Estamos publicando aquí, a modo de anticipo, las primeras páginas de la nueva novela de Carlos Bernatek, que la editorial Adriana Hidalgo estará publicando en mayo de 2017. Jardín primitivo, después de La noche litoral, es el segundo libro de la «trilogía de Santa Fe».
Todos estaban sucios, por lo menos, manchados. Pero no habían llegado hasta allí por una cuestión higiénica, mucho menos para confesarse. Había cosas del pasado a las que era mejor no traer al presente, una especie de juego de naipes con más gestos que palabras, que imponía cierta prudencia. “Se habla de lo que se habla; nada más”, dijo alguno, y el silencio del grupo fue asentimiento. Pero ¿qué otra cosa se podía hacer en una isla? Alrededor, por lo cerrado de la noche, el río parecía invisible; se escuchaba como una música de fondo el rumor de la corriente y un sonido empastado en los yuyales de la orilla, ruido de animal atrapado, un yacaré o un pez enorme que merodeaba y nunca terminaba de morder el anzuelo. Todas estridencias repentinas, medio salvajes de la noche: cantos de pájaros, quizá algún pato sirirí, el batir irregular contra el agua de las maderas podridas de un chinchorro, atado a un poste. Y en medio de la escena, esos cuatro tipos que ya no eran jóvenes, que por alguna extraña razón personal habían llegado a ese punto remoto del islerío. Yo, que era el quinto, tampoco tenía en claro una razón.
Si tuviese que imaginar algo que nos uniera, en el motivo común que nos había traído, pensaría en una electricidad que arraigaba en lo poroso de nosotros, algo extraño, magnético, que nos traspasaba y nos mantenía juntos pero lejos de todo, cerca de la parrilla, del pequeño altar pagano de las carnes; o quizá, cómo no, en esa especie de fascinación que nos hacía rodear las brasas, lo más elemental, como si recién hubiésemos salido de las cavernas y descubierto la protección del fuego, aunque hicieran cuarenta y cinco grados a la sombra. Pero nada de eso me producía una respuesta convincente. Probablemente estábamos en la isla porque habíamos llegado al extremo de no soportar más la vida mediterránea o siquiera costera; al borde de algo filoso como un precipicio, un acantilado sobre el mar, y nos habíamos detenido allí. Pero en Santa Fe no hay mar, ni fiordos, ni cavernas, ni tierras altas: hay barro de río; tierra y agua mezclados, una cosa turbia, una argamasa de la que aparentemente estábamos hechos. Nosotros éramos ese mismo barro. Y con esa materia blanda se construyó este sitio. Cuando crece el río, con esa persistencia, con esa fiereza, lo va borrando todo: primero socava, va horadando, después esmerila, alisa como si quisiera evitar que en la superficie sobresalga algo rústico. El río tapa todo lo que encuentra con más barro, lo sepulta. Ese es su trabajo, siglos borrando, cubriendo lo que emerge, lo que saque la cabeza, todo aquello que aflore de la lisura. En eso el río se parece a nosotros, a las conductas humanas que suelen darse por aquí. La historia se construye, lo que se cuenta, no es muy diferente del engaño: existen versiones distintas para cada episodio, finales distorsionados que, a medida que transcurre el tiempo, los cuenteros se encargan de cambiar. ¿De qué otra manera podría explicarse que recién a mediados del siglo XX, surgiera la fábula de Santa Fe la Vieja y la primera fundación, y los mancebos de la tierra, los siete jefes? Todo eso lo sé por el Carli Fridman, que no sólo me dio generosamente el culo y me la sostuvo con amoroso cuidado en aquella primera vez en el fondo de la forrajería, cuando éramos pibes, pibes calientes como braseros, sino que se tomó el trabajo de enseñarme, porque yo los libros… poco.
–¿Cómo te podés imaginar un pueblo, una ciudad, que tarda cuatrocientos años en descubrir su origen? No existe nada semejante en el mundo. Todos los historiadores antiguos, ¿eran boludos? Esto es otra cosa: se necesitaba una fábula, un cuentito. El damero español, la plaza, la iglesia, el cementerio, ¡eso era igual en todas partes! Y el resto, lo que faltaba, lo justifican diciendo que se lo llevó el río. No es muy serio Zapata Gollán. Había un pueblo, bueno, hubo tantos. Pero ahí construyen el mito de los mancebos, de la revuelta, y los matan a todos. Un buen escarmiento para empezar la historia no les vino nada mal. Pero esto no hay que decirlo en público, o te matan. Se habla en privado -y se reía el Carli cantando-… Zapata Gollán, por el culo te la dan.
–Pero no está tan mal como cuento -le decía yo-, es medio misterioso lo del pueblo sepultado en la tierra, el traslado…
–Bueno, depende: diez años para una mudanza, y venir justo a parar acá, a este pozo húmedo, con un calor enfermante… ya que tardaron tanto, hubieran seguido hasta Coronda, qué se yo.
Para el Carli, el barro era una especie de condena que teníamos:
–Vos fijate, Ovi: ningún pueblo importante, ningún imperio o civilización se edificó en el barro: los incas, los aztecas, los mayas… todo piedra y más piedra. Desde Cristo para acá, que edificó la Iglesia justamente con una piedra: ¿querés algo más duradero que la Iglesia? Llena de chorros, mafiosos, pederastas, fanáticos enfermos, todo tipo de pervertidos, y sigue ahí. Porque en la piedra se escribe, la piedra trae el progreso y la letra queda.
–Y en Córdoba, con la de piedras que hay, ¿por qué no hubo una gran civilización?
–¡Porque hubo cordobeses, claro! Los comechingones eran cordobeses primitivos. Vos agarrá a uno de esos cómicos que aparecen por la tele, esos que cuentan chistes boludos: son la esencia del comechingón; vagos, borrachos, brutos. Viven para el fernet y las putas. Y se enorgullecen de eso. El cura Brochero se volvió leproso y ni así los hizo laburar.
–¿Tanto, Carli?
–Y, sí. Hay un cuentito muy lindo: dicen que cuando Dios creó el mundo y distribuyó la gente, viendo los beneficios que había recibido la Argentina -todos los climas, un montón de riquezas, agua potable, fertilidad- un grupo de gente de otras partes se atrevió a reclamarle. Entonces Dios les dio la razón. Y, para compensar, creó a los argentinos.
–¿No te estás volviendo medio chupacirio, vos?
–Se la habré chupado a algún cura, y te aseguro que no acaban agua bendita, pero eso no me convirtió en beato.
Un loco lindo el Carli. Pero socialmente, un duque inglés. Y tenía eso tan santafesino del chamuyo entre nos, donde se dice al oído todo lo que se evita en público. Por eso había llegado a funcionario, y pasaban los gobiernos mientras él permanecía intocable. Una lengua temible la del Carli; muchos decían que era preferible no tocarlo antes de que abriera la boca.
Él me enseñó lo del barro, una teoría que tenía: que el barro tiene una esencia frágil, inestable como las palabras. Y nosotros estábamos hechos de eso.
Dije que rodeábamos la parrilla en silencio; a esa hora, al menos, se notaba cierto respeto, una distancia prudente con el otro, al menos hasta que el vino hiciera mella. En lo profundo, y también en lo superficial, éramos desconocidos. ¿La impresión que me daba aquel cuadro? Los criminales siempre se justifican, son indulgentes consigo mismos; ponen como condición primera una mentira: su inocencia, como hacen todos los que buscan ser perdonados; ninguno se expone de entrada, porque no creen deberle nada a nadie. Al contrario: creen que la vida, el mundo les debe a ellos. Esta era otra teoría del Carli: la del criminal victimizado.
Pero en este lugar que no figura en ningún mapa, y sin decirlo, todos sabían que algo debían, algo que esperaban que el tiempo borrara, como la creciente del río que llega para llevarse todo aguas abajo, para que las cosas se pierdan en el torrente y mueran en el mar del perdón o el olvido.
El patio, cerrado con mosquiteros, proyectaba sobre el pasto las únicas luces posibles; el resto era el ruido de un generador chino, asordinado a la vuelta del rancho, y el bicherío nocturno, nubes de grillos, cascarudos, ranas invisibles gimiendo de un modo que, a coro, parecía el llanto de criaturas abandonadas. Más allá de la escena cercana había reflejos difusos, sombras profundas y destellos que venían del río, lo poco que se adivinaba de Sauce Viejo. Era esa hora en que bajan sobre la isla nubarrones de jejenes que no se ven pero pican como hijos de puta, y uno supone capaces de comerse un caballo. Hay que mantenerse lejos de la orilla, cerca del humo, o embadurnarse con repelente y esperar, total el tiempo sobra. A las dos horas desaparecen y vuelve la calma, como si los bichos más jodidos trabajaran a reglamento. Quedaban los mosquitos, nada que un santafesino con la sangre y la piel curtidas no pueda tolerar. Tampoco se podía pretender que no hubiera insectos: estábamos en una isla, rodeados de juncales, camalotes y arbustos salvajes, a veinte minutos de lancha de Sauce Viejo, o sea, bien metidos en ese islario que se ve muy bien desde el aire, cuando se llega en avión a Santa Fe, y uno se da cuenta de la inmensidad de laberintos que hay desde la orilla del Coronda hasta el Paraná, como si allí existiera otra provincia hecha de caminitos de agua e islitas con playas de arena que la creciente va a borrar y convertir en algo diferente en poco tiempo, sin un mapa capaz de fijarlas más que la memoria de un baqueano, un pescador, alguien como un lama del Tíbet pero sin filosofía impresa, que vive a duras penas del río. En una de esas islas, en la parte más alta, estaba la casita precaria, una tapera de pescadores, o de jubilados, o de antisociales, o borrachos pudorosos, o pajeros, o vaya a saberse qué.
Yo arrastraba mi resistencia a las islas desde cierto episodio que prefería borrar de la memoria, pero había pasado el tiempo, esta era otra isla, y sentía que, últimamente, la rutina me venía gastando, que me quitaba hasta el entusiasmo más básico, eso que a uno lo mantiene en pie, que lo obliga a levantarse de la cama. No sé cómo llamarlo, pero es lo mismo que hace que se pare la pija sin causa aparente, o permanezca muerta como el bofe en un mostrador de carnicería.
Para llegar había que embarcarse de día en la Cortada de los Suspiros con alguien que conociera el camino, porque los riachos se cortan, se achican, se cierran sin salida. Hasta ahí había llegado esa misma mañana con el Carne Boba. ¿Cómo me había convencido el hijo de mil putas para salir de Santa Fe en ese Falcon de mierda que aún tenía la antigua patente de los servicios, que ningún policía ni gendarme osaba detener como si presenciaran un desfile patrio, la reencarnación metálica de un prócer? El Carne estaba contento porque había logrado ponerlo en marcha después de un lustro. Para que no se lo afanaran, lo tenía encadenado como a un perro en el árbol de la puerta de su casa, pero en lugar de candado, el tipo había soldado con autógena la cadena, como para que muriese ahí; así que cuando consiguió moverlo tuvo que cortar los eslabones con una amoladora, todo un símbolo, las rotas cadenas, rotas sin gloria, cuando de lo que se trataba era de embarcarse en aquella nave siniestra.