Prólogo al Calibán de Ernest Renan[1] por Luciano Guiñazú

“La aventura terrible de la Edad Media, esa

interrupción de mil años en la historia de la civilización,

se debe menos a los bárbaros que al triunfo del espíritu

dogmático en las masas”.

Ernest Renan,

 Recuerdos de infancia y juventud.

.

En 1886 Domingo Faustino Sarmiento celebrará la aparición de la primera traducción al castellano de un libro que gozará durante largo tiempo de extensa fama y difusión diciendo: El Censor engalanó su segunda página, desde su aparición, con la primera traducción que al castellano se hace de uno de los más bellos libros que se hayan compuestos en estos últimos años”.

El libro al que se refería Sarmiento era Recuerdos de infancia y juventud (1883) de Ernest Renan, un libro que como el propio sanjuanino señalaba, le hará recordar a otro que, en un recóndito rincón de América del Sur, un lector fanático del autor francés escribiera con un nombre parecido, en el que sólo se intercambiaban las palabras “infancia y juventud” por “provincia”. No habían pasado cuatro años desde la primera edición en francés del libro en cuestión y ya se contaba en esta parte del mundo con una traducción al alcance de cualquier lector interesado; y eso se debía no sólo al entusiasmo y propaganda de Sarmiento, sino también, al alcance que la obra de Renan había tenido en el mundo entero. Lo cierto es que, al momento de la publicación en América de Recuerdos de infancia y Juventud, Renan no era ningún desconocido para los pensadores de su época en general, ni para los pensadores americanos en particular; muy por el contrario, su figura representaba al hombre ilustrado por antonomasia y en su persona se cifraban todos los atributos de la Europa que encandilaban a los pensadores americanos de las viejas y las nuevas generaciones.

Al parecer, en 1886 se conocían ya sus ensayos sobre las lenguas semíticas (Ensayo histórico y teórico sobre las lenguas semíticas, 1847) que habían sido ampliamente celebrados y premiados en Francia; sus estudios sobre  Averroes y el averroísmo (1856) que constituyen el primer intento serio de occidente por abordar la figura de Averroes y el fenómeno del averroísmo; y sobre todo sus estudios sobre los orígenes del cristianismo -principalmente su estudio sobre la Vida de Jesús (1857)- que habían causado un gran alboroto en todo el mundo, por su tendencia a humanizar la figura de Jesús y porque su publicación le valió al autor la expulsión del Collège de France. Otros escritos menos conocidos y menos trascendentes como su opúsculo Mi hermana Enriqueta (1862) también habían llegado hasta América y eran bien conocidos por el público en general. En definitiva, Renan era por aquel entonces la figura descollante y estelar de la intelectualidad europea y su importancia en América no era menor que allá. Por esto mismo, no es de sorprender que más temprano que tarde, su obra fuera traducida al castellano casi por completo. El derrotero de su obra no tuvo, sin embargo, la longevidad que su gran figura proyectaba y con el tiempo su fama y trascendencia fueron perdiendo fuerza y espesura. En la actualidad, el cúmulo de sus escritos ha quedado bastante deslucido y avejentado, y de entre la gran masa de textos que conforman su obra, lo que con más recurrencia se cita y referencia, por no decir lo único, es su conferencia de 1882 titulada “¿Qué es una Nación?”.

Entre los pliegues de ese fervor por Renan y la posterior indiferencia que suscitó su obra se operó entre nosotros un doble olvido, el de los dos textos que comentamos a continuación: Calibán, continuación de “La Tempestad (un drama filosófico), 1878; y El agua de la juventud, continuación de “Calibán”,1880. Dos textos que, separados en su producción por dos años, constituyen sin embargo una unidad temática, estilística y filosófico-política. Y así la consideraremos de aquí en más en esta presentación que suponemos se basa en lo que pudiera ser su primera traducción al castellano -al menos en la Argentina-, trabajo a cargo de Virginia García.

La obra en su conjunto, es decir, en sus dos partes y que insistimos -hasta donde sabemos- no habría sido traducida al castellano hasta ahora, no por ello fue menos conocida o menos influyente en estas latitudes. En efecto, aunque de manera más bien indirecta, es decir, por la intermediación de autores como Rubén Darío, Paul Groussac y sobre todo de José Enrique Rodó, el drama filosófico sobre La Tempestad de Shakespeare, constituye quizás uno de los escritos de Renan que mayor importancia revisten y mayor influencia ejercieron en la conformación de una tradición del pensamiento americano forjada entre la denominada generación del ’80 y la generación del ‘90, y que también se dejará ver plena entre los coletazos de la Reforma universitaria del ‘18 encarnada en figuras como la de Deodoro Roca, Saúl Taborda y hasta en la del propio Carlos Astrada.

En lo que tiene que ver directamente con la obra, se podría decir que el drama filosófico[2] que Renan desarrolla con el telón de fondo de La Tempestad (1611) de Shakespeare, se divide en dos partes: “Calibán, continuación de La Tempestad” y “El agua de la juventud, continuación de Calibán”. Las dos partes del drama, mezcla de ensayo literario y de reflexión filosófica, constituyen uno de los intentos que el autor de La reforma intelectual y moral (1871) lleva adelante en pos de explicitar su concepción política que, a falta de un nombre específico, podríamos denominar humanista, cristiana y aristocrática. Escritos los dos fragmentos bajo la atmósfera relajada de un retiro en la isla de  Ischia, las reflexiones de Renan tienen sin embargo como contexto específico y como fuente principal de preocupación, los turbulentos sucesos desatados en 1871 que dieron lugar al surgimiento de la Comuna de París. Los sucesos de París preocuparon y ocuparon a Renan de manera significativa, no sólo en términos de actuación directa en la reacción contra la experiencia parisina, sino también en términos de producción. En este sentido, si sus diálogos y fragmentos filosóficos constituyen su aproximación teórica y hasta militante a la cuestión, su drama filosófico constituye su apuesta estético-política. En cualquier caso, en aquellos y en estos textos, se evidencia que los sucesos de París terminaron por definir sus pensamientos en torno al cristianismo y el humanismo, en torno la democracia y la aristocracia y, sobre todo, en torno a ese nuevo sujeto político en surgimiento que encarnado en las masas populares vino a sacudir el mundo.

En referencia a su concepción cristiana, Renan tuvo desde pequeño una formación católica. En Tréguier, la bretaña francesa, su tierra natal, se ordenó en cargos menores y a los quince años partió hacia París para inscribirse al seminario de San Nicolás en el cual se destacó hasta el momento de su renuncia al sacerdocio en 1845[3]. Esta renuncia marca el fin de su formación religiosa (no así de los estudios sobre religión que serán uno de los pilares fundamentales de su obra) y el comienzo de sus estudios científicos, pero antes que significar una pérdida de fe, representan más bien una mutación. Su fe cristiana encuentra en la ciencia positiva un nuevo objeto de adoración y todas las esperanzas que hasta ese momento había depositado en Dios, de ahora en más las depositará en la ciencia y en las posibilidades aún indefinidas de su progreso. Muchos años más tarde en referencia a esto, dirá: “…estudiado íntimamente he cambiado muy poco, en efecto. La suerte me había ligado en cierto modo desde la infancia a la misión que debía cumplir. Estaba hecho ya cuando llegué a París; antes de abandonar Bretaña mi vida estaba escrita de antemano. Feliz o desgraciadamente y no obstante mis esfuerzos en sentido contrario, estaba predestinado a ser lo que soy: romántico protestando contra el romanticismo, utópico predicando tolerancia en política, idealista afanoso de parecer burgués, tejido de contradicciones que recuerdan al hircocervo de la escolástica, con sus dos naturalezas”. En efecto, sin renunciar a la religión sino más bien desplazando su objeto desde la figura de Dios al de la Ciencia, Renan se coloca y se mantiene en esa doble naturaleza contradictoria entre ciencia y religión. En sentido estricto, lo que rechaza de la religión en general es su trascendentalismo explicativo, es decir, la tendencia a explicar todas las cosas mediante la figura de Dios pero, sobre todo, lo que realmente aborrece es la utilización de ese trascendentalismo como justificativo para la acción humana, es decir, el dogmatismo.

Conservará, sin embargo, esa especie de disciplina que la religión demanda a los devotos en su relación con Dios y que él demanda para la relación del hombre con la razón y con la verdad; es decir, hay que creer en la ciencia como antes o como otros creen todavía en Dios. Según este esquema de pensamiento, el dogmatismo, propio de todas las religiones, es presentado como el gran causante de los retrasos y de las diferencias entre los hombres. Allí se encuentran las grandes diferencias entre civilizaciones y por este camino se explica también la supuesta superioridad de las “razas” europeas de su época respecto de las demás “razas”. En efecto, la cultura europea, que Renan vincula una y otra vez con la idea de raza -de manera no poco confusa-, sería superior a las demás porque ha dejado de lado, antes que el resto, ese dogmatismo propio de la Edad Media que condenó a Europa a vivir un milenio de oscuridad, y que condena todavía a gran parte del mundo.

Este punto, central en su concepción, es lo que define también y hasta cierto punto, su concepto de humanismo, el cual reposa sobre la idea de cultura. Para Renan, como para la mayoría de los humanistas de su época, no existen varias culturas sino una cultura universal que se nutre de experiencias diversas en una sumatoria lineal que por acumulación ubica a Europa en el pináculo de las sociedades modernas, es decir, en el lugar donde la cultura habría alcanzado su máximo desarrollo. El concepto de raza, entonces, viene a complementar un análisis cultural que no puede explicarse en términos de diversidad cultural y que, por lo tanto, debe explicarse sobre otras bases. Así entendido, el racismo, tantas veces señalado de Renan, no es un racismo de carácter naturalista o biologicista en sentido estricto, sino más bien un racismo que podría denominarse cultural.

 Todas sus definiciones en torno a las diferencias raciales se basan más en cuestiones culturales que en cuestiones naturales y, por lo demás, toda la relación causal entre raza y desarrollo se invierte; es decir, no son las diferencias biológicas las que explican la “inferioridad” de una raza, sino que muy por el contrario y en sentido inverso, quienes por su dogmatismo son incapaces de acceder a la alta cultura colocan a su raza en una situación de inferioridad respecto a los europeos, quienes por lo demás sólo se diferencian de ellos en tanto poseedores de una cultura[4] que ha relegado la explicación divina en favor de una explicación racional con origen siempre en el hombre. Renan es un humanista, entonces, porque coloca en el centro y en la cumbre del desarrollo al hombre desprendido de todo dogmatismo, al hombre ilustrado, al hombre racional; es decir, porque en lo que tiene que ver con la cultura y el desarrollo, el hombre es el principio y fin explicativo de todo. La religión así entendida no explica nada, por el contrario, es la religión misma la que ha de ser explicada en este nuevo contexto. Bajo estos supuestos deben ser leídos sus trabajos sobre la religión, incluidas sus investigaciones sobre Averroes y el averroísmo.

Finalmente, el sentido aristocrático de su pensamiento está dado por una aplicación más minuciosa de su concepción humanista y cristiana, ya no sobre el conjunto de las sociedades sino al interior de la sociedad europea. Como se dijo, Renan ve con cierta preocupación la irrupción de ese nuevo sujeto político social encarnado en las masas populares, pero su preocupación no tiene una orientación reaccionaria o temerosa al estilo del burgués que tiene miedo de perder sus pertenencias, sino más bien un fundamento humanista en el sentido antes mencionado. Para Renan, el pueblo europeo, el pueblo francés, en esencia no se diferencia sustancialmente de los pueblos de otros países, sólo un sector de la sociedad vinculado a las antiguas aristocracias es distinguible del resto. El pueblo en general (y el francés no es la excepción) es para decirlo mal y pronto, tan bruto, tan dogmático y, por lo tanto, tan falto de cultura como el resto del mundo. En esta idea reposa su rechazo a la democracia y en esta idea se apoya su rescate de la aristocracia.

En su concepción, la democracia no es un sistema de representación que pueda ser impuesto por la fuerza sino más bien la expresión de una igualdad entre los hombres que se alcanza de hecho y que por lo demás sólo se dio en la historia en Atenas. No hay manera de que la democracia como sistema representativo iguale a los hombres y mucho menos sobre la base de la libertad. Además, y esto es lo que verdaderamente preocupa a Renan, de conseguirse esa igualación, en su actualidad y por medio de las revoluciones o revueltas, eso sólo garantizaría una degradación del hombre y de la cultura, más aún, de la humanidad misma que se igualaría hacia abajo y no hacia arriba. Los europeos se habrían diferenciado en los últimos años, siempre siguiendo a Renan y en su contexto, porque una parte de sus sociedades, una parte menor por cierto, se han librado de las ataduras del dogmatismo que los igualaba en la ignorancia a los demás pueblos del mundo. La libertad individual dio lugar al florecimiento del conocimiento racional y eso dividió a los hombres entre aquellos que aceptaron y se desarrollaron dentro de este racionalismo, de aquellos que continuaron marcados y dirigidos por el dogmatismo. Por lo tanto, fue la libertad la que aseguró la diferenciación entre los hombres, por lo que de ningún modo puede ser esa misma libertad la que los iguale. De entre los diferentes sectores que componen la sociedad sobre la que habla y piensa Renan, más aún desde la que habla y piensa Renan, es entonces la aristocracia la única que ha accedido a ese estado “superior” de la cultura y no cualquier aristocracia sino solo aquella que ha nacido en el seno de una sociedad en crisis.

Sobre este esquema general de pensamiento se desarrolla el “drama filosófico” de Renan. Así, en la primera parte, vemos como Próspero en tanto representante de la aristocracia, es el encargado de llevar adelante la tarea de superación de la humanidad acompañado de Ariel. Calibán, por su parte, en tanto “representante del pueblo” es quien, entronado por éste, usurpa el lugar de Próspero y lo destierra, liquidando con esa misma acción a Ariel. La caída de Próspero es la muerte de Ariel. Pero, en algún sentido y así lo expresa esta primera parte del drama, este desplazamiento, este corrimiento de personajes de sus lugares, termina deteriorando más a Calibán que a Próspero. En este punto, la estela shakesperiana es donde se deja ver con mayor claridad y donde la postura renaniana se expresa en toda su dimensión porque, en efecto, Próspero sin su título, incluso sin Ariel, sigue poseyendo un cúmulo de atributos que le son propios y que lo definen en su grandeza, mientras que la figura de Calibán se va apagando en un doble sentido: por un lado se debilita su espíritu fruto del cansancio y la laboriosidad  que le demanda su campaña revolucionaria contra Próspero; y, por otro lado, en un sentido más ontológico, Calibán comienza a perder sus cualidades intrínsecas, aquellas que lo hacen ser lo que es, aquello que lo define como Calibán y lo diferencia tanto de Próspero como de Ariel. En este juego entre figuras, Calibán, alcanzando todo lo que anhelaba, es quien queda finalmente atrapado y condenado por su propio juego; mientras que Próspero, en parte gracias a Calibán, queda liberado de sus viejas ataduras o por lo menos de gran parte de ellas.

Esta primera parte del drama actúa entonces como una especie de diagnóstico. Es el diagnóstico de lo que significa para Renan la irrupción del pueblo en la vida pública y como esa irrupción altera las estructuras y los cimientos de la sociedad en la que vive. Y si esta primera parte es el diagnostico, entonces la segunda parte del drama viene a otorgar la cura. En la segunda parte, “El agua de la juventud, continuación de Calibán”, Próspero que entiende la situación en la que se encuentra, ya no quiere, y aún no puede, volver a ocupar su antiguo lugar, y esto también en un doble sentido: en primer lugar porque Calibán y el pueblo no se lo permiten; y en segundo lugar porque los sectores que impulsan su regreso son, en todos los casos, sectores retrógrados y retardatarios, que encarnan a los representantes de una sociedad en vías de extinción, a una sociedad que Renan ya no quiere para su nación.

De entre los escombros de esa sociedad en ruinas surgen los pilares y las bases que darán sustento a una nueva sociedad. En esa sociedad son los jóvenes seleccionados de entre las antiguas aristocracias los que van a llevar adelante la construcción a futuro sobre la base de los principios establecidos por Próspero y eso es algo que hasta el propio Calibán va a reconocer y glorificar. En esa nueva sociedad, ciertamente, Próspero ya no tiene lugar, pero sintomáticamente Ariel vuelve a la vida, no para servir a Calibán o al pueblo sino para ubicarse a un costado de él, aunque a su cuidado. Así resuenan entonces las últimas palabras de un Próspero agonizante: “Calibán, deja de hablar de la vanidad de Ariel; esa vanidad es su razón de ser, es legítima. Son necesarios los delicados. Ariel, aún no estás tan cerca como yo del infinito; deja de despreciar a Calibán. Sin Calibán, no hay historia. Y así implora Próspero a Calibán que proteja a Ariel: “Te pido para Ariel una sinecura, el cuidado del castillo de Sirmione, que no tiene ninguna importancia para la república de Milán y que les sobrará para sus necesidades. Para terminar la secuencia con un Calibán afirmando: “Amo, serás obedecido.

En esta segunda parte del drama, el gran invento de Próspero, “el agua de la juventud”, representa aquello que impulsa a la aristocracia a cambiar de rumbo, aquello que la impulsa a seguir un camino nuevo. Sin embargo, representa también una imposibilidad, la imposibilidad de que sea Próspero el encargado de llevar adelante un cambio verdadero y profundo de esa realidad, porque en definitiva el “agua de la juventud” termina siendo el instrumento de destrucción de Próspero, el instrumento mediante el cual se le permite ver con claridad que su hora ha pasado. En esto Renan es meridiano, el “agua de la juventud” no otorga juventud, no es lo nuevo. Lo nuevo es un Calibán sumiso, lo nuevo es un Ariel revivido y revitalizado, lo nuevo es la muerte de Próspero y lo nuevo son los jóvenes (y por jóvenes se entiende claro a todos aquellos que no aspiran a reconstruir la vieja sociedad sobre sus antiguos principios sino aquellos que aspiran a construir una sociedad completamente nueva sobre la base de la razón) que, amparados y protegidos por el Estado, es decir, por Calibán y conducidos o guiados por Ariel, se encuentran hoy fuera de la sociedad, pero que por su superioridad están destinados a gobernarla en el futuro.

Esta última parte del drama es la que hace de la oposición entre Calibán y Próspero que propone Renan algo más de lo que esgrime el cubano Roberto Fernández Retamar en su célebre ensayo, Calibán, apuntes sobre la cultura de nuestra América, 1971 (primera publicación en México y en simultáneo en el número 68 de la revista Casa de las Américas, sept-oct. de 1971, con numerosas ediciones y variaciones posteriores). La interpretación de Retamar, sin ser equivocada, está sobre-exagerada o mejor dicho sobredimensionada en su descontextualización. Más acertada parece ser la lectura de Groussac (“La ‘Tempestad’”, 1900) quien en referencia al texto de Renan afirma: “Y así, para Renán, nuestro Platón contemporáneo, Calibán y Próspero han representado los signos de la democracia en pugna con la aristocracia; lucha eterna y desigual entre la muchedumbre y el grupo selecto y superior; la sórdida protesta del apetito y del instinto contra los ideales de la conciencia y el espíritu. En lo que tiene que ver con Renan y a diferencia de lo que supone Retamar, sus dos Calibanes, no intentan ocultar nada y no pueden, por esto mismo, constituir una interpretación equivocada del asunto, sino tan sólo una interpretación a secas. El drama filosófico de Renan expresa las ideas de un humanista cristiano y aristocrático en un contexto particular de su vida que en ningún caso intenta rastrear o ensayar una historia de Calibán, o siquiera una verdad sobre la obra de Shakespeare; más bien expresa, como se dijo con anterioridad, una representación estética y política sobre una realidad concreta.

En la estela de La Tempestad, de entre todas las lecturas y escrituras que el drama filosófico de Renan haya desatado en América, la más fecunda y posiblemente la más influyente de todas, ha sido sin lugar a dudas la de José Enrique Rodó con su Ariel (1900) y no porque haya descubierto las verdaderas intenciones del autor de La vida de Jesús, sino justamente porque entendió que esa no era la cuestión central que ahí se estaba jugando. Rodó, al igual que muchos de sus contemporáneos, comprendió algo que muchos estudiosos de hoy en día ignoran o simplemente desprecian, que la relevancia de un texto no está dada únicamente por su historia, por su estilo, ni siquiera por su capacidad de instalar una verdad, es decir, no está dada únicamente por los atributos intrínsecos del texto; sino que está dada por la significación que adquiere para un lector cualquiera en un contexto especifico. El texto de Renan le sirvió a Rodó para pensar su Ariel, pero no en el sentido en que lo expone Retamar, es decir, influenciado y marcado por un europeísmo colonizado. Recriminarle a Rodó su europeísmo, es como reclamarle a un zapato su estar hecho de cuero y para los pies[5]. El problema con la recriminación de Retamar reside en quejarse porque Rodó no hace lo que él hace, que es algo así como buscar una especie de verdad histórica sobre Calibán. Pues ciertamente ni a Renan ni a Rodó se les pasó nunca por la cabeza realizar una historia sobre Calibán o sobre Ariel, más bien se diría que estaban pensando en un sentido completamente contrario; es decir, en un esquema conceptual por fuera de la historia. En este sentido, el drama de Renan antes que explicar al Ariel de Rodó, actúa como un insumo, o como un disparador. La posición en contrario que propone Retamar termina afirmando lo que pretende combatir, al concebir a Rodó, a Sarmiento o quien se les ocurra como un intelectual colonizado y europeizado, le niega su particularidad y su especificidad americana, y con ese mismo procedimiento borra de un plumazo -y sin explicar bien cómo- a América toda.

Es como si ser americano no significara nada, como si el Ariel de Rodó lo hubiese escrito en realidad Renan. Pero América pesa, tiene una historia, tiene fundamentos que están en relación con Europa y otros que son más antiguos y conmovedores, tiene geografías, tiene ontología. Para decirlo con mayor claridad, Renan no podría haber escrito nunca el Ariel, por el simple hecho de que no era americano, lo mismo que Rodó no podría haber escrito el “drama filosófico” de Renan por el simple hecho de no ser europeo. La relación entre estos textos no es causal, un texto no explica al otro. Por esto mismo, antes que hablar de la comparación entre los textos, de recepciones o deudas, lo que propone esta edición conjunta del drama filosófico de Renan y el Ariel de Rodó, es un contrapunto entre ambas. Un diálogo que ponga en relación sus singularidades en pos de complejizar un conjunto de problemáticas compartidas, pero abordadas desde ópticas diferentes.

            Atentos a esta noción de contrapunto, se podría decir que tanto una como otra obra están inmersas en un mismo núcleo temático y hasta que se desarrollan bajo procedimientos similares y con un mismo trasfondo. Por lo demás, que una de las obras haya sido escrita en el centro de Europa y la otra al sur del cono sur americano es algo que no tarda en hacerse presente. Con esta distinción arranca el Ariel de Rodó, justamente cuando pone de relieve que su Próspero en realidad no es el Próspero de La Tempestad, sino un profesor al que llaman así “por alusión al sabio mago de La Tempestad shakesperiana”. Este desplazamiento pone de manifiesto el carácter externo y heredado de la cuestión que se va a desarrollar y, sin embargo, también pone de manifiesto el carácter autónomo y particular del mismo. Es como si mediante este procedimiento, Rodó quisiera dejar en claro desde el principio de su reflexión que lo importante no es de dónde vienen las ideas sino lo que hacemos con ellas, es decir, cómo las resignificamos y utilizamos en un intento por comprender una realidad determinada y específica, una realidad particularmente americana.

            Otro de los contrapuntos distintivos entre una obra y otra, es la ubicación de Calibán o mejor aún la utilización de Calibán. En Renan, Calibán, que es una de las figuras centrales del drama sobre todo en la primera parte, es el usurpador, el representante del pueblo, el retrógrado que carece de luces, pero conoce al pueblo y sus costumbres y se comunica bien con él porque en el fondo, sin ser el pueblo, es como cualquiera de las personas que lo integran. En sentido estricto, más que ser una metáfora del pueblo, Calibán es una satirización de los líderes populares, y si de algo quiere dar cuenta, como afirma Groussac, es de la democracia antes que del pueblo. En Rodó, por el contrario, la figura de Calibán carece de la centralidad que tiene en el autor francés, y en este sentido vuelve más bien a su condición metafórica. Es decir, la despreciable, acultural y aculturizante concepción utilitaria del mundo que se expande desde Norte América -y que tanto fascinó y aún fascina a algunas mentes de nuestra región-, no se explica a través de la figura de Calibán. Por el contrario, la figura de Calibán sólo aporta una imagen metafórica de un fenómeno que lo excede por todos lados. En esto yerran Retamar y también Benedetti, a quien el cubano cita en su análisis, cuando afirma: “(…) quizá Rodó se haya equivocado cuando tuvo que decir el nombre del peligro, pero no se equivocó en su reconocimiento de dónde estaba el mismo”, y yerran porque no se trata en realidad, por lo menos no en Rodó, de adecuar la realidad al esquema de una obra de teatro sino de ver cómo ciertas figuras le sirven para comprender un determinado proceso. La figura de Calibán es menor en la obra de Rodó, porque no es adecuada para pensar el problema al que se está enfrentando.

            Finalmente, en Rodó, si existe un humanismo profundo no exento de ciertas reminiscencias cristianas, no existe por lo demás esa impronta aristocrática que inunda toda la obra de Renan, incluso se podría afirmar que este es el principal punto de quiebre respecto de la concepción renaniana y quizás el más americano de sus rasgos. El democratismo de Rodó actúa en su obra como un verdadero núcleo integrador que es en definitiva lo que diferencia sustancialmente al Ariel de su interlocutor aristocrático. Y ese democratismo no es mera retórica, porque en América del Sur, la historia nos iguala, la geografía nos iguala, pero más aún y, sobre todo, el peligro acechante nos iguala. En este sentido, el espíritu de Ariel ha de inundarnos a todos, o pereceremos todos ante el avance desmedido e irracional de utilitarismo norteamericano. Con esta descripción como marco aclaratorio, no se desmerece en nada la obra de Rodó al afirmar que una de sus principales influencias fue la obra de Renan. Una obra con la que comparte aspectos de un diagnóstico y aspectos de una cura, sentencias y prejuicios, procedimientos y hasta estilos; pero que, en su savia vital, en su desarrollo y desenvolvimiento, se separa y diferencia tanto de la obra del francés como el agua se separa y diferencia del aceite.

Por esto mismo y en definitiva, lo importante sigue siendo, como lo fue para Renan y para Rodó, que publicaciones como ésta (que alinean en contrapunto autores y escritos disímiles pero complementarios; y también, creemos, que por vez primera presenta al drama de Renan en su versión en castellano) pongan sobre el tapete problemáticas muy actuales desde una dimensión que les aporta profundidad y densidad textual, conceptual e histórica. He ahí el gran mérito de esta publicación en un contexto sobre todo nacional y americano (quizás también mundial) que vuelve a interrogarse sobre las formas del humanismo, sobre los fundamentos de la democracia y sobre las consecuencias de un utilitarismo desbocado.


[1] El presente ensayo es un adelanto del segundo libro de la colección Contrapuntos de la Editorial Caterva. Segundo libro en el que se publican los dos escritos que Ernest Renan escribió sobre Calibán junto a una reedición del clásico Ariel de José Enrique Rodó. El presente texto es el prólogo a este libro que está ahora mismo en imprenta y que saldrá a la venta a partir del 16 de diciembre de 2016.

[2] De ahora en más cuando se hace referencia al “Drama filosófico”, o simplemente al “Drama” de Renan, se hace referencia a la obra que incluye los dos textos aludidos, y se reserva el nombre de “primera parte” al texto de 1878, “Calibán, continuación de La Tempestad” y de “segunda parte” al texto de 1880, “El agua de la juventud, continuación de Calibán”.

[3] Por estos años se produce también el reencuentro de Ernest con su hermana Enriqueta, quien será una de las piezas fundamentales en su pasaje de los estudios católicos a los científicos y también su secretaria y ayudante personal hasta el momento de su muerte.

[4] En la actualidad se podría afirmar que ya casi no caben dudas sobre la raíz cultural de todos los racismos y en este sentido no es errada la igualación que hace Aimé Césaire* entre Hitler y Renan (ver su “Discurso sobre el colonialismo”, 1950). Sin embargo, y esto es lo que queremos señalar, el nazismo basaba su racismo en un discurso de carácter cientificista naturalista que, llevado a las últimas consecuencias en su lógica interna, conducía a establecer como principio explicativo a las diferencias físicas y / o naturales; mientras que el racismo de Renan que en su desarrollo siempre se mantiene en el ámbito de lo cultural, se opone a toda diferenciación de ese tipo.

*Y también evocamos al pensador martiniqueño -maestro de Fanon- porque es autor de otro eslabón fundamental e insoslayable para seguir el devenir de la deriva de La Tempestad en Nuestra América y el Caribe, nos referimos a Una Tempestad (adaptación de La Tempestad de Shakespeare para un teatro negro), publicada originalmente en París en 1969; y traducida al castellano por Ana Ojeda en una precisa edición bilingüe, a cargo de El 8vo loco ediciones, con prólogo de Rocco Carbone y Leonardo Eiff, Buenos Aires, 2011.

[5] Y Lo mismo podría decirse de la recriminación según la cual Rodó no pudo ver esto o aquello, es como recriminarle a un zapato por no ser remera o pantalón.

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