Cuentos de Río abajo por Lodobón Garra

Nutrieros. 

Era tarde ya de un día de invierno cuando, por la estrecha senda que bajaban las dos costas del arroyo, cubiertas de monte blanco, Baltasar Acosta, más conocido con el nombre de Yarará, iba avanzando lentamente en su canoa sin más ruido que el golpe pausado de los remos, que se hundían rompiendo la tranquila serenidad del agua barrosa, la cual, cada vez que aquellos se levantaban, se deslizaba por los extremos volviendo el cauce en hilitos que, al caer sobre la superficie, resonaban en la profundidad del silencio. De un lado y otro, desde ambas orillas, una capa de camalotes, marchitos y casi secos por las última heladas, se extendían como una espesa red de tentáculos que quisieran ir estrechando más y más el camino. Que no podían conseguirlo era una prueba el hecho de que la canoa avanzara. Pero fácilmente se podía advertir que pronto, muy pronto, el camalotal triunfaría cerrando el paso, el único paso, que permitía llegar hasta las entrañas mismas de aquellas desamparadas soledades.

Sobre la canoa, de pie, con una pierna extendida al frente, Baltasar Acosta iba avanzando inclinándose hacia adelante a cada impulso de los remos. Llevaba un chambergo negro que cubría las greñas de pelo lacio renegrido que le caían sobre la cara, morena y aindiada, casi hasta unirse con sus bigotes, también largos y oscuros. Una camisa sucia cubría su torso sobre el que tenía echado un grasiento saco negro para resguardarse, más que del frío, ya que era un día casi templado y húmedo, de la finísima llovizna que caía intermitente y molesta depositándose en su ropa como minúsculas gotitas de rocío. Sus pantalones roídos los ajustaba con un cinto angosto, el que también le servía para sostener, en sus riñones, un gran cuchillo envainado, cuyo cabo sobresalía hasta hacerle un característico bulto bajo la tela del saco. A sus pantorrilla llevaba, bien ceñidas, dos polainas de arpillera atadas con piolines y sus pies calzaban los clásicos “tamangos” del cazador isleño, fabricados con un trozo de cuero ajustado al empeine con tientos. Como único adorno una tabaquera de piel de comadreja, con el pelo para afuera, colgaba de su cintura. Tenía la vista tendida al frente atisbando el camino que seguía, calculando, por los recodos del arroyo, el exacto lugar donde se hallaba. Y su mirada torva y sombría, de hombre como de cuarenta y cinco años, parecía salir debajo del ala de su sombrero con una fuerza tan temible, como las bocas de la escopeta de dos caños que llevaba.

A medida que avanzaba, sintiendo a su lado la caída de alguna tortuga trepada en un tronco, o viendo pasar velozmente a ras del agua uno que otro colorido Martín pescador, el borde de los camalotes iba cada vez más molestando su marcha hasta que, por fin, tuvo que abandonar un remos y, sentándose a popa, avanzar con el otro a pala, esquivando los flecos del canutillo que se extendía ya casi de orilla a orilla, adherido a los raigones de los árboles caídos en el lecho del arroyo y que, de tanto en tanto, afloraban surgiendo sobre la superficie como negros brazos carcomidos levantados para imponer un alto a los intrusos.

Muy poco más allá ya le fue imposible seguir marchando. El tupido manto de camalotes tapaba totalmente todo lo ancho del cauce, y Acosta, después de emitir un gruñido que compendiaba una blasfemia, ya que había esperado encontrar el arroyo más limpio, no tuvo más remedio que, empujando con los remos sobre la superficie del camalotal, que se hundía con la maniobra, acercar dificultosamente la canoa a la orilla donde la espadaña y las cardas se erguían como una barrera al borde del monte blanco. Apenas pudo pisar la tierra empapada y resbaladiza, propia de la humedad de las islas, acentuada por la llovizna, se abrió paso entre la maciega y amarró la soga de su canoa a un tronco de laurel, mientras metros más adelante una hermosa garza blanca levantaba su vuelo pausado y huía hacia el fondo del arroyo. Después, volviendo a la canoa, retiró de allí las trampas, la linterna, el arma y las provisiones que constituían todo su equipaje, cargando lo que pudo sobre su hombro y sosteniendo el resto con la mano izquierda, mientras con la derecha se iba abriendo paso entre el matorral, empapándose con el contacto de la hojas mojadas y los goterones que caían de los árboles.

A lo largo de su marcha, sobre el filo del albardón, iban desfilando todos los hermosos ejemplares del monte blanco, el monte primitivo de las islas. Grandes canelones de troncos gruesos enhiestos; laureles enormes sobre cuyas ramas se agarraban los isipós y las zarzas entretejiendo sus tallos como sogas colgando de los mástiles; curupíes de tronco blanquecino cubierto de musgo; amarillos deshojados por el invierno de los que pendían viejos nidos de boyero; grandes sauces colorados; mataojos donde sujetaban su raíz la flor de patito, la orquídea de las islas; naranjos agrios con todas sus hojas verdes; hermosas palmeras pindós que levantaban sus penachos arriba, sobre la copa de los arrayanes; agarrapalos gigantescos abrazando el tronco de los grandes ceibos en un hueco de los cuales nacieron para estrangularlos luego con el abrazo mortal de sus raigones; matas de caña brava lanzando sus varas tumbadas hacia todos los rumbos; helechos y begonias que se extendían, en parte, como una sábana verde. Por entre los árboles multitud de pájaros de todas clases y colores: zorzales, carpinteros, chiriries, picapalos, boyeros, palomas, monteras, cardenales. Todo el esplendor casi tropical de la naturaleza, que el Paraná y el Uruguay han arrastrado, río abajo, con sus aguas desde el Norte lejano, se mostraban allí con su salvaje lujuria. Pero impregnado de un hálito de tristeza, la tristeza profunda y tenebrosa que caracteriza el paisaje primitivo y solitario de las islas.

De tanto en tanto seguía sendas que señalaban el frecuente paso de los ciervos, así como cruzaba los lamparones de paja aplastados en lo que, en seguida, adivinaba las “camadas” de los carpinchos.

Así marchó una regular distancia, agachándose casi hasta el suelo para evitar las ramas de los árboles y enganchándose en la zarzaparrilla y en los matorrales. Hasta que llegó a donde se proponía: una ranchada que apenas se conservaba en pie, la que él mismo había construido algún tiempo atrás para hacerse un refugio cuando salía a “nutriar” por allí, y que por los rastros que encontraba, latas y restos de fogones, también era utilizada en sus ausencia por otros cazadores.

Entre la espesura del carrizal, el techo de paja de la ranchada apenas sobresalía sostenido por cuatro palos de amarillo atados con corteza de ibirá. Tenía tres paredes de paja quinchada con grandes boquetes, quedando abierta la parte que daba al arroyo, cubierto de camalotes, allí donde el tupido ceibal se extendía por doquier, destacando las negras ramas de los árboles sin hojas, como una procesión de espectros descarnados retorciéndose en las contorsiones del averno.

Como anochecía, colocó sus cosas sobre un catre de varas de palo de leche cubierto con un colchón de paja y, con un poco de ésta y una tijera que arrancó del techo –única leña seca de que disponía- hizo un fuego para secarse y también para prepararse un mate, llenando su pava con agua del arroyo, mientras los mosquitos zumbaban a su alrededor. Y allí, ya oscurecido, estaba ahora Baltasar Acosta contemplando silencioso el fuego, bajo la cortina espesa del monte blanco, del que llegaba el murmullo del viento y el grito de algún pájaro nocturno como el solo eco de ese mundo salvaje y sombrío del que se consideraba el único dueño.

Al día siguiente, en que amaneció densamente nublado y frío, aunque no lluvioso, ya estaba de pie preparando sus trampas mientras otra vez el fuego, su viejo compañero, calentaba alegremente la pava para el mate, que tomó con galleta. En seguida comenzó a colocarse los “mangos”, cubriéndose las manos con arpilleras en la misma forma que tenía cubiertas las pantorrillas, con el fin de evitar el tajo de las filosas hojas de la cortadera. Cuando hubo concluido, cargo las trampas y, dejando atrás la ranchada, avanzó entre el carrizal hacia los inmensos esteros del interior de las islas como espíritu viviente de aquel paisaje silvestre y bravío. Matorrales de chilca, carqueja, algodonillo y naranjillo, empapados por la llovizna del día anterior, le cerraban el camino y debía ir apartándolos con los brazos, protegiéndose la cara para poder avanzar, pasando entre matas de plumachos y paja colorada, tropezando con los troncos de ceibo caídos y medio deshechos en el suelo y enredándose en las marañas del catay que le sujetaban los pies haciéndolo trastabillar con su carga. Aún antes de terminar el ceibal, cargado de suelda con suelda, claveles del aire y helecho fino, sumergido ya entre la cortadera, sus “tamangos” se fueron hundiendo cada vez más en el barro fofo del estero, bajo una capa de agua que le llegaba hasta más arriba de las pantorrillas, haciendo su marcha lenta y trabajosa.

Con el fin de orientarse y con alguna dificultad, se trepó al tronco de los últimos ceibos que tenía por delante y a su vista apareció, sin ningún límite, el inmenso mar de la maciega como una imponente pampa de pajonal desierto y uniforme, ya amarillando por los fríos del invierno, que se extendía hasta el fondo del horizonte, hacia el Uruguay, apenas cortado en toda su extensión hacia el Sur, por la breve faja del monte blanco de una horqueta que iba a salir al Bravo.

Baltasar Acosta descendió y reinició su marcha abriéndose camino entre el pajonal de cortaderas, alto hasta más de dos metros, que sus brazos iban apartando para permitirle avanzar, dejándose caer hacia adelante sobre él para abrir brecha, y levantando un crujido de hojas secas que iba delatando su paso. Otros pájaros, distintos de los del monte, huían asustados de entre las pajas para posarse en algún sarandí o rama negra, mientras desde la vara de los juncos o las flores de totora, donde columpiaban su hermoso capuchón rojo, llegaba el fúnebre grito de los federales.

A medida que avanzaba, entre verdaderas murallas amarillentas, que le cerraban la visual del horizonte a centímetros de sus ojos, Acosta iba mirando atentamente hacia el suelo tratando de descubrir, al pasar, algún rastro de nutrias. De tanto en tanto un tallo de totora comido o una senda delataban la presencia de los animales, permitiéndole colocar sobre esas sendas las trampas con los resortes bien tensos, a uno de cuyos costados pendía una cadena con un alambre doblado enganchado que hacía de ancla, para impedir la huída del que cayera.

Así anduvo casi toda la mañana dejando tras de sí un rastro de paja tumbada, jalonado con grandes nudos hechos con las hojas de la cortadera para señalar el lugar en que había quedado las trampas. Hasta que, al fin, más raído de lo que había salido y mostrando en su cara la huella bien evidente de los tajos y rasguños de la maciega, volvió a su punto de partida sintiendo resonar en sus oídos el chirrido de los grillos del estero que, en su monótono sincronismo, solemnizan la soledad y traen malos presentimientos.

Al día siguiente, Baltasar Acosta volvió a salir haciendo el mismo trayecto que el día anterior, con el objeto de recorrer sus trampas. Y la operación se repitió una y otra vez cuando, después de un plazo prudencial, continuaban vacías. La caza no era muy abundante. Una que otra nutria caía, que él mataba y desventraba en el mismo “peleadero” que había hecho el animal, y, luego, metía en la “maleta”, una bolsa de arpillera con un agujero en el medio, por donde pasaba la cabeza, y dos amplias aberturas que le permitían amontonar los animales muertos a modo de mochila sobre el pecho y la espalda, dejándole las manos libres. Y, una vez en su ranchada, procedía a cuerearlos.

Hasta que, una mañana, marchando como de costumbre entre la maciega, halló rastros que no eran de nutrias y que lo hicieron detenerse receloso y pensativo. Había allí huellas, que siguió en varias direcciones, chapoteando entre el agua negra del estero, las que parecían perderse en dirección al Bravo hacia donde, como puntitos, alcanzaba a ver lejanamente algunos cuervos, águilas y caranchos que planeaban en lo alto como quien señorea sobre sus exclusivos dominios.

Y a lo otra tarde, carca de una horqueta que terminaba en un embalsado, por la faja de un falso albardón, su oído atento escuchó claramente el ruido como de algo que se acercaba abriéndose paso entre la maciega. Quedó al acecho. No era difícil emboscarse a tiempo, pero tampoco tenía allí una visual muy amplia. Sin embargo, al acercarse aquel ruido por la senda que él hiciera, en el preciso instante en que era descubierto, Acosta, que ya tenía su arma lista, disparó un balazo que resonó en aquellas soledades, acompañado del golpe de un cuerpo cayendo entre el pajonal. Un momento quedó inmóvil en su posición mientras el eco del estruendo se disipaba y otra vez volvió a reinar el silencio, sólo interrumpido por el murmullo del viento en las puntas de las cortaderas. Después, siempre en guardia, fue avanzando cautamente temiendo una emboscada. Le pareció escuchar un quejido sordo y apenas perceptible. Pero siguió despacio y atento hasta llegar al caído. Por un instante se quedó mirándolo, a la espera de que reaccionara, si que éste se moviera de la posición en que estaba, tumbado con medio cuerpo sumergido bajo el agua y la cabeza oculta tras el bulto de la “maleta” que llevaba. Manchas sanguinolentas aparecían a su alrededor.

Pero, al agacharse para tratar de verle bien la cara no pudo impedir que el herido, desde abajo y con un movimiento que le provocó un profundo jadeo, le abriera el pantalón con un cuchillo, alcanzando a tocarle el vientre, en el que sintió un ligero cosquilleo.

Rápido, de un puntapié en plena frente, Acosta volvió a tumbarlo, y, allí mismo, lo remató de un balazo a quemarropa detrás de la oreja. En seguid, cuando verificó que estaba muerto, le quitó la “maleta” y, sacando los animales que contenía, los fue observando uno a uno casi con indiferencia.

Volvió a meterlos en la misma “maleta”, tinta en sangre del muerto, que se mezclaba con los rastros de sangre de las nutrias recién desventradas. Luego, con esfuerzo, tomó el cadáver de los pies y, sin más testigo que la bóveda del cielo, lo arrastró pesadamente a través del falso albardón hasta que lo hundió en el agua negra, que allí le llegaba hasta la cintura, empujándolo hasta meterlo debajo del embalsado. En aquella inmensidad desierta y triste, sólo quedaban, como rastros del hecho, una huella roja sobre los tallos de las cortaderas y una mancha flotando en el agua del estero.

Luego volvió sobre sus pasos y, recogiendo la “maleta”, se la colocó sobre sí mismo. En seguida, cardando su arma, emprendió el regreso.

Fue entonces que puso atención en algo que, hasta allí, no se había claramente apercibido. Ya dentro del agua había sentido algunas ligeras puntadas en el vientre que fueron haciéndose más agudas sin tener de ello exacta conciencia. También había notado abundante sangre en su pantalón, cayendo por las polainas de arpillera, la que no sospechó que fuera suya. Pero ahora sentía como un chorro caliente deslizándose sobre su muslo y, llevándose la mano al vientre, por el agujero del pantalón, comprendió que estaba herido, y profundamente herido a juzgar por el tajo que descubrió al tacto.

Pero aquello no era nada. Todavía no había llegado su hora y en peores se había visto. No era la primera vez que lo herían ni seguramente la última. Estaba acostumbrado a esos trances y emprendió el regreso calculando cuánto tiempo tardaría en llegar hasta la ranchada.

En su marcha pesada y dificultosa por el estero aún apretó el paso.

Sin embargo, al rato tuvo que detenerse para ajustar la herida bajando el cinto, porque las puntadas se hacían cada vez más frecuentes y dolorosas.

Un trecho más allá se agachó a beber con la palma de la mano un poco de agua del estero, la cual, generalmente, evitaba ingerir, prefiriendo la corriente de los ríos y arroyos. Después se detuvo varias veces para tomar aliento. El trayecto parecía hacerse largo como no lo había sido nunca.

Una y otra vez se detuvo para beber y cobrar fuerzas. El chorro caliente seguía deslizándose por su muslo, llenándolo, ahora, de una siniestra preocupación, mientras el croar sincrónico de las ranas del estero, como un gigantesco motor que no se detenía nunca, golpeaba en sus oídos cual si fuera reviendo mazazos en la cabeza. Cuando ya se acercaba a los límites del ceibal, no pudo más, y, quitándosela de encima, tiró la “maleta” a un costado de la senda. Al rato arrojó también el arma, pensando volver a buscarla al día siguiente. Aquellas paredes de paja medio seca y amarillenta lo ahogaban, lo ahogaban a él que había pasado buena parte de su vida entre ellas. Ansiaba llegar a la costa cuanto antes, salir de esa prisión crujiente y que parecía querer sepultarlo en su seno. Las espinas de rama negra y naranjillo habían dejado nuevas huellas en su rostro. Sus pantalones, raídos, y empapados, venían llenos de barro hediondo y de yuyo lambedor. Y la camisa, también destrozada, tinta con la sangre del muerto, con la de los animales que éste había cazado y con la suya propia, completaban aquel cuadro de sangre, sangre por doquier, que fue hasta hace poco la ley de la maciega y ya ha quedado acorralada en sus últimos confines.

Pálido y tambaleante, sintiendo que la vida se le iba en cada paso, llegó por fin a la ranchada y, acercándose a la orilla, arrancó una hoja de lampasa hincándose para beber con ella ávidamente. Luego retornó a su refugio y, desprendiéndose el pantalón, trató de examinar la herida, de la que seguía manando sangre y en la que sentía una profundísima puntada que, arrancando del vientre, parecía subirle por la columna vertebral hasta hundirse como una daga en su cerebro. Se lavó prolijamente y el contacto con el agua fría pareció hacerle bien porque, en seguida y por un momento, se sintió aliviado.

Como anochecía, se empeñó en encender fuego. Logrólo al fin con verdadero esfuerzo. Pero, no bien hubo terminado la operación, profundos dolores lo obligaron a tirarse en el catre, de espaldas, quedando allí extendido e inmóvil.

Y, al rato, desde abajo del lecho y al golpear sobre una de las latas vacías tiradas por el suelo, comenzó a llegar el sonido metálico y acompasado de las gotas de sangre que caían.

Tac…

Tac…

Tac…

Mientras tanto la lumbre seguía encendida extendiendo una lánguida pantalla de luz hacia las tinieblas del monte y recortando, sobre la pared de paja, las líneas del lecho y la sombra del hombre, cuyo perfil se acentuaba. Hasta que, por fin, comenzó a apagarse. De lejos llegaba el chillido del ñacurutú, el maullido de algún gato montés y el impresionante silencio de la soledad salvaje.

En medio de ese silencio y de la oscuridad nocturna las gotas de sangre, en su fluir intermitente y espeso, seguían su fúnebre y monótono golpeteo.

Tac…

Tac…

Tac…

Lo siguieron toda la noche, la larga noche de invierno, haciéndose más y más distanciadas.

Hasta que, por fin al amanecer, cesaron…

Con los primeros albores, en la ranchada, la quietud era ya serena, mientras el monte se llenaba de gritos de zorzales y chiviros. Y a la distancia, sobre el fondo blanquecino de la aurora, bandadas de patos pasaban volando rápidamente hacia el horizonte.

 

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Fotografía por Matías Rastelli

La sudestada.

Los lugares más solitarios y desolados de las islas son las costas sobre el río Uruguay. En toda su extensión no se ven sino interminables montes de ceibos retorcidos y añosos y grandes sauces colorados. Ni un alma habita por aquellas casi inaccesibles soledades donde el agua levanta al aire los negros raigones de los árboles caídos. En algunos lugares se extienden inmensas capas verdes flotantes de las que emergen, a la distancia, pequeñas islas con ceibos achaparrados. Las bocas son tan hermosas como tristes. En algunas, como las de Brazo Largo, Brazo Chico, Gutiérrez, etc., los camalotes adquieren enormes dimensiones, varados en medio de juncales desolados y desiertos, que no terminan nunca. Como única expresión de vida, sólo se siente, a veces, el balido de las nutrias y se ve, de cuando en cuando, el pausado vuelo de alguna garza que se pierde por aquellos lodazales y tierras bajas inhabitables.

Más arriba, frente a la boca del Martínez y del Mosquito, el Uruguay alcanza a tener, según dicen, trece kilómetros de ancho, lo mismo que frente al Ñancay. Por allí ese hermoso y gigantesco río, lleno de bancos y troncos ocultos, adquiere su expresión más grandiosa y bravía y en esa tremenda cancha –por algo los criollos en la zona le llaman “la mar”- desarrollan su más extrema violencia las sudestadas. Un temporal de sudeste en aquel sitio es sencillamente temible y, al abatirse sobre las islas, no respeta ni a la costa misma, arrasando con todo.

Frente al Ñancay es donde esa acción es más apreciable. Allí el río ha avanzado cerca de cuatrocientos metros, sólo en el correr de los últimos años, dejando, como recuerdo de la antigua línea e la costa una ancha extensión donde hoy emergen, de entre las aguas, grandes raigones de árboles que antes crecían en la orilla. La acción del río ha sido tan avasalladora que, en cuarenta años un solitario puesto de la Subprefectura que aún allí existe, ha tenido que mudarse dos veces y el primitivo sitio en que se levantaba queda ahora bien adentro entre las aguas. Es más, el arroyo Las Ánimas, que desemboca en el Uruguay, lo hacía antes en el Ñancay, pero, al ser arrasada la costa de aquel río. Las Ánimas perdió su contacto con el Ñancay y se vierte hoy directamente en él, circunstancia que está en vías de repetirse con el Santos Grande, aún unido al Ñancay en un punto a donde acerca la acción aniquiladora de las aguas.

Y ya que hablo del Ñancay, quiero referirme a esa Ultima Thule, de las Islas del Ibicuy, sitio tan alejado y de difícil acceso –lo es sólo por el río Uruguay- que no muchos conocen dentro de las mismas islas, no obstante haber sido de los lugares poblados desde mayor número de años atrás. Allí, a principios de siglo, vivían Cecilio Lamariño, Feliciano García y Justo Cepeda. En 1906 el gobierno de Entre Ríos concedió 2000 hectáreas a tres alemanes: Luis Ostendorf, Otto Sagamüller y Jorge Weide, con la condición de que introdujeran diversas variedades de árboles de Europa. En la aventura, de todos éstos sólo quedó el último. Se trajo una mujer de Buenos Aires, una bailarina del Paseo de Julio, y allí se estableció. Años más tarde, en 1925, también llegó su sobrino, antiguo violinista, que hoy tiene su plantación cerca de la boca del Ñancay con una linda casita.

En la orilla izquierda, y ocupándola en una larga extensión, está el campo “La Calera” de los “Ingleses”, que en 1923 plantaron 50 hectáreas de sauce. Más arriba, hasta hace tres o cuatro años, última vez que por allí anduve, el Ñancay, rodeado de fajas sombrías y tupidas del monte blanco, estaba despoblado y selvático en un trayecto de kilómetros. Apenas, por ahí, a las cansadas, se alcanzaba a ver algún rancho cuya soledad y aislamiento impresionaba. Pero ahora, me informan que nuevas e importantes quintas han ido surgiendo en los últimos tiempos.

Aún más arriba, en el extenso curso del Ñancay, hay una propiedad donde, en 1922, se hicieron grandes plantaciones que luego quedaron abandonadas. Allí se trató, en 1938, de colonizar la zona trayendo catorce familias ucranianas. Pero debido a la marea del 40 se desanimaron y dejaron el lugar. Sólo quedó una que aún viven en el donde de ese mundo lejano y solitario. Hasta donde llegan mis noticias todos esos campos anegadizos, pero de mayor altura que los del Delta inferior y medio, después de un pasajero intento de plantar yute, en 1944, para lo cual se llegaron, con gran movimiento, a arar 40 hectáreas con tractores Caterpillar, estaban arrendados para hacienda.

En el Ñancay desemboca el arroyo Santos Grande que es mucho más poblado y hasta tiene algunas confortables viviendas de jardín, las que se adivinan muy antiguas, a pesar de que allí la soledad es doble: soledad dentro de la soledad de las islas. No es de extrañar, pues, que para salir de ella sus pobladores hayan contribuido este año a abrir un camino construido por iniciativa particular, el cual partiendo del Martínez, pasa, a través de albardones interiores, por el Ñancay hacia Gualeguaychú. Además, algún día ha de completarse el canal, ya iniciado hasta el Mosquito, que lo unirá al Martínez.

Aquella tarde había varios parroquianos reunidos en el almacén de Tristán, arriba de cuyo mostrador un cartel anunciaba a quien le interesara: “Aviso a los clientes que no se empresta ningún embase”. Allí estaba Salvador Aguilera que tenía un rancho cerca de la boca del Ñancay y pescaba “de firme” con trasmallo, el que colocaba al atardecer y retiraba a la madrugada. De preferencia se dedicaba al pejerrey, con abundancia de “matungos”, aunque asimismo sacaba dientudos, tarariras, mandubíes y bagres amarillos. También estaba Ramón Salazar, que vivía en el Ñancay, arriba de la boca del Santos Chico, solo, en un campo arrendado, cuidando una tropa de vacunos de su propiedad. A su lado aparecía Medardo Peñalva, criollo medio tuerto, que ya blanqueaba, de cejas y bigote hirsuto y espeso, como matas de paja colorada, por entonces arranchado en Las Ánimas, a quien se conocía con el nombre de “Mataojo” y, aunque él sostuviera que “a naides ofiende”, siempre andaba en líos con la Subprefectura por su manía de introducir al país mercaderías sin tomarse la molestia de pagar el correspondiente derecho de aduana. Completaba el número de los parroquianos, bebiendo su copita de ginebra, un holandés llegado tiempo atrás con el propósito, según contaba, de hacer plantaciones de menta, al que la gente conocía como Don Guillermo, quien había venido ese día al almacén con el fin de adquirir mercaderías, viaje que aprovechaba para hacer copiosas libaciones.

Mataojo estaba hablando de los Castro, famosos contrabandistas de la provincia de Buenos Aires, quienes, en una época que recordaba, tuvieron una lancha rápida a la que habían puesto por nombre “Sacale Pelusa”, y ninguna de la Prefectura podía alcanzarla. Hasta que, una vez, incautamente, lancha y conductores cayeron en poder de la autoridad. Luego recordó, como parte de sus aventuras, la ocasión en que, un día de mucha “nieblina”, sorprendido por la prefectura uruguaya, se tiroteó con ella y pudo eludirla metiéndose con su canoa sobre un bando donde, por falta de calado, no lograron alcanzarlo sus perseguidores, trance del que salió con un balazo en una pierna.

Aguilera, que ya había empezado hacía rato a empinar el codo, recordó por su parte, la vez que andaba pescando por el Uruguay con su tío Jacinto Ortiz, “que supo vivir con la india Gregoria”, y vieron llegar por la costa una procesión como de diez o doce que venían “ensuceaos po el barro y entre un lambedoral bárbaro”.

-Estaban vestidos e puebleros y algunoj hasta con valija. Agatas sabían hablar la castilla. Loj habían tráido e la otra banda largándolos en esa costa bruta, ande ni rancho hay, haciéndoles creer que era pa que no los viera la suprefectura, pero que dende áhi podían dir caminando hasta la estación. Querían saber ande quedaba la estación. ¿La estación? ¡Ja! ¡Ja!   ¡Ja! Nos ráimos como locos. Hasta que se enojaron y querían matarnos pa sacarnos la canoa. Algunos tráian mucha plata en las valijas.

Ese día había amanecido nublado y con fuerte viento del sudeste, el que iba arreciando, poco a poco, como amenazando temporal.

Ramón Salazar, que ya se había manifestado algo inquieto, aprovechó una pausa en la conversación y salió hasta la puerta para consultar el tiempo. Luego regresó al mostrador, se hizo servir otra copa y, dirigiéndose a los demás contertulios, anunció:

-Me van a dispensar, señores, pero se está poniendo feo y tengo que dirme pa juntar mij animales.

Y dejó el almacén, llevando algunos vicios que había comprado, los que colocó en su canoa, partiendo con remada pausada a favor de la corriente, ya que el arroyo, por la fuerza del viento, estaba creciendo.

Un rato después, y siempre con el mismo viento, cuando aun no había hecho ni una parte del trayecto, comenzó a caer una llovizna fina y molesta.

Matías Chaparro, propietario y patrón de la chata “Siempre Francisco”, de treinta toneladas, con un cargamento completo de espinillo. Había empezado a cargar muy de madrugada, no obstante lo cual sólo a las dos de la tarde la labor estuvo concluida. Partió en seguida, pero el Ñancay es interminable y sería cerca de las cuatro cuando entró en el Santos Chico, mientras Sabino, el muchacho que le servía de marinero, subía hasta la timonera para alcanzarle algunos mates. Él también seguía con inquietud el fuerte viento que, cada vez más, se iba levantando y lo tomaba de frente, de modo que, en cuanto empezó a lloviznar, se vio obligado a levantar el vidrio delantero, el cual en seguida se empaño con gotitas de agua que le hacían difícil la visión y sólo le permitían distinguir, sin detalles, la masa de los árboles de la orilla del arroyo.

Así fue cómo, al cruzarse con la canoa en que venía Ramón Salazar, quien, remando de espaldas, tampoco se había apercibido de la proximidad de la chata, dado que el ruido del viento tapaba al del motor, se iba sobre ella y, si no hubiera sido por los gritos de Sabino, que se lo advirtió, la hubiera atropellado.

Pero, salvado el percance y marchando en sentido contrario, bien pronto se perdieron mutuamente de vista, tragados por la opacidad de la llovizna, cada uno en busca de su suerte.

Cuando Matías Chaparro llegó al almacén de Tristán ya era tarde y, con el cielo encapotado y lóbrego, oscurecía temprano. Atracó al muelle, detuvo el motor y, con la ayuda de Sabino, extendió una lona ancha sobre su carga.

Al entrar al Almacén, todo empapado, una lámpara iluminaba la escena y, entre el ruido de los chiflones, parecía que se había desatado la furia del viento.

Don Guillermo ya se había ido y sólo quedaban allí Mataojo y Salvador Aguilera, quien, tan locuaz como al principio, seguía su charla:

-¿Se acuerda, Don Peñalva, cuando nos tocó salvar a unos que armaron un viaje con el gringo Basic pa llegar hasta la Amazona? Habían salido e Güenos Aires en un barco e fierro que acomodaron pa el caso y hasta llevaban contratos con Uropa pa cazar tigres y sonceras pa venderle a loj indios. Pero, al llegar a la boca del Ñancay, una sudestada loj echó a pique y tuvieron que ganar la costa, ande pasaron la noche trepaos en una pila de madera, pidiendo auxilio.

“Es que el Uruguay es bravo cuando se enoja, amigo. El Uruguay ej un loco. Hay que tenerle miedo al Uruguay.

“Antes, pa surtirme, tenía que bajar hasta el almacén e Herrera, en el Brazo Largo. Una vez que diba con mij hijos, me agarró un temporal en la boca e La Tinta y, por suerte, pudimoj atracar en la costa con las provisiones que llevábamos. Sacamos la canoa a tierra y la dimos güelta pa que nos sirviera e techo. Nos quedamos áhi como tres días esperando que amainara hasta que, por insistencia e mij hijos, me decidí a seguir. Era una temeridá pero quería que vieran lo que era la mar. ¡Que viento! Pusimos la vela y hacía ruido como e areoplano.

“Otra vez que andábamos en la lancha e un compañero pusimos el espinel y, cuando teníamos que dir a recorrerlo, había un viento que levantaba una marejada bárbara. Yo no quería salir, pero mi compañero insitía.

“-Mirá, hermano, que ya es tarde y el dorao descarna mucho si lo dejamos.

“-Está fiero el tiempo pa salir –le dije-, pero, en fin, si te empeñás, dame eso.

“ Y me tomé casi un litro e vino.

“-Áhura podemos dir.

“En el camino vimos que ningún pescador había salido.

“Apenas cruzamos la boca el Martínez, la sudestada dentro a gopiarnos en el pecho en cada ola y la lancha se no enllenó de agua.

“-Mirá, hermano, que tenés razón. Mejor es que volvamos –me dijo mi compañero.

“-No –le contesté-, seguiremos. Yo soy un marino viejo y vos no sabés que lancha tenés. Tomá, manejá vos.

“Paramoj un rato pa achicar en la escuridá y con gran difucultá pasamos la canaleta e la costa. Hasta que llegamos al banco ande la marejada no era tan juerte.

“-Por lo menos tendremo tiempo e ver la mitá el espinel –me dijo-. La otra la dejaremos. Meté todo, bagre y pejerrey, que después limpiaremos.

“Empezamos por el gallo e la costa, dejando lejoj el del canal. Mientras capiábamos diba recogiendo la línea, metiendo todo adentro con la mayor rapidez. En eso estábamos cuando la lancha dio un güelco que noj hizo temblar.

“-¡Soltá el bolín! –me gritó.

“Terminamos cuando ya estaba aclarando.”

Mientras tanto el viento aun arreciaba. El fío se había intensificado. Por el arroyo el agua subía con fuerza. El frío se había intensificado. Por el arroyo el agua subía con fuerza. Camalote tras camalote pasaban velozmente hacia arriba y la noche se venía con un verdadero concierto del sudeste que parecía traer, a la distancia, algún eco del lejano tronar del Uruguay.

Chaparro, con Sabino, se preparó para pernoctar con su chata después de reforzarle las amarras. Y, ya oscurecido, de tanto en tanto, iluminaba con su linterna, que abría su foco sobre la cortina de la lluvia, permitiendo apreciar el agua que crecía arrastrando una interminable procesión de camalotes semidestruidos.

Cuando amaneció, al día siguiente, seguía la lluvia y el viento, y del agua estaba altísima, ya desbordando sobre el albardón.

Ramón Salazar había llegado a su rancho, la tarde anterior, con tiempo justo para juntar sus treinta animales antes de que oscureciera. Chapaleando entre el agua, que seguía, creciendo, los puso en una alturita que había hecho sobre el albardón, en un descampado, junto a un arroyo cegado por la espadaña, y allí los dejó soportando pacientemente el chubasco, con las ancas al viento, encerrados en un corral de palos de sauce que rodeaba el terraplén.

Pero, al día siguiente, calculó que, como el agua había seguido creciendo y el terraplén estaba muy pisado, nuevamente los animales debían estar entre el agua, que ya había inundado su rancho, por lo que subió en su canoa y, bajo la lluvia, fue a verlos.

Matías Chaparro miró el cielo que seguía lóbrego, tapado con nubes bajas que se desplazaban a la carrera, mientras se deshacían en una lluvia, ahora copiosa y continua, impulsada por un viento que, de más en más, arreciaba.

Con ese tiempo no podía entrar en el Uruguay. Pro tenía apuro en llegar a San Fernando, ya que estaba próxima una serie de días feriados y, si no se anticipaba, quien sabe hasta cuándo no descargaría.

Entró en el almacén para entonarse con una copa. Y, como dejara adivinar su intención de partir, alguien, desde atrás del mostrador, alcanzó a decirle:

-¿Se va, amigo? ¿No le parece que está muy feo?

-Todavía no sé –contestó-. Pero me gustaría estar en San Fernando cuanto antes.

-¡Es claro! –le respondieron -. Usté sabrá ¿no? Cada uno es dueño.

Después salió, puso su motor en marcha, desamarró y partió para acercarse a la boca. Allí vería.

Y mientras Chaparro se iba, Salvador Aguilera que, a causa del temporal también había pasado allí la noche, tirado en un rincón junto con Mataojo, retomó su monólogo rociado con nuevas copas:

-¡Que sudestada! Va a traer una marea grande. Mira con qué juerza sube el agua. Y el viento sigue como si nada. ¡Y aquí que castiga que ej una cosa bárbara!

“¿Se acuerda, don Peñalva, cuando se llevó la casa el viejo Weide? Había subido tanto el agua que tuvieron que dejarla porque se habían levantao los pisos y medio se estaba tumbando. La mujer salvó a nado a una chiquilina que tenían, llevándola hasta un árbol. Pero, cuando volvió pa recoger al viejo, la chiquilina se cayó y se la llevó la correntada. Hicieron muchos disparos e arma pa que vinieran e la suprefectura. Dicen que naides se anotició.

“Pero ninguna como la el 40. ¡Esa si que jué marea! Por un día no se vido más que cielo y agua, ¿se acuerda, no? Apenaj las copas e loj árboles. ¡y la e destrozos que hubo! El viejo Zoilo y su gente tuvieron que hacer un aujero en el techo el rancho y pasaron toda la noche ataos a la cumbrera, abajo e la lluvia. Algunoj arroyos estaban que no se podía pasar con las vacas ahugadas y los trozos e madera e la que se hallaba apilada en la costa pa venderse. El gringo Masakas se pasó la noche tirando las gallinas arriba el techo pa salvarlas, pero el viento en seguida se la voltiaba. Uno e los Aguirre, que andaba e diligencia por el albardón recogiendo las vacas, perdió el caballo al bajarse pa desenganchar un ternero. Lo encontraron cuando venía a pie, trasijado, con la agua hasta la cintura, ya casi duro e frío y empezando a temblar. Si no lo hallan se muere.”

-Yo también pasé las mías –comentó por fin Mataojo-. En ese tiempo yq estaba arranchao en Laj Ánimas y tenía una canoa que hacía agua y estaba pensando arreglar. Justo pa entonces vino la marea. Adentro el rancho había como metro y medio e agua. Tuvimos que subirnos todoj en la canoa y atarla al lao el rancho abajo e la lluvia. Así pasamos la noche. ¡Qué noche! Agua e arriba y agua e abajo.

Matías Chaparro se acercó trabajosamente a la boca. A la distancia llegaba el bramar del Uruguay. Era una locura tratar de salir con ese día, bien lo sabía. Pero el trayecto a hacer por el río era corto. En seguida entraría en el Martínez o, aún antes, en el Mosquito. Su chata era bien marina y merecía su confianza. Sólo tenía una duda: si le “daba” la maquina, un motor Diese, de dos cilindros y 25 caballos. Por lo demás, agua no faltaría.

Ramón Salazar, remando con dificultad entre el viento y la lluvia, llegó hasta el albordón, donde estaban sus vacas. El campo aparecía totalmente cubierto, quedando afuera sólo la punta de los pajonales y las lejanas arboledas. Con la cabeza gacha y el agua hasta las verijas, los animales lo recibieron con lastimeros mugidos que demostraban toda su inquietud.

La “Siempre Francisco” salió de la boca del Ñancay y puso proa al sudeste. El Uruguay era un mar embravecido. Y el oleaje, corto y escarpado, hacía cabecear a la chata levantando grandes columnas de agua que resbalaban sobre la lona volviendo al río.

Atando su canoa en las ramas de un pequeño espinillo, que crecía cerca del corral, con el fin de aguantarla de la correntada, Salazar se quedó mirando impotente, bajo la lluvia, como el agua continuaba subiendo como una amenaza temible y ensombrecedora.

Después de marchar un tiempo entre el silbido del viento y el azote de la lluvia, con el corazón que le latía con fuerza dentro del pecho, Matías Chaparro siguió avanzando, manteniéndose sobre la canaleta de la costa, mientras la proa de la chata levantaba al aire verdaderos penachos de agua que las rachas desmenuzaban en seguida, diseminándolos violentamente sobre la superficie encrespada del río.

Nada podía hacer ya por sus animales como no fuera contemplar, empapado y azotada su cara por la lluvia, cómo el agua, cada veza más, los iba cubriendo, en tanto que el toro bufaba y las vacas redoblaban sus interminables mugidos.

¡Podría aguantase hasta el Mosquito? La “Siempre Francisco” avanzaba, cabeceando, a su marcha máxima, con el timón doblado totalmente a la derecha, luchando contra la presión del temporal que tendía a empujarla implacable hacia la extensa y procelosa playada de la orilla.

Hasta que, de pronto, el toro, que ya casi flotaba, se levantó sobre sus patas traseras y, embistiendo los palos de sauce, destrozó el corral lanzándose decididamente al agua.

Pero llegó un momento en que Chaparro creyó comprender que la máquina no le respondía y, cada vez con mayor inquietud, atendía la marcha de la chata, fija su mirada en la costa que, quizás a causa de su propio temor, a cada instante le parecía más próxima.

En cuanto el Toro se lanzó al agua, Ramón Salazar contempló con asombro cómo el animal nadaba hacia él y, cuando estuvo cerca, con las patas delanteras trató de treparse a la canoa.

Y bien pronto, al asentarse el casco de la chata en el intervalo de dos olas, Chaparro sintió un golpe que lo hizo palidecer.

Ramón Salazar, levantando en alto un remo, descargó un golpe sobre la cabeza del toro, que ya estaba a punto de hacerle zozobrar la canoa, y siguió golpeando hasta que el animal se hundió arrastrado por la corriente.

Matías Chaparro sintió otro golpe, más fuete aún, golpe de la quilla contra el fondo. Y, desde ese instante, cada ola que levantaba a la chata, la dejaba caer, luego, con más fuerza, contra el duro lecho arenoso del río.

Tan pronto como el toro desapareció hacia el campo, Salazar vio ahora, sobrecogido, cómo, por el boquete abierto por aquél las vacas y los novillos se iban lanzando en tropel hacia la canoa, nadando entre resoplidos y con un terrible espanto reflejado en los ojos.

A medida que menudeaban los golpes, intensificados por el peso de la carga, Chaparro comprendió que había perdido el control de la chata, y fue en ese momento que otro golpe, más fuerte aun, seguido de un siniestro crujido, pareció destrozar a la “Siempre Francisco”, que, no obstante, volvió a salir a flote con dificultad.

Los animales, ya en el agua, pujaban tratando de treparse unos sobre otros y, los que hacían punta, levantaban las patas en un intento desesperado de subir a la canoa.

El agua empezó a inundar la bodega y la chata, un poco escorada, volvía a caer, golpe tras golpe, a cada ola, para levantarse, luego, cada vez con mayor lentitud. Hasta que el motor se detuvo.

Entonces, Salazar, tomando el remo por el lado de la pala, comenzó a repartir golpes, mecánicamente, desesperadamente, como quien sabe que de su esfuerzo, sin ninguna vacilación, depende su propia vida.

El casco, en una interminable secesión de golpes, se fue asentando sobre el fondo, en tanto que la silbante marejada pasaba sobre la carga de espinillo, batiendo la lona desgarrada que se sacudía al viento locamente, dando bárbaros chasquidos.

Agotado y a punto de desfallecer, Salazar siguió repartiendo golpes, cuyo eco resonaba entre el resoplar angustioso de los animales que, uno a uno, iban desapareciendo desvanecidos, arrastrados campo adentro por las aguas.

Apoyada ya sobre el lecho del río y cubierta por la marejada, la chata quedó, al fin, tumbada e inmóvil, mientras Sabino, sin alcanzar a utilizar el chinchorro de remolque, que había zozobrado junto a la popa, se sintió arrastrado por el oleaje y, al rato, casi sin aliento, pudo llegar hasta la costa, que no estaba lejos, tiritando entre el batir intensísimo de las aguas desbordadas.

Y cuando, después de un intento que jamás pudo calcular, siempre entre la lluvia y el viento, Salazar se tiró al fondo de la canoa, ya medio anegada, ahí se quedó exhausto, jadeante, sin comprender aún con certeza lo que había pasado.

Todo el día, negramente encapotado, siguió lloviendo y soplando viento del sudeste. Por la tarde, con lluvia intermitente, aun arreció el temporal. El viento se hizo huracanado, con violentas rachas que parecía querer levantar los techos y arrojaban granizadas de lluvia contra las ventanas y sacudían las puertas. Llegaba claramente el ulular de lo chiflones en el monte. Las copas de los sauces se doblaban casi hasta el suelo y sus gajos golpeaban los vidrios. El arroyo aún seguía creciendo vertiginosamente. Impulsado por la sudestada, el Río de la Plata retrocedía desbordando sobre las islas. Los camalotes, deshechos, pasaban como chicotazo. Y el agua subía y subía a medida que el viento continuaba.

Así pasó todo ese día y aun el siguiente. Hasta que, al oscurecer de éste, por fin cesó la lluvia. ¡Qué sensación de placidez cuando no se sintió más su golpea contra el techo! Pero el viento no cedía.

Recién, casi a las 72 horas, poco a poco, el viento comenzó a calmar. No obstante la corriente del arroyo continuaba vertiginosamente hacia arriba.

A media noche, a pesar de algunas ráfagas ocasionales, el desborde del arroyo era ya bastante tranquilo, aunque el agua mantenía su alto nivel sobre el albardón y los camalotes continuaban pasando hacia arriba.

Al otro día, ya sin viento, era evidente que el agua, después de llegar a su nivel máximo, algo había descendido. Quedaba la señal, en los troncos de los árboles, del límite que habían alcanzado. Pero la corriente se mantenía estacionaria.

Más tarde comenzó su marcha descendente. Los camalotes volvían a pasar hora, pero hacia abajo. Y esa marcha adquirió velocidad tendiendo a que el arroyo llegara, en uno o dos días, a su nivel más menos habitual, nivel que nunca es permanente ni preciso.

Mataojo, después de achicarla con una lata, desamarró su canoa, que se llamaba “El murciélago”, y salió remando, de pie, despacio, hacia adelante. Pasó frente al matadero, junto al almacén, con su gran corral de troncos de sauce, de los que colgaban algunos cueros de oveja empapados por la lluvia. Después cruzó al lado del cementerio: cuatro o cinco tumbas visibles, dos con bordes de material, una con cerco de hierro y varias cruces de palo sin ningún nombre. Siguió por el Santos Grande abajo y, luego, por el Ñancay.

Al entrar al Uruguay el gigante estaba tranquilo. Su inmensidad resplandecía iluminada por un sol espléndido y el paisaje se mostraba como regocijado por el fin del temporal.

La costa de las islas blanqueaba con los árboles quebrados. A la distancia se alcanzaba a ver, muy lejana, las barrancas de la costa oriental. Y arriba, sobre el cielo celeste, una enorme bandada de cuervillos, formados en una inmensa V, se internaban sobre el río, cruzando rumbo a la otra orilla, ignorante totalmente de las tragedias y de las fronteras de los hombres.

Liborio Justo (Buenos Aires, 1902 – 2003) fue un escritor y teórico político argentino. También era conocido con los pseudónimos de Quebracho y Lobodón Garra.

 

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