La circularidad de la violencia por Fernando Alfón

Un día antes a su ejecución, el nazi Otto Dietrich zur Linde escribe su alegato, en el que confiesa no sentirse culpable, sino más bien reconfortado: sabe que la mano que lo ejecutará es la misma mano que en el futuro lo salve. En el insondable tiempo circular, todos los senderos son inevitables. No importa que él sea ahora el derrotado y otro, el vencedor; en la totalidad que constituye la violencia, madre de toda la Historia, torturador y torturado son lo mismo. «Tú eres aquel hombre» («Deutsches Requiem»).

El cuento de Borges fue publicado en la revista Sur, en febrero de 1946. En Núremberg, los Juicios a la jerarquía nazi aún no habían concluido. Borges estaba al tanto de esos procesos, pero ignoraba que su Otto tendría un actor que representaría la ficción con cierta obsesión por los detalles. Casi al mismo tiempo que se publicó el cuento, un tal Otto Eckmann —otros dicen que bajo el nombre de Otto Geninger— se escapaba de las cárceles que el Ejército Estadounidense había improvisado en Alemania. Borges no sabía nada de este Otto. Ni los propios estadounidenses sabían. Se trataba de Adolf Eichmann, teniente coronel de las SS y encargado directo, en Polonia, de transportar a los detenidos judíos hacia la Solución Final. Cae Hitler, cae el Tercer Imperio alemán, cae Eichmann en manos estadounidenses, lo descuidan y se escapa. No saben que Otto es Adolf. Se oculta en Alemania, se oculta en Génova, se fuga a la Argentina bajo el nombre de Ricardo Klement. Reinventa su vida en Buenos Aires, años después lo secuestra el Mosad, lo trasladan a Israel, lo juzgan por genocida, lo encuentran culpable y lo ahorcan en la prisión de Ramla, la madrugada del 31 de mayo de 1962. Antes de morir exclamó: «¡Viva Alemania! ¡Viva Argentina! ¡Viva Austria! Nunca las olvidaré!»

¿Qué secreto destino enlazaban esas tres naciones? He aquí una hipótesis. La ensayista alemana Hanna Arendt presenció el juicio a Eichmann como reportera especial de The New Yorker y dio con un hallazgo extraordinario: mientras escuchaba las declaraciones de Eichmann, no se encontró con aquellas representaciones acostumbradas del mal; Eichmann no era un monstruo, ni siquiera parecía antisemita: era un hombre común, que cumplía con indolente fidelidad el trabajo que le habían encomendado. El hallazgo de Arendt es extraordinario y lo podemos leer en Eichmann in Jerusalem (1963), pero ya había acontecido antes. Así como Eichmann acataba órdenes que emanaban de un Estado que creyó definitivo —procuraba hacer bien un trabajo—, Dietrich zur Linde, cuando fue nombrado subdirector del campo de concentración de Tarnowitz afirmó: «El ejercicio de ese cargo no me fue grato; pero no pequé nunca de negligencia». Ambos, Otto y Adolf, recostaban su conciencia en esa rectitud. Ninguno sentía participar de un crimen; ninguno se sentía culpable.

La omisión del cuento de Borges en las impresiones de Arendt la podemos comprender —al fin y al cabo se trataba, en 1963, de un escritor argentino—, pero era nítido que el Adolf Eichmann real coincidía con el Otto Dietrich zur Linde imaginado, y haberlos pensado juntos hubiera nutrido el concepto de banality of Evil con la doctrina circular.

A fines del siglo XIX, Oscar Wilde promovió la doctrina del esteticismo («The Decay of Lying»), a la que apuntaló en cuatro principios. Para persuadir sobre el tercero —la vida imita al arte—, recurrió a la siguiente anécdota: una mujer invita a un esteta a que se acerque a la ventana y contemple el «glorioso cielo». El esteta accede, pero sabe que lo que verá en el cielo natural es un Turner bastante mediocre, un Turner en su peor época, donde todos los defectos del pintor estarían exagerados. Luego ve por la ventana y comprueba la copia. El ocaso ha sido contemplado con las reglas del arte. La referencia a Wilde no huelga: Eichmann, el real, repitió los pasos de Dietrich zur Linde, el imaginado. Que no lo supiera es circunstancial; importa saber cómo proceden las personas, no lo que piensan, es decir, lo que ignoran de los secretos móviles que subyacen a sus actos. ¿Qué es un acto?

Schopenhauer encontró que la vida era agitada por la voluntad, una fuerza inagotable que se expresaba en términos de una lucha circular. Marx lo corrigió: creyó que la lucha no era de voluntades, sino de clases, y que era lineal: el comunismo vendría a poner fin a las repeticiones. Wilde no empleó el término lucha; prefirió llamarlo deseodesire for expression— y entendió que la vida anhela la expresión, para la cual el arte es el instrumento más apropiado. Era la tesis de Schopenhauer.

A mediados de la década del 80, Borges asistió a una de las audiencias del juicio a la junta militar de la última dictadura argentina, donde declaró un testigo que había estado preso durante cuatro años. Tan afecto a la sutil variedad que operan las repeticiones, no es extraño que fuera a presenciar una representación de su «Deutsches Requiem», solo que ahora, en vez del torturador, testimoniaba el torturado. Al igual que Arendt, fue a encontrarse con alguna de las tantas formas que adopta la monstruosidad, pero «Ocurrió algo distinto. Ocurrió algo peor. El réprobo había entrado enteramente en la rutina de su infierno». De su testimonio no surgía un relato que enfatizara lo extraordinario del presidio, sino lo común que puede devenir la picana, la represión, las esposas, los horarios; como si también a eso nos acostumbráramos. Del relato surgía la monotonía insípida de cualquier memoria de una rutina. En la cárcel, el encarcelado y el carcelero comparten un mismo encierro. «La cárcel es, de hecho, infinita». De las cosas que Borges escuchó ese día, referirá una que ocurrió un 24 de diciembre: «Llevaron a todos los presos a una sala donde no habían estado nunca. No sin algún asombro vieron una larga mesa tendida. Vieron manteles, platos de porcelana, cubiertos y botellas de vino. Después llegaron los manjares (repito las palabras del huésped). Era la cena de Nochebuena. Habían sido torturados y no ignoraban que los torturarían al día siguiente. Apareció el Señor de ese Infierno y les deseó Feliz Navidad. No era una burla, no era una manifestación de cinismo, no era un remordimiento. Era, como ya dije, una suerte de inocencia del mal»[1].

Ahora era Borges el que reescribía a Arendt, solo que el concepto de banalidad del mal mutaba sensiblemente al de inocencia, acaso una forma más precisa para aludir la conciencia de los criminales. No hacían el mal por triviales; no creían estar haciendo el mal. El tema no era nuevo: Edipo Rey versa sobre un crimen cuyo ejecutor ignora que la víctima es su padre. La clave para comprender esta circularidad la podemos hallar sin alejarnos de Alemania. Nietzsche juzgó que el judaísmo era la rebelión de los débiles. Que la ética de la fuerza había sido desplazada por la sumisión y el rezo. Presumo que en esa afirmación no advirtió la refutación que, en cierne, hacía a su propia teoría: si rige la fuerza, siempre y en todas circunstancias, es fuerza también la sumisión que vence a largo plazo. El juicio de Eichmann parece ir en este sentido. Fue ejecutado en el mismo suelo de Israel: los vencidos, ahora, matan al victimario: a su tiempo, ambos fueron la espada. Eichmann soñó —por banalidad o por inocencia— el reino de la disciplina y la sentencia. Israel se lo concedió.


Arendt, Hannah (1963) Eichmann in Jerusalem: A Report on the Banality of Evil. Rev., enlarged ed. New York, 1992.

Borges, Jorge Luis (1946) «Deutsches Requiem», en revista Sur, Nº 136. Buenos Aires, febrero, pp. 7-14. Incluido en El Aleph.

Borges, Jorge Luis (1985) «Lunes, 22 de julio de 1985», en Textos recobrados 1956-1986. Buenos Aires, Sudamericana, 2011, pp. 278-279.

Wilde, Oscar (1889) «The Decay of Lying», in Complete Works of Oscar Wilde. London-Glasgow, Collins, 1966.

[1] Borges 1985, 279.

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