Cáceres-Havilio

Convocados por la Revista Carapachay, los escritores Cármen Cáceres y Iosi Havilio han mantenido un diálogo epistolar durante unos meses – uno desde el Tigre, la otra desde España pero evocando su río en Misiones – en torno a las posibilidades de representación del río, la imaginación y la escritura. Las siguientes cartas son el resultado de ese riquísimo intercambio.

 


Cármen Cáceres a Iosi Havilio.

Iosi, Iosi, Iosi,

¿De qué vamos a hablar –vos y yo– cuando nos pongamos a hablar del río?

Miro las bonitas fotos del primer número de Carapachay y si bien reconozco lo que veo, un segundo después recuerdo que el delta no tiene nada que ver con el Paraná que viví. Me gusta esta invitación a hablar con vos porque creo que, de sus cuatro mil kilómetros de largo, yo fui testigo de un estadio intermedio y vos testigo de un final muy particular.

A la altura de Posadas el Paraná es un monstruo sin glamour. Está encajonado, tiene un cuerpo definido: toneladas y toneladas de agua marrón desplazándose lentas hacia la izquierda. Pero esa velocidad de nube, esa pesadez de fango es sólo un vestido porque “el río engaña”, se infla, se alisa o se despeina en el centro siguiendo una lógica que jamás aprendimos a leer, mucho más caprichoso que el mar porque se lleva todo lo que la orilla ofrece y porque es una ola que jamás termina de descargar. Supongo que por eso frente a cualquier río sentimos algo entorno a la inminencia. En su Diario argentino Witoldo –pobre Gombrowicz, una crueldad traducirle el nombre– dice del Paraná: “Navegamos por un agua que parece de otro planeta. Navegamos y sin cesar crece en nosotros… ¿Qué? ¿Qué? ¡¿QUÉ?!… Navegamos”.

Viví hasta los dieciocho en un barrio periférico, a media cuadra del agua (no es tan complicado en Misiones, una isla unida a la Argentina por 30 km de frontera seca). Como podrás imaginar le tengo miedo al río o, como mínimo, el río jamás fue un paisaje para mí. En la crecida del 92’ estuvo semanas lamiendo el muro de casa por lo que todas las mañanas, antes de ir a la escuela, bajábamos a medir el agua, a pinchar con una tacuara a los perros muertos y a escuchar lo que decían los vecinos que se habían tenido que mudar. En esa época nadie se metía al río. Bueno, en realidad sí lo hacían los muy ricos, los muy pobres o los pescadores. El uso recreativo del Paraná llegó a fines de los 90’ a fuerza de jet ski, del flamante Yacht Club y más tarde de la costanera de Yacyertá. Creo que este mundo todavía no tiene un correlato literario. Hasta donde leí, en la provincia se sigue buscando en los mitos guaraníes y en el imaginario de la selva que nos dejaron Quiroga, Lugones, Varela y blá, blá, blá. Hay que decir que a Misiones iban los locos, ya sabés, el agua y la selva son propicias a la anarquía. Hace años quiero armar un libro que recopile las sentencias de Macedonio cuando fue juez en Posadas porque no me lo puedo imaginar ahí, en esa enmarañada sociedad. ¿Y qué haríamos, Iosi, con tu mata de pelo en Posadas? Nos dedicaríamos a protegerla del mbariguí.

Hoy te escribo desde la meseta castellana, desde una aridez lunar. Pero una tiene que crecer, hacerse mujer, llevarse el río a las urbes, volverse sabia y formar nación, ¿no? Es decir, una tiene que encajar el Paraná donde mejor le cabe. En promedio, cuatro kilómetros de río separan Posadas de Encarnación, Paraguay. Eso quiere decir que los posadeños vemos enfrente los mismos techos de chapa, la cadena corta de alumbrado público es igual, tomamos tereré con los mismos yuyos y la economía de cada ciudad dialoga más con la vecina que con su propia capital. Para quienes nacemos en la frontera, el país es una extensión de tierra que se proyecta hacia atrás, lejos a nuestras espaldas. Y sin embargo los misioneros necesitamos ser argentinos para diferenciarnos de los paraguayos a quienes en el fondo –no tengo dudas– les hemos tenido siempre un miedo visceral. ¿Viste La León de Santiago Otegüi? En peli los misioneros somos una amenaza para los isleños, algo completamente inédito: ¡los misioneros, una amenaza! Creo que hasta sentí orgullo, mirá.

Abrazo carapachay,

cc

PaulaCaceresfototexto1Carmen

Foto: Paula Cáceres.


Iosi Havilio a Cármen Cáceres

Querida Carmen:

Monstruo sin glamour! Me encantó! Así se ven estos ríos, es cierto. Aunque te digo que no hay nada que la monstruosidad no pueda, sus armas de seducción suelen ser infalibles.

No me preguntes mucho cómo ni por qué, pero la lectura de tu carta, me transportó un par de años atrás justamente a orillas del Carapachay mientras esperaba la lancha colectiva al final de u domingo a pura carne y vino. Esas lanchas que se hacen desear tanto y que bajan cargadas hasta la coronilla. Estaba en el muelle público, rodeado de algunos amigos, vecinos y, por supuesto, un coro de perros. En un momento me sustraje de la conversación y me fijé que al pie de las escaleras había quedado enganchado un camalote. Un camalote importante, de base sólida y frondoso, con algunas hojas marchitas y otras bien erectas. Te diría que un camalote perfecto, en dimensión y presencia. Sentí el impulso de bajar para soltarlo y que siguiera su rumbo. Estaba a punto de hacerlo, agachado en el último escalón, cuando una voz me reprimió desde arriba: ¿Qué haces? Era un tipo alto y flaquísimo que había estado en el asado pero con el que no había hablado ni una palabra. ¿Quién te dijo que no está bien así? Arqueé las cejas, sin reflejos para contestar. ¿Por qué crees que quiere dejarse llevar por la corriente? Enseguida se armó una discusión sobre la naturaleza del camalote, la deriva y el sedentarismo. El problema, siguió el tipo alto, es que vivimos creyendo que sabemos quién es el otro y qué es lo que quiere… ¡y nos equivocamos casi siempre! Y fue más lejos: ¿Ustedes creen que hay camalotes más felices que otros? Fue ahí que uno que estaba en la retaguardia tiró la idea de hacer un documental. Un día en la vida de un camalote, dijo fuerte provocando risas. Una de esas típicas ideas fumonas que pueden ser la punta del ovillo de una novela insufrible, raramente genial. El plan era embarcarse de madrugada, ir a la segunda sección de la isla, cruzar el Paraná, elegir el primer camalote del amanecer y seguirle la huella hasta que hubiera luz. Qué aburrimiento, dijo una chica, ¿cuántas horas podes llegar a estar para que pase algo interesante? Mejor sería atarlo y llevarlo de paseo a distintos lugares, filmarlo en el Paraná, en el Luján, a orillas de un recreo sindical, en el puerto de Olivos, entre los escombros de la reserva ecológica. ¡Hasta en el puente de La Boca! Imagínense… Pero eso ya no sería un documental, intervino otro, sino un paseo turístico, una historia de lo más convencional. Un nene de voz finita contó que en la escuela habían leído una leyenda guaraní del tiempo de la colonia que contaba la historia de un joven india enamorada de un español que termina convirtiéndose en camalote por gracia de los dioses para ir tras él. Quedamos impresionados, una buena fuente siempre resulta alentador. El tipo alto insistía con su tesis: Quizás haya que imaginar todo lo contrario, la posibilidad de una vida poco aventurera, contemplativa, en tensión con su supuesta esencia. En ese caso, se impone la voz en off, arriesgué. Todos pusieron cara de asco, la voz en off es el peor invento del cine, en eso coincidimos. Llegó la lancha y nos sacó del embrollo. Antes de embarcarme, me di el gusto y liberé al camalote de sus ataduras con la punta del zapato. Lo seguí con la vista desde la ventanilla, navegó unos metros río abajo y quedó atrapado en una mata de juncos. ¡Qué difícil la libertad!

Pero tenés razón, Carmen, basta de pavadas, uno tiene que crecer… es lamentable pero es así. Tengo tantas historias alrededor del río! Espero que nunca se me borren!

Cuidá de la meseta!

Otro abrazo

 

camalotefototexto1iosi


Carmen Cáceres a Iosi Havilio

Buenas, Iosi.
No ubico la leyenda que menciona tu pequeña fuente pero sí me acuerdo que en la mitología guaraní –precolombina– hay un par de mitos entorno a la flor del Irupé, ese camalote gigante que flota como una colchoneta de carne verde y ofrece una flor preciosa que, sorprendentemente, no tiene olor. Eso siempre me perturbó, me cuesta mucho concebir algo que pueda ser sin oler.
Y me gusta lo que contás. Me quedo pensando en lo que decía aquel hombre alto. ¡Por supuesto que hay camalotes más felices que otros! Lo contrario sería reducir al camalote y creer que un camalote sólo es lo que vemos de él. Conozco muchos hombres y mujeres así, extasiados en sus ideas y siempre dispuestos a enarbolar libertades hipotéticas. No me extrañaría nada que, al ver que el camalote se volvía a enredar, el tipo te dijera: “¿Viste pibe?”, como si la naturaleza misma del camalote no contemplara también la presión de un zapato, el peso de una rama o la caquita de un loro. Creo que mejor me incorporo a tu escena y hablo directamente con ese hombre. Digamos que soy una vecina prolija pero un poco indeseable que ha bajado a esperar la lancha colectivo sin que ninguno de ustedes se diera cuenta (debió ser por culpa de los perros, que ya no me ladran ni olfatean). He estado oyendo la conversación y de pronto me siento con todo el derecho a participar porque las vecinas, cuando pasamos los cincuenta, empezamos a dominar ese derecho. Yo también bebí un poquito de más en el almuerzo y me animo a dirigirme al hombre con un tono recio que denota cierta acritud, como si en realidad llevara años dialogando mentalmente con un hombre así. Le digo que la vida contemplativa de la que habla, la vida poco aventurera o en tensión con su supuesta esencia no es jamás una vida quieta. Eso, digo, sería demasiado fácil. La verdadera vida contemplativa –y bajo un poco la tensión de la voz– es justamente una vida consagrada a acomodar los golpes.
A ustedes le sorprende mi intromisión. Primero, porque corta el sopor divino de la sobremesa, y segundo, porque les recuerda que el pensamiento colectivo incluye siempre a sus parásitos: los testigos. El hombre me sonríe igual que sonríen los políticos a los animales y me responde: “Bueno, sí, puede ser”. Por supuesto, eso es lo que un hombre así le tiene que responder a una mujer como yo.
Por suerte, ahí llega la lancha.
Sube la chica que tiró la idea del documental, lo hace de un salto porque tiene las piernas gruesas y se sabe acompañada. Después sube el niño, que está muerto de sueño pero no puede dejar de prestar atención a lo que hacés vos, Iosi, que ahora te agarrás de la baranda del muelle y le das dos patadas cortas al camalote riéndote, sí, riendo porque supongo que así es como se tiene que dialogar con el camalote perfecto. Yo, que fui la primera en sentarme, busco cualquier cosa en mi cartera y unos minutos después te miro observar desde la ventanilla. Escucho la frase “¿Viste, pibe?” pero ya no quiero participar porque los borbotones sonoros del motor me aseguran que nos movemos y el movimiento es, para mí, un refugio muy modesto. De todas las cosas que trae el río, ¿por qué nos fijamos en los camalotes? Imagino en sus raíces flojas ondulando bajo el agua como si imitaran el desplazamiento de las culebras y cuando vadeamos la séptima isla –y la lista de cosas por hacer se me impone– admito que lo complejo es pensar qué significa libertad para alguien que nunca tuvo las raíces en el suelo.
Muchas gracias por el paseo, querido. ¿Nos vemos en diciembre?

cc

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Foto: Paula Cáceres.


Iosi Havilio a Cármen Cáceres

Carmen, Carmen:

Ya me parecía que te había visto ese domingo… vecinas así no se olvidan fácil, pero el vino y los días terminan nublándolo todo. Tus intervenciones son muy atinadas, la quietud, el movimiento… Heráclito y Parménides… ahí está todo! Seguimos hablando de lo mismo veinticinco siglos después! Y sí, estoy de acuerdo con vos, la contemplación es acomodar los golpes… y a mí me dan ganas de tirar patadas al aire todo el tiempo!

Volviendo a tierra, de este lado del mapa el agua en el último tiempo corre por todas partes y en todas las direcciones. Vertical, horizontal, oblicua y en cascada. Entre las lluvias y las crecidas, lo seco se volvió una entelequia. Acá en casa, sin ir más lejos, se formó una laguna en el jardín y tuvimos filtraciones por el techo en todos los rincones… Las tejas son bonitas pero traicioneras. La impermeabilidad es una ilusión perversa, de las más perversas con las que se emperra el capitalismo. Por supuesto, la inundación produce angustia pero nos ubica en el horizonte. Multipliquen por cien, por mil, por cien mil, este estado de cosas y obtendrán una postal del futuro.

En una tregua de la lluvia, hago unas cuadras a pie hasta el puente sobre el río Tigre sorteando calles anegadas, barro y porquerías, y me encuentro con un panorama tan absurdo como desolador. Sobre el borde del río, amuchados contra las amarras, mis queridos camalotes son espectadores de un cuadro singular. En términos atenienses: patético. Alguien, algún comando medioambiental, custodios de la sanidad hídrica, armó un tremendo corral para contener la basura que bajó con la marea. El límite lo marca una manga inflable color flúo. El gesto es verdaderamente tierno. Tierno y ridículo. No es la primera vez que veo este acopio de desechos en ronda, pero nunca antes tan profuso. Las botellas, de todos los colores y todas las décadas, ocupan la mayor densidad de superficie, le siguen las bolsas de plásticos, los envases de todo tipo, medio cochecito de bebé y, gobernándolo todo, como un leviatán de los deshechos, un termotanque descascarado que flota panza arriba. ¡Hay también inocentes matas de camalotes que cayeron en la redada! La naturaleza nos devuelve con creces lo que minuciosamente arrojamos ligeros de brazos. El mensaje es claro: lo que el hombre descarta, natura non licúa. Y te lo digo con rima: El Síndrome de Diógenes no tiene cura!

En simultáneo, unos treinta kilómetros al sur, buscan a dos hombres, aparentemente padre e hijo, que cayeron al agua en medio de la tormenta con auto y todo en una curva resbalosa. Aparece el auto pero los hombres no. Mientras tanto, los buzos de prefectura descubren en la cuenca del riachuelo, así la siguen llamando a pesar de todo, una media docena de cadáveres de distintas edades y colores, incluso miembros sueltos. Es parte del folclore. El espanto dura lo que dura la noticia. En el Ganges, los muertos corren hacia la liberación de las almas, las aguas están igual de pútridas pero son sagradas.

Pero qué triste, inmerecidamente triste, sería acabar con este ida y vuelta alrededor del río de esta manera. Te propongo, para redimirme y desobsucerecernos, este relato zen que adapté para la ocasión:

Dos monjes discutían viendo navegar un camalote sobre si era el viento y la corriente los que se movían o era el camalote. Como no se ponían de acuerdo, intervino el patriarca del delta para aclararles que no era el camalote, ni el viento, ni la corriente los que se movían, sino sus pensamientos.

Nos vemos en diciembre, para celebrar la victoria!

Otro abrazo, i

 

iosi

 


Iosi Havilio nació en Buenos Aires, en 1974. Estudió filosofía, música y cine. Escribió las novelas Opendoor (2006), Estocolmo (2010), Paraísos (2012) y La serenidad (2014). Sus libros han sido traducidos al inglés, al italiano y al croata. También participó de las antologías Buenos Aires Escala 1:1, La joven guardia y Madrid, con perdón. Pequeña flor es su quinta novela.
Carmen M. Cáceres nació en 1981 en Posadas, Argentina. Es Licenciada por la Universidad de Buenos Aires y completó su formación con la especialización en Escritura Narrativa de Casa de Letras Argentina. En 2008 obtuvo el subsidio otorgado por el Fondo Metropolitano a las Artes de la Ciudad de Buenos Aires. En 2009 su cuento Un buen rapaz resultó ganador del Encuentro Cultural Passo de Guanxuma, cuya antología fue publicada por la editorial Casanova, con el título “Brasil. Ficciones de argentinos”. En 2010 su primera novela, Diagnóstico por imágenes resultó finalista del Premio Letras Sur y, en el mismo año, fue seleccionada por el Consejo Nacional para la Cultura y las Artes de México (Conaculta) para participar en las residencias de artistas iberoamericanos en la Ciudad de México. Ha publicado reseñas en diversos periódicos argentinos y en revistas online. Actualmente reside en Madrid. 

 

Cruce epistolar Duizeide-Domínguez

Cruce epistolar Camilo Sánchez Christian Kupchik

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