Casuarinas. Una lectura sobre El río de Debora Mundari por Alejandro Boverio

Una palabra se repite en mi cabeza, repiquetea con su sonoridad, la digo en voz alta a los demás, una y otra vez. “Qué linda palabra, ¿no?”, pregunto. No porque no la conozca, alguna vez la habré escuchado, pero leerla me sorprende, me detengo en ella, la repito en silencio mientras la leo, cada vez que aparece en la novela, pero también después de terminarla. Pasan los días y la palabra queda, como si se hubiera adherido a mi paladar, “casuarinas” digo una y otra vez, la separo en sílabas, “ca-sua-ri-nas”; pronunciarla me lleva a otro lugar, a uno diferente al que estamos acostumbrados los que vivimos en el cemento, ni mejor ni peor, otro lugar. Me digo a mí mismo “casuarinas”, “casuarinas”, como si hubiera encontrado la joya de la lengua, una forma del lenguaje que me abre al sueño y me lleva al río, a su raro paisaje, en cierta manera exótico, en el que transcurre la novela de Débora Mundani.

Leer manteniéndose en el nivel de la lengua, zambulléndonos en la historia pero sin dejar de bracear en la superficie de la escritura, así leemos las obras que valen la pena. Por eso podemos detenernos en algunas palabras, diseminadas a lo largo del texto como piedras de toque del secreto que creemos compartir con el autor.

El río es lugar y metáfora. Allí, en el río, transcurre la historia que se narra, pero al mismo tiempo el río es la metáfora de lo que se narra. O acaso metáfora de toda historia, por eso al tiempo que leemos esta narración, leemos otra mucho más poderosa y verdadera. ¿No es la historia, como tal, un río? ¿Y la memoria?

Horacio debe navegar río arriba para cumplir el deseo de su mamá recién muerta, llevarla desde el Delta del Paraná a Trinidad, el lugar en donde ella vivió la infancia. Ese remontar el río hacia arriba, una manera de leer la historia a contrapelo, nos lleva al origen de Helena, a su infancia, y a un momento fundamental de su infancia, el momento en el que conoce a Juan, o más bien el momento en el que lo salva. La historia es, también, una forma de la salvación.

El río es escenario de ese viaje emprendido en el umbral de una tormenta que se desata en medio del recorrido, entre el flujo y el reflujo de esa fuerza heraclítea, pero también lo es la inundación que desencadena esa tormenta. La memoria desborda los cauces e inunda. Es, entonces, parte de la vida, inescindible de su poder.

La narración es pulcra, sobria, sentenciosa. Se narran hechos, no psicologías, y sin embargo toda una psicología se desencadena de los hechos: “Las cañas enganchadas entre sí, algunas casuarinas a punto de caerse al río, un arbusto encima del otro. Dónde están los hombres, pensó”.

Los acontecimientos parecen suceder más allá de los hombres, o en la soledad de un hombre con su lancha, que atraviesa el tiempo con un cuerpo muerto, portando un enigma que no pretende resolver. De vez en cuando aparecen algunas personas, siempre en soledad, como parte de un paisaje, también, solitario. Hay algo primitivamente arcaico que atraviesa esa soledad del relato. Es la soledad de la naturaleza, en la que se abre y se cierra la narración, como así también toda historia.

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