NOTAS DESDE UN CINE RIOPLATENSE
¿Cómo expresar una ausencia? ¿Cómo no intentarlo cada vez, como suponer el abandono de tal tarea? ¿Acaso no es lo único que hacemos? Llenar el vacío. Con palabras, imágenes, incluso imágenes mentales. Someter el silencio a algún sonido que lo amaine. Pero acaso ¿puede una mirada, una palabra suturar los combates que la atraviesan? ¿No son el vacío, la ausencia, formas sosegadas, perturbadas de la violencia? La ausencia, el silencio, lejos de expresar una violencia disuelta, resuelta, parece clamar sordo por una conflagración inminente. Y qué decir de aquella que fue engendrada en una violencia desmadrada, sistematizada; de la construcción de una ausencia síntoma, trauma; de una ausencia de cuerpos, de signos. Acaso hay mayor violencia que aquella que nos quita el habla, la imagen, que arrastra al terror de la oscuridad, del sin-signo, del ir a tientas en la noche (miedo primario que retorna), pero a plena luz del día, y en paisajes familiares. Violencia de lo siniestro, forma insistente sobre cuerpos que no dejan de estremecer(se); de lo cotidiano vuelto terrorífico, desconocido; de la extranjería: el artificio vuelto respiración.
Cómo pensar un río. Cómo pensar el Río de la Plata, paisaje, territorio, forma fundamental, paradigmática de la ausencia. Cementerio espectral, cementerio “imposible, figura modélica, imagen punzante de la tragedia, incluso de la tragedia de la indeterminación. Maquinaria de la des-imaginación, del aniquilamiento, del exterminio de lo exterminado, su (acuosa) indeterminación actúa como sino trágico de la incapacidad de configurar un límite demarcatorio necesario para expresar una diferencia, es decir, una identidad. Incluso, sobre todo, la de una tumba, ahondando, explicitando la propia infinitud del trabajo de duelo. Configurando así una inescapable y compartida comunidad de espectros”
Hablaremos aquí de ausencias. Con algunas palabras-imágenes que intentaron dar visibilidad (colmar, llenar, soportar) el vacío traumático. Imágenes de ausencia. Un aparente oxímoron. Una apariencia, una estrategia; ya que lo opuesto de lo invisible no es lo visible. En tal caso, lo que vincula lo invisible a lo visible no es una relación de opuestos. Como todo documento de civilización que es a la vez uno de barbarie, toda visibilidad acoge, se funda en una invisibilidad y viceversa. ¿Pero es lo invisible la barbarie del signo, o la promesa de su poder mítico, el anhelo comunitario? Acaso es lo visible una barbarización transparentizadora, o la infancia, los primeros esbozos de un despliegue del lenguaje (de la vida) a darse.

La pregunta retorna. Cómo pensar un/el río. Cómo lo hace la ciencia, la sociología por caso: lo cuantifica, lo historiza, lo observa. Sea como unidades trascendentales, o como fragmentos inmanentes, siempre observables. Pero qué hacer ante las in-observancias, lo no visible. Qué hacer ante una irradiación incontenible, difusa, neblinosa. Ante su rastro indecible, su contaminar campos, su inaprehensible potencia afectiva, evocativa, su fuerza siniestra, comienzo y fin, su ser emanación narrativa: tema y modo. O sea, ante su estatuto espectral. ¿Cómo lidiar, en suma, con espectros?
La teoría, el discurso metódico ante un ente opaco, invisible, fabúlico, ante un fantasma, ante el Rio de la Plata, diremos que, el mentado afán racionalista, actúa con pobreza. Bajo la misma consideración de pobreza experiencial que Walter Benjamin hablaba sobre los que vuelven de un campo de batalla, sin habla, sin nada que contar. En tal caso, y Benjamin esto también lo comprendió, tal silencio, era un todo significativo potente no solo en expresión, sino en la potencialidad para desde allí, desde ese vacío aparente inventar una palabra nueva, otra, inescuchada, tal vez, inescuchable.
Propondremos hacerlo con/desde/a través del cine, arte espectral por excelencia. Diciendo, en primera instancia, que habría un cine rioplatense, y ya no como, o no solo, como incumbencia geográfica, ni como tematización (el río siempre en escena, protagonista o telón de fondo), sino como legado espectral, como retórica enchastrada por sus aguas marrones, impetuosas o calmas, siempre espesas.
¿Pero es esto posible? Deberíamos poder pensar -exigir- un cine, un texto que asimile, que exude la retórica de un río. Que construya su cadencia, su visualidad, su sonoridad, acompañando o reinventando las formas de un río. Si se habla de una música rioplatense, que no solo tematiza las penurias y alegrías de orilleros, sino que su tónica y ritmo se deja amalgamar con los movimientos y golpeteos del río contra las costas, sus irrupciones impetuosas, su ser con los fantasmas y espíritus que le son endilgados y que emana –y que no podría ser de otro modo, aunque sí, y contra ello, contra los clichés e igualación, aquí nosotros, módicos guerreros-. ¿Cómo no anhelar entonces un cine, una escritura rioplatense que sea, devenga, también, río? Y Rio de la Plata. O sea que devenga esa “quejumbrosa historia de lugares y personas”, como definió Haroldo Conti –hombre de ríos, islas e invenciones- cierta dinámica fantasmal. “Esto es”, continuó, “los lugares y las personas se incorporan en los adentros y se establecen como sujetos persistentes”. Conjunción espectral donde ya no se sabe dónde termina uno y empieza el río, donde un film, un texto y donde el cuerpo, la comunidad, la Historia.

Ha habido films sobre el Río de la Plata. Algunos merodeando su devenir cementerio trágico durante la dictadura militar, estos es, su ser receptáculo insondable de cuerpos arrojados vivos, vivos/muertos, en estado de desaparición (de descomposición de su voluntad, de su vinculo con la comunidad) ya avanzado, otros su expansión temporal (tiempo suspendido), su emanación fantasmal. Entre ellos mencionaremos a Garage Olimpo, M, Tierra de los Padres, Las aguas del olvido. Y uno otro, El dirigible, uruguayo (pero dijimos que lo rioplatense sería lo que aúna, hoy, aquí) film que deviene fantasma de sí mismo, de su propio volverse agua, lluvia, bruma de río.
Algunas palabras sobre/con/desde ellos, pues.
Si por un lado en Garage Olimpo (Marcos Bechis) el Rio de la Plata y su vínculo con la dictadura militar, es el que conocemos, el que nos han relatado, que podríamos pensar deviene aquí exposición de literalidad imaginada, iconográfica: así fueron las cosas, se ha dicho, escrito, y aquí está el reafirme audio-visual de tales hechos, su reforzamiento tipificado, representacional; incluso en la sonoridad de esa última escena, con Aurora sonando (alta en el cielo, un águila guerrera), no dejándonos separarnos un ápice de nuestra memoria emotivo-mediática. Por otro lado, Nicolás Prividera, y en sus hasta ahora dos films realizados indaga otros modos de expresión del río. En el comienzo de M, película que en el marco de la búsqueda por rastros de su madre desaparecida se convierte en una interpelación en primera persona de la política de derechos humanos y de la militancia, vemos una imagen de río, de “el” río. Ante la escucha de una entrevista telefónica que le hacen al propio Prividera, el río, en plano entero, de ser cooptado por su significancia plena, plana, superficie inquieta de interpretación no menos movediza, es sometido a un (otro) movimiento estético-político. El plano del río transmuta ante nuestros ojos en una pantalla televisiva en interferencia. Ante lo insondable del río, su devenir espectáculo interrumpido, inasimilable, señal de ajuste. Pantalla contra-espectáculo (Comolli), en donde se ve lo que se escatima, por antes, por después, por incomunicable. Movimiento ya no icónico, sino diremos metafórico. Como el que hace en Tierra de los Padres, ya no al comienzo sino al final. El Río de la plata, no pudiendo ser mirado a los ojos sino es a través de otra cosa, de otra imagen. Pantalla televisiva en M, cementerio en Tierra de los Padres. Luego de un largo desfile de lecturas de discursos de la historia nacional en el marco del cementerio de la Recoleta, donde prima la acumulación y cierta indiferenciación política, retórica, temática, que hace que la violencia -marcando a fuego y sangre los textos elegidos- devenga presunta falla ética, contaminación indeseada, y no fundamento. Luego de ello, la escena final, apoteótica, sublimada en musicalidad de excepción, construye un río vuelto condensación final, comunidad de espectros totalizada. Así a la indiferenciación de los discursos fabulando una promesa de nación acaso posible por fuera de la lógica de la diferencia: la indiferenciación de cementerios; muertos apilados, acumulación insondable. Recoleta, Río de la Plata e incluso Villa 31. Interpretación aunada y expandible bajo la lógica del símbolo.
El río, en “Las aguas del olvido” (Jonathan Perel), se expresa como un paisaje silencioso, cadencioso, en ruinas, con unas pocas señales de vida, cuyas aguas chocan perpetuamente ante costas horadadas por un retorno eterno, el de sus aguas agitadas, el de los crímenes que esconden, que acogen, que tienden a disolver (tendencia a la disolución -como la del olvido- que requiere de una “tarea”, un “trabajo” para salvarlo) El Río de la plata es así en el film de Jonathan Perel la evidencia en primer término de la dificultad de representabilidad, no solo por el dilema de la irrepresentabilidad del horror, sino por la características, indeterminadas, imprecisas, inasibles, desbordante del propio río. En ambos casos el modo de exposición aquí parece ser el del indicio, la huella.

Perel, elige un modo representacional, un dispositivo audiovisual (que es también el elegido en sus otros films), que es el de la justa/mera mostración observacional de (precisamente) “tiempos muertos”. Planos fijos de escenarios sin una connotación demasiado marcada, durante los suficientes segundos como para incomodar un visionado cinematográfico acostumbrado a cortes más o menos vertiginosos Que se van montando unos a otros, con el mismo lapso de tiempo transcurrido en cada uno. Propiciando por un lado una suerte de fenomenología del tiempo, de un tiempo transcurrido allí, en tiempo presente, una experiencia no mediatizada del tiempo, y en ese mismo movimiento, los objetos, la naturaleza, lo visto: el río, las paredes, los edificios, parecieran que se expresan no mediados, sino vividos, asimilados en esta experiencia escópica.
Propuesta fílmica que constituye por tanto una suerte de fenomenología de la memoria, de una trágica memoria colectiva. Es decir, de un experimentar en “tiempo real” un traumático tiempo pasado, o sea, no una interrogación indirecta sino fenoménica del trauma, a través de una experiencia del tiempo, que en este caso es pasado, también, porque “simplemente” pasa delante de nuestros ojos. Constituyendo así Perel, sus film, una memoria expresada en un tiempo presente, una memoria experiencialmente densa, donde el pasado traumático emerge en una dialéctica entre lo conocido, lo antes sabido, y la experiencia presente del visionado, y que se articula, se entrama en los indicios, en las huellas, los restos del ayer en el hoy que sus imágenes expresan. Construyendo la arrasadora y experiencial evidencia fenoménica de que si algo puede decirse, constituyéndose en una existencia con lo que tenemos que lidiar, y en particular en este film, “Las aguas del olvido”, es que “hay río”. Y claro, no cualquier río, y no cualquier “haber”. “Hay niebla”. Que no implica que no haya materialidad, que no haya cuerpos (y su posmoderna derivación de que solo “hay discursos”), sino que no hay forma de vincularnos con ellos que no sea a través de una difusión, un “manto de neblina”, que invisible nos penetra y obliga a entrecerrar los ojos para ver mejor. Es decir, que ni hay representación (totalitaria) trascendentalista, ni inmanentismo (cínico) acontecimental posible. Hay niebla. Y tanto en relación a (y esto nos resulta fundamental) lo dado a ser visto (hay fantasmas), como a nuestros intentos de representación (fantasmales), como incluso en los modos de acceso/construcción de la historia. Hay niebla, o sea, supervivencias, espectros/cadáveres. Y con ellos solo nos resta (una vez de reconocer su indudable –verdadera, trágica- existencia) aprender a dialogar, si es que deseamos, al decir de Derrida, “aprender a vivir”.
Propondremos casi en forma de coda (hermosa figura –la de la coda- de un fin que no acaba, que retorna, que se mantiene latente, latiendo), algunas palabras sobre El dirigible (Pablo Dotta). Una suerte de mito fundante de otro mito, alentado por la crítica y los estudios de cine: los “nuevos cines”. En este caso del Uruguay. Filmada en 1994 incluso dialoga con sus “hermanos mitos-fundacionales” como son Picado Fino (Esteban Sapir) y Rapado (Martín Rejtman), tanto por sus años de aparición, como por sus propuestas de un riesgo narrativo y formal, y que al menos en nuestro país fue diluyéndose, o ensimismándose, como en algunos últimos jovenes-viejos tal el caso de Lisandro Alonso.
Diremos también, y antes de transcribir algunas notas que hemos escrito a veinte años de su estreno, que El dirigible se expresaría a diferencia de las películas antes abordadas a modo de fabúlico palimpsesto, es decir, esquivando las formas piercianas aludidas (icono, símbolo, índice), entrometiéndose y entrometiéndonos en un universo representacional de inventiva alucinada, enchastrada de tiempos que se encuentran, y una historia que se constituye de migajas y gajos de imágenes aparecidas antes nuestros ojos, en estado de rememoración incluso de lo nunca existente.

En el comienzo: una imagen. Una imagen ausente, la que dispara una rememoración, un estado de rememoración, que deviene estado de desaparición. Reverberando en Onetti, que dice, desde su autoexilio, que no va a volver a un país que ya no existe. Bruma sobre bruma. Detrás de nosotros nada, dice, un gaucho, dos gauchos, 33 gauchos. La imagen que falta, se torna espera eterna. Imágenes -otras, posibles- empastándose en su irrupción epifánica, surreal, la de los sonidos, las situaciones, lo situacional: la de un auto que cae al mar, y Francia en Uruguay; la del relato de un yo fabulado, extrañado, que pregunta y declara de más, que es menos, que es sordera para la escucha cotidiana.
Y -como siempre- llueve adentro, y llueve afuera. En un estado de llovizna, de bruma densa, también perpetua: en medio de una charla, en la playa, en el patio. Llueve. Convocando a un ser alegórico, en escenarios alegóricos, que son derivas de una alegoría sin referente, vacía.
Un ascensor sube y baja, en tránsito ambiguo, impreciso. Y la calle que enseña: pendenciera, pura vida. Pero una francesita lo conmueve todo. Fascinación exotizada, colonial. Y el Salvo, de repente, intempestivo, devenido mito, edificio fantasma. Las voces, las imágenes, las formas de lo visible se entrelazan, y ella que no se detiene, busca, hurga, en memorias perdidas. Brumas sobre brumas. En fruición experimental, fundacional, comienzo de todo, hay un film, autoengendrado inicio, piedra basal. Y desde la otra orilla (que es la misma), yo, escriba, ojo avizor eventual, inquieto, distingo formas que vuelven, insisten, brumas imaginales: picado fino, el exilio de Gardel, monobloc. Films en estado de exilio interno, estado mestizo. Y no hay cine, incluso fundacional, pareciera, sin bella mujer, sin persecución playera de caballos y perros policiales, sin un niño crónico, bravo y solo, sin francesita viviendo su vida, investigador bogartiano, torpe y con piloto.
Las imágenes se autonomizan, construyendo, fundando epifánicamente mundo. El habla francesa profundiza el extrañamiento de perros muertos, embalsamados, y una conversa con el que caga. La realidad toma forma (final) de ficción. Con Onetti en Madrid. Y las fotos en cámara retro. Todo es juego y sueño. Y es: el samba o la vida, oso y ojos rojos, una vuelta más y se acabó todo. Adiós a Montevideo, bienvenido al monte-lenguaje-vídeo. Un comienzo, de todo, cada vez, abarrocado, en clichés celebrados, de citas tintineantes, alegorías vacantes. Silla fría. En un país en el que siempre está lloviendo, en el que se puede ser feliz, y no hablar con nadie, en el que lo francés y el río de la plata, se funden en tradición persistente. Los tiempos se encuentran. Y la imagen inicial, la que “falta”: (es) la de la muerte, la del instante preciso, la de Baltazar Brun suicidándose. Pero ¿vos viste, alguien vio, un/el dirigible? Fabula sobre fábula. La bruma vuelve, la llovizna ya ni moja. Quedate tranquilo vo, ni el tiro del final nos va a salir… el tiempo es más largo cada vez
¿Cómo pensar, entonces, cómo vivir, el tiempo, los tiempos, el agua, el Río de la plata, la lluvia? Entre olimpos, pantallas, terruños paternales, aguas sin olvido, indirigidas. Modos de una imagen-río insosegada.
Para terminar, volver a empezar, cada vez, diremos, invocando –una vez más- a Horacio González, que estamos aquí, en un presente que se insta denso en el modo de lidiar con la ausencia, el Río, la memoria, lo por-venir. Estamos, con nuestras palabras deviniendo río, flujo indómito, en un universo de remolinos:
“Porque el tiempo, la idea de tiempo, corresponde (no a un modo sino) a la forma del palimpsesto, es decir, a una reescritura sobre otra, que yace sepulta en el borroneo al que ha sido sometida y pugna a emerger. Esa “otra vez” de una emergencia ya acontecida, nos da un tiempo en diversas simultaneidades, disonantes entre sí, agazapadas unas en otras, recurrentes y sometidas muchas veces al gran mito operante del tiempo circular” (y) “verdaderamente (allí, aquí) hay futuro, porque entre la madeja de hechos asincrónicos que nos constituyen, en alguno de ellos ya habita lo que vendrá”.
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[1] Según dije en otro texto: “Fantasmas pese a todo. (Des)apariciones y (teoría de la) representación en Las aguas del olvido”. En la revista Toma Uno – UNC.
[2] En el mismo “Fantasmas pese a todo…”, Toma Uno – UNC.
[3] Para la revista uruguaya 33 cines (http://33cines.uy), gracias a la amable invitación de Mariana Amieva.
[4] “Palimpsesto y tiempo lineal”, Horacio González. En “La Tecla Eñe”.