Entre el 13 y el 14 de febrero de 1520, la expedición de Magallanes pasó por la entrada de la bahía, un poco más allá de las islas, y describió por primera vez nuestro accidente geográfico para ojos europeos. Francisco Albo, piloto y contramaestre de la nave Victoria, dejó consignado en su diario que la flota navegó sobre unos bajos donde los barcos dieron “muchas culadas”, delicioso término naval que significa que la quilla tocaba fondo. En tanto, el capitán Luis de Mendoza en su cuaderno de bitácora nombró al lugar como “baxos de arenas blancas”. Cuatro siglos más tarde, el bahiense Héctor Libertella reescribe en ¡cavernícolas! la crónica de esa expedición en clave paródica a través de unos supuestos diarios de Antonio Pigafetta. Obsesionado por encontrar el estrecho que une los dos océanos, Magallanes insulta a su tripulación, maldice, promete, jura, es un desaforado en medio de la empresa desaforada de la conquista. Ordena a los navegantes: “seguid por el borde de la costa aunque la costa se enrosque sobre sí misma y nos mande al fondo del abismo”. Cada río o entrada de agua en la tierra es explorada con ansiedad. En un momento determinado el almirante cree encontrar el paso, pero se decepciona nuevamente y exclama “hemos caído en la engañeta de una bahía, ¡voto al destino!”.
¿La arena es blanca? ¿Luis de Mendoza habrá visto las playas de Monte Hermoso y Pehuen Co? ¿Habrá confundido la arena con el salitre?
No es difícil tocar fondo en esta bahía.
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La representación de la bahía en un mapa tiene límites concretos. Pero en la bahía real el mar entra por cauces que forman un estuario o entretejido de ríos que no son ríos sino rías, y por eso vas al Puerto de Ingeniero White y el mar que ves desde el muelle no es el mar sino un conjunto de rías, las mismas que un ingeniero pintor quería prolongar hasta La Pampa; ese mismo estuario donde llegó Darwin en 1833 a bordo del Beagle. Al borde de la depresión, escribió en entre sus notas que ese paisaje era uno de los más horrorosos que había visto en su vida, que no se distingue el agua de la tierra ni el barro del agua. En días nublados el horizonte se vuelve una masa cuajada de sustancia viscosa gris con vetas que apenas se diferencian por tonos claros y oscuros.
Apenas entrar a la bahía, la mirada extranjera se hunde en el engaño y decepción. Desde un avión no se vería un tajo sino el entretejido arterial que irriga en flujo y reflujo.
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En la tapa de la primera edición de Poesía civil, Sergio Raimondi dispuso que apareciese uno de los emblemas renacentistas que trabajara el profesor Héctor Ciocchini en la Universidad Nacional del Sur hacia 1969, el mismo año del Cordobazo y la dictadura de Onganía. Se trata de La sententiose imprese de Simeoni y Giovio (1562), un grabado donde un voluminoso cangrejo atrapa las alas de una mariposa, una con cada pinza. Debajo hay una reducida viñeta en la que se lee FESTINA LENTE, que en latín significa algo así como “apurate lentamente, con cuidado”. Los estudios en nuestra universidad constituyen uno de los ejes problemáticos que Sergio aborda en su texto, acaso uno de los mejores libros de poesía argentina. Allí están Antonio Camarero, Héctor Ciocchini, Martínez Estrada, la imposibilidad de ver la realidad de nuestro país sino refractada por el cristal de una concepción humanista deudora de la tradición grecolatina.
Pero hay otra razón que él me confió una vez como al pasar: tiempo antes, le habían contado que los cangrejos viven y mueren siempre en la misma cuevita que cavan en el lecho barroso de nuestra ría; le mantienen una fidelidad absoluta a pesar de las mareas grandes, las tormentas que revuelven el fondo, los vaivenes de la pesca, las hélices de los remolcadores y monstruosos cargueros de cereal y containers. En ese lugar recibe la vida y la entrega, espera a sus presas y es presa de las gaviotas. Es fiel a ese barro arcilloso que parece pasta gris, como el pequeño yuyito que crece en la costa llamado salicornia ambigua. Esta planta se adaptó a esas arenas blancas, necesita el salitre y hasta podría decirse que lo desea porque es una planta halófila, amante de la sal; la incorpora a la corriente de vida que nutre por sus capilares las paredes de las células y cuando, luego de estar sumergida, la marea se retira, la superficie de sus hojitas quedan cubiertas de pequeñísimos cristales de cloruro de sodio que emiten destellos bajo la luna llena.
El tamarisco no tiene el follaje caudaloso y ondeante de los árboles del litoral. Es achaparrado y su tronco, deforme. Es un arbusto que trajeron de los desiertos africanos y por eso lo usaron para fijar los médanos de esta bahía. Si uno va a Punta Alta o a General Cerri, los ve en hilera, aferrados a ese salitre que se acumula en la costa de la ría y forma una película blanca.
Estuve con Javier más allá de las ruinas del Frigorífico CAP Cuatreros y vi bajo la luz del atardecer los terrenos baldíos cubiertos por una nevada cristalina de cloruro de sodio. Y antes de eso, fui con el Beto a la última estribación de la ría, cerca de Villarino Viejo; nos metimos con la marea bien baja en el medio del cauce para juntar la red, enterrados hasta la cintura en el barro gris y espeso.
Nos hundimos en el lecho de un río que se vacía y quedamos cercados por los declives de una superficie gris, pastosa y brillante acribillada de perforaciones, las cuevitas de los cangrejos. Sacamos la red que chorreaba un líquido viscoso donde se agitaban algunas corvinas y lenguados.
Al levantar la vista, los tamariscos eran lo único verde que veíamos a lo lejos.
Un cangrejo tajeó la pierna de Beto, y un filamento rojo se mezcló con la sustancia gris.
Yo he visto todas estas cosas.
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Un mínimo punto de fijeza acaso, paradójicamente, también podría ser ese paisaje donde no se distingue el agua de la tierra ni el barro del agua y en días nublados el horizonte es una masa viscosa gris cuajada con vetas brillantes de barro y sangre, entretejido arterial que irriga en flujo y reflujo y hay que apurarse lentamente en un viaje casi inmóvil por lo más próximo, lo absolutamente desconocido, para atravesar las fronteras con que parcelamos lo real en unidades mínimas, tan mínimas como el cristal de salitre, o esa semilla de trigo junto al muelle, o el grano de arena que acaso no permitan ver el universo como sugería William Blake pero que vienen de un espacio donde la vista y el cuerpo han recalado definitivamente y del que no se puede ni se quiere salir.
Una bahía.
Algo se mueve sobre mi cabeza mientras escribo estas palabras. Levanto los ojos.
Mariposas y peces evolucionan muy lentamente trazando elipses en el aire.
Mis ojos se cristalizan.
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El origen del mundo, la hendidura en la tierra, un tajo que se cierra en ángulo bajo la gramilla, la entrada a una bahía frente al lecho reseco del mar.
Y no; ese útero no es el origen del mundo, sino apenas de algunos niños y niñas.
Mi propio origen.