La Parva Muerte II por Sebastián Russo

(II)

Cuando viene el agua hay que abrir las puertas para que fluya, dice, sino rompe las paredes al querer salir. El agua como una fuerza poderosa, lenta y arrasadora. Dando vida, trayendo muerte. Pero no fue el agua sino el fuego el que destruyó el hotel “La Alicia” en 1988. Solo quedaron las habitaciones en las que paro, que son 7 cuando había 22 antaño. Y un salón donde se hacían fiestas y se amanecía jugando a las cartas. Ponía música, sigue diciendo, y se venían en lancha de enfrente, de Ensenada, como si los estuviese llamando. El salón hoy es un quincho de paredes de plásticos desgajados por el viento. Dos lamparitas de baja intensidad, y mesas y sillas de plástico apiladas al fondo parecen conformar un escenario en las antípodas de las fiestas relatadas, añoradas.

Extiendo los límites conocidos de la isla. Hacia su costa habitada. También hacia la costa salvaje -lo salvaje, lo indómito de la naturaleza, inundandolo todo-. Extiendo los límites de lo conocido, dentro de un territorio limitado, como el de toda isla. El muelle, como puerta de entrada y salida. Como conexión tenue, vital con el continente. Continente. El puente con él se construye (aquí, allá) en una permanente frágil contingencia, en un estado de tránsito perpetuo. Con los límites siempre visibles, y los ojos que no pueden dejar de mirar, lo que entra, lo que sale. Mirar la salida, no sacarle los ojos de encima, como en los bares (“sentarse siempre mirando a la puerta”, máxima mafiosa que mi padre acuñó no sé por qué motivo). Se está, se piensa, se vive, mirando el muelle, la potencial huida. Al río, a su eterno fluir. Que lo hace como el tránsito citadino. La ciudad también fluye, pero no se ven sus límites, no se percibe la salida. No se tiene control, ni noción de los bordes, de las cosas, de uno, de uno en vínculo con las cosas, con los otros.

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Supongamos que nunca estuvo Conti con los quilmeños en la isla, que nunca los entrevistó (“el semáforo en ese tiempo ya no funcionaba”, dicen), ni les dijo lo transcripto en el que sería su último texto, “volveré en barco y me abriré paso hasta el culo del mundo”. Por supuesto, diremos, con rapidez, nada de eso lo desacredita. Aunque no puede no inquietar tal suposición. Conti fabula, no solo de modo atractivo sino verosímil. Hace unas crónicas fabuladas en la isla Paulino. Y su fabulación es emotiva, narrativamente contundente, efectiva. Convence y afecta. Los atributos de una (toda) crónica, incluso de todo texto: convencer de su verdad intrínseca, afectar. Pero para los isleños no es suficiente. Conti miente, dicen. Un borrachín subversivo al que le hicieron una estatua por estar tres días en la isla y escribir un texto que tampoco es la gran cosa, y encima cargado de mentiras. Inaceptable. Es de imaginar que Conti querría que no se lo recuerde así acá, y menos por ellos. Se me ocurren formas de reivindicarlo: repartir sus libros, proyectar una película sobre su vida, mostrar al Conti isleño. No hago nada.

Camino por la costa. Presenta una extensión visual inesperada. Un paisaje aislado, desolado. El Río de la Plata y su presencia pregnante. ¿Qué vuelve con el río? Restos. De restos. El río, también, lleva y trae, como el viento en Cadícamo. Haciendo mutar todo, a la costa, siempre, cada vez. Y al río, como a la muerte, no se lo puede mirar a los ojos. Vemos acaso el horizonte, algún barco, la costa, incluso las olas, pero al río, en su indefinición acuciante, no. De repente, comunidades de gaviotas que aguardan en la costa. Temerosas, levanta vuelo una y lo hacen todas ante el menor acercamiento de alguien: perro, humano. El vuelo las dispersa, se reagrupan en el aire y vuelven a reposar todas juntas. El río penetra en el continente. Y se hacen ríos de ríos. Se entremezclan las aguas. Devenimos, pienso, esa mezcla, la de este río, la de cualquier. Pero dónde termina un río (dónde una sombra). Dónde comienza. El cuerpo manda, llama, y las patas en el río, en la fuente. Siempre el agua. Turbia. Río. Meterse en el fango. Enchastrarse. Hundirse en su acuoso inestable lecho.

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Luego de casi un año retorno a Paulino. Y el proyecto se transfigura. La imagen de mi abuelo pescando en la isla se me pierde, mi objetivo se nubla: los isleños, los pescadores, la multitudes, Conti, la isla, me toman y escribo, derivo, no puedo dejar de hacerlo.

No es mi abuelo de sangre. Tuve que decirlo ante la interpelación de aquellos que de repente siento me miran con recelo. Nunca nadie preguntó por sus parientes policías en la DIPBA, me dicen. Y la mirada me pesa, el estigma me toma, y lo digo, “no era mi abuelo de sangre”. La genética manda. Se entromete insospechada en una justificación torpe, rauda. Sospecha y condena. Mirada invisible. Introyectada. La sangre y el fantasma.

El aire marítimo del Río de la Plata en la cara. Algunos riachos que se desprenden del gran río parecen volver a él, retornar, chocando en la orilla, confluyendo, formando pequeñas turbulencias para indiferenciarse luego. Y las metáforas aparecen, obvias, burdas. Tanto como el intento de librarse de ellas.

Cómo pensar a un pueblo. ¿Como una unidad: como “pueblo”, o como fragmentos innombrables? Dentro y fuera de uno, el que nombra. En la isla, por la tarde, veo-pueblo. Pero cómo me verán (quién soy) viendo-pueblo. Cómo me nombrarán. ¿Lo harán de algún modo o con la indiferencia basta?

Conti miente. La frase vuelve, instiga. Cómo lidiar con ella. Y qué hacer con la sospecha y el desinterés de las clases populares por la generación gloriosa. Aquellas por las que estos lucharon. Las mismas que no parecen verse interpeladas tampoco por el estatuto de desaparecido en el que Conti y otros quedaron. ¿Por estar acostumbradas a la invisibilización, por estar forjadas en su propia no aparición pública, salvo en momentos de sobreexposición espectacularizada, estereotipada, criminalizada? ¿Qué (nos) distancia? Unos tematizando afectiva y políticamente la desaparición (de cuerpos, recuerdos) en la isla, los otros viviéndola en carne propia. Y por ello constituyéndose en otros, en una intransferible experiencia –el otro es el de la experiencia otra–. Sus carnes latiendo desaparición, ya no la tematizada y circunscripta a un mecanismo estatal, sino la de clase, la de su condición “natural”, “genética”, como la del caballo que aunque coma sigue desnutrido.

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Fotos: Claudia Olivera/ Sebastián Russo

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