo veo lo que está pasando y lo que va a pasar. Daniel intenta humillar a Juan con algo de falsa erudición, no sólo lo quiere molestar, lo quiere castigar por ser como es, por ser lo que es y la mejor manera de hacerlo, desde su óptica es demostrándole que él sabe cosas que Juan ignora. Entonces cuando Daniel escucha que Juan le pregunta por el tal Stanley no puede contenerse y sonríe socarronamente. Después me mira una vez más, esta vez como satisfecho, y empieza a hablar:

-Henry Morton Stanley era una especie de explorador del siglo XIX, se hizo famoso porque encontró a un misionero escocés que se había perdido en África que se llamaba Livinsgtone y después rescató a un alemán que se llamaba Emin Bajá. En su época fue muy famoso y hoy en día hay varios puertos alrededor del mundo que llevan su nombre, uno está en las Malvinas, por cierto. Bueno, Stanley escribió varios libros, de cómo navegó por el río Congo, de cómo encontró a Livingstone, de cómo rescató a Emin Bajá y qué se yo cuantas cosas más. La cuestión es que ya en su época había quienes dudaban de lo que Stanley decía que hacía. No es sólo que pensaran que Stanley mentía, había algo en su forma de decir, en su forma de contar, de presentar las pruebas, en su forma de armar sus crónicas, etc., que no cerraba. Se veía entonces y se puede ver también hoy que tras cada heroica empresa que encaraba Stanley había un oscuro trasfondo comercial, cuando no una lisa y llana empresa colonial. Entonces, encontraba a Livingstone y de paso le ponía su nombre a unas cataratas, navegaba el río Congo y de paso hacía negocios con los nativos a favor de un rey belga, rescataba a Emin Bajá y de paso se traía de vuelta un cargamento de no sé cuantos kilos de marfil y así sucesivamente. ¿Se dan cuenta? Stanley era un mentiroso. Inventaba excusas que le permitieran entrar a robar impunemente a donde fuera que fuese. Inventaba historias para la opinión publica diríamos hoy.

Decía que iba a ayudar, pero en realidad iba a robar, a saquear. Por eso, si hoy uno se toma el tedioso trabajo de leer uno de sus libros, algo que sólo se puede hacer de muy mala gana, se va a dar cuenta que todo ahí está escrito para justificar y legitimar ese saqueo. Entonces ¿qué sucede? Sucede que el supuesto testimonio que supuestamente ha dejado Stanley a la humanidad sobre el continente negro, sobre el misionero escoces y sobre la mar en coche, carece por completo de credibilidad, carece por completo de razón. De hecho, no hay testimonio alguno. Quiero decir, la potencia de un testimonio, de una declaración, sólo tiene valor cuando quien lo aporta, quien lo enuncia es creíble, sin esa credibilidad la fragilidad del testimonio se hace evidente y hasta puede llegar a resultar una burda burla. ¿no te parece, Juan?

-Sí, claro, claro.

Me sirvo vino. Veo que Juan está incómodo. Intuyo que sólo se acercó hasta el muelle para tomar vino, pero que ya no quiere estar más con nosotros. Entonces, lo miro. Juan me mirá por un instante y se para decidido a irse. Saluda. Daniel le dice que se quede a tomar otro vinito, pero Juan se niega y comienza a caminar por el muelle en dirección al bote. Yo veo cómo se sube y comienza a remar. Veo cómo amarra el bote en el muelle de Suárez y finalmente veo cómo se pierde en la oscuridad. Entonces lo miro a Daniel y cómo para romper el clima que generó su jueguito con Juan le pregunto:

-¿qué hay de Conrad?

Daniel toma un sorbo de vino y me dice:

Fotografía de Fabiana di Luca

-No, Conrad es otra cosa. Está inmerso en el mismo universo de mierda que Stanley, escribe lo mismo que Stanley, pero a diferencia de él a Conrad uno le cree. Y te voy a decir por qué le creemos. Hay un movimiento en Conrad, específicamente en El corazón de las tinieblas. Un movimiento de desplazamiento entre el narrador y el personaje Marlow, un movimiento sutil pero preciso en el que ya desde el principio de la historia la tensión sobre la veracidad del relato se pierde de vista, y que al mismo tiempo hace que todo lo que se diga de ahí en adelante en la novela adquiera verosimilitud. Ese movimiento se produce cuando el narrador que comienza la historia le deja su lugar a uno de los personajes. A Marlow, que es quien va a seguir el relato de ahora en más. Cuando el narrador le cede la palabra a Marlow, Conrad resigna su persona a favor del texto, a favor del testimonio, no de su testimonio sino el de Marlow. Eso hace que de ahí en adelante el texto adquiera cierta independencia del escritor o si se quiere del narrador inicial; que por cierto no es un cronista, ni es un comerciante, ni un enviado del rey Leopoldo II; pero que aunque lo fuera, ya no importaría. El texto en Conrad a diferencia de lo que pasa con Stanley no funciona como justificativo, ni como legitimador, sino como mero texto. Conrad no se oculta tras un velo humanitario para justificarse. Por el contrario, utiliza a su personaje Marlow para denunciar una época y a sí mismo en el proceso, pero no como queriendo hacerlo, sino justamente porque no puede dominar al propio texto que ha engendrado, ni a su nuevo narrador. ¿Me seguís? Es como si Conrad hubiese visto claramente, mucho más claro que Stanley ciertamente, que la verosimilitud de una historia, así como su perdurabilidad, se juegan más bien en las conexiones que se establecen entre el escritor, el narrador y relato; que entre el realismo de las imágenes que pretende describir. Todo en Conrad está puesto ahí en función del texto y eso hace que el texto adquiera una dimensión que trasciende lo literario en el sentido de que ha quedado y seguirá quedando también como testimonio de una época. Mientras que, en Stanley, todo está allí para justificar otra cosa, algo que está fuera del texto; algo que lo excede y que por eso mismo lo desborda por todos lados. Por eso Stanley no dejó, ni va a dejar, ningún legado literario ni ningún testimonio sobre la situación, por ejemplo, de África. A lo sumo dejará un recordatorio de la operatoria del engaño aplicada por las potencias colonialistas, un manual de estafas; en el mejor de los casos, material para la tesis de algún estudiante de posgrado. Es decir, nada.

Lo mismo se puede decir de este hijo de puta, no te confundas, Miguel, este Juan es un hijo de puta. vos sabes por qué está viviendo acá desde hace 5 años, no hace falta que yo te lo diga; y ahora, se le metió en la casa al pobre viejo y se le va a quedar ahí hasta que se muera y después se va a quedar con la casa. Acordate lo que te digo. Este es un hijo de puta.

Daniel resopla con un gesto cansado pero satisfecho, justo antes dejarse caer sobre el respaldo de la silla. Yo termino mi vaso de vino. Me prendo un pucho. Miro el muelle y escucho el río, el murmullo del río.

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