Punta de flecha
El día de mi muerte estaban todos. El invierno se había detenido y giraba sobre sí mismo como un tornado. Era una fecha patria, no recuerdo cuál, pero estábamos exultantes. Había enormes escarapelas cosidas a la ropa, a las cortinas, al pecho. Chorreaban nuestros corazones en límpidos destellos. Y reíamos.
Yo amaba ese tipo de celebraciones. La abundancia en el vestir, en el decir, me hacían sentir histórica.
Yedra había planchado las camisas y los trajes pálidos de mis hijos. Vestían iguales, bajo lema.
Antes de ir al Puerto a recordar la hazaña olvidada, salimos al patio trasero para cantar el himno. Arriábamos la bandera con cualquier excusa. Nuestro delirio marcial ya no sorprendía al vecindario. El oído plano de esa gente sin patria había incorporado los clarines y estridencias de las batallas que inflábamos contra la amnesia, con la sumisión típica de la clase acobardada.
Esa mañana, el Coronel y yo nos ubicamos en fila india. Él adelante, yo no. Yedra, a un costado, controlaba el tocadiscos. ManFredo, un poco más lejos, observaba el sol o su contrario.
Desde el cuartito de revelados, los ojos grises de Lana brillaban en la oscuridad.
Cantábamos con la mirada fija en el norte, corridos, con el eje rengo. Las palabras amargas y el aliento recién levantado caían sobre las baldosas frías. Yo decía vamos, con fuerza. Pero nadie me escuchaba. Mi familia cantaba sin fervor. Las antiguas glorias sonaban cada vez más aguadas, más chirles. La única que cantaba con encono era yo. Exageraba los finales para demostrar mi capacidad pulmonar. También gesticulando era excesiva. Marcaba el compás con el pie derecho, taconeando para sostener el ritmo. Porque si no, el grupo se caía. No es fácil liderar tanta sordera.
Sin embargo, ese día había nacido para la tragedia. En la mitad de una frase, al purpurado cuello, un imponderable provocó mi silencio. Y después, el declive.
De algún modo, un LP se clavó en mi yugular como un bumerán demente. Y no entendí quién o qué me lo había lanzado. Tal vez, la poética sangrienta de la frase se había encarnado en mi cuello. Ensangrentada, dije algo que nadie entendió, mientras un coágulo manchaba mi vestido. Me brillaron las pupilas encandiladas de muerte y después me agité. Los ojos se detuvieron en pleno vuelo y quedaron aleteando sin ver, llenos de imágenes de la familia —que ausente— se derretía como manteca al fuego. Ellos seguían cantando despacio, imperturbables.
Fue tan inesperada y hermosa mi muerte que, por un instante, nadie reparó en ella. Ni siquiera yo.
—La señora está rara —dijo Yedra, de pronto.
Perdí el equilibrio y el Coronel quedó paralizado. Man se tapó los ojos. Fredo sonrió como un quiste abierto.
Domingo le ordenó a Yedra que detuviera el tocadiscos que giraba inútilmente. El lado B, versión de la Policía Federal del ’45, se había terminado. En mi cuello goteaban sus corcheas. Así me terminaron. El patriotismo duele. Una crueldad consciente y desquiciada le tira en contra.
—¿Se suicidó? —preguntó el Coronel temblando.
—No sé, me estaba acomodando una media —contestó Yedra.
Man miró a la izquierda, Fredo a la derecha. Nadie, nada. Sólo algunas bolsas de plástico danzaron sugerentes junto a la medianera.
Una lluvia ligera se descolgó del cielo en el instante en que el Coronel lloró. Le había entrado una basura en el ojo.
Se miraron y no supieron qué. Finalmente, Yedra reaccionó y llamó a la doctora Heine, que vivía a la vuelta. Nadie quería tocarme. Tuvo que ser ella la que me sacara el disco del cuello.
En el LP, quedaron algunos montículos secos, costritas mortales que nadie vería. Si lo hubieran escuchado, la púa se habría detenido frente a esas elevaciones de leucocitos muertos. Al purpurado cuello, al purpurado cuello. Pero nunca quisieron escuchar mi muerte.
El Coronel prometió encontrar al asesino, pero la complejidad de la tarea terminó dejándolo afuera de la investigación. Sin haberla comenzado.
Calas blancas
Antes de que llegara el maquillador de la funeraria, llevaron mi cuerpo al cuartito. No pude deducir qué hacían conmigo. Cuando entró el Coronel, la doctora se retiró. Las manos escuálidas de Yedra borraron toda huella posible de mi cuerpo. Me lavó con un trapo y yo me entretuve viendo el jabón mezclado con la sangre.
Después, Domingo me miró agradecido y se puso manos a la obra.
—Dejanos solos.
Yedra cerró la puerta. Lana se hacía la desentendida, dejando su hombro desnudo en ángulo recto a la nariz impura.
—Por fin va a servir para algo —dijo con su voz finita.
—No seas tan dura —replicó el Coronel—. Acostate. Ya me erecté.
Esas palabras son las últimas que escuché con claridad. Después, parecían flotar bajo el agua. El efecto de inmersión todavía me acompaña. Tras perder el audio, el mundo se destiñe. Sigo viendo las formas, como detrás de un vidrio. Pero la muerte opaca.

El caso se cerró esa misma tarde. Se entendió como accidente doméstico para no llamar la atención del vecindario ni de la policía. Idea de la doctora Heine, psicóloga quizás.
El entierro fue rápido. Me velaron con tapa para disimular el tajo. Algunos amigos del Coronel pasaron a tomarse un refrigerio y el patio se llenó de coronas. De tus amigas del Comité era la más hermosa. Calas blancas, cintas violetas de exquisito terciopelo y letras doradas, enviadas por mis cómplices hipertensas: las damas del Fulgencio López.
La última en llegar a mi velorio fue Buda. Apareció fumando y provocó un pequeño revuelo, sofocado por la aparición de las carnes blancas.
Mientras los demás comían, ella se quedó junto a mí, sentada y seria. Sin fingir llanto. Los otros habían abusado del sistema de condolencias y ahora masticaban con fervor. Ella miraba inquisitivamente al Coronel, a los chicos, a Yedra.
ManFredo permanecía atrás del biombo y sus cabezas se asomaban por turno. Porque estaba el General. Cuando venían los altos mandos, los deformes se mantenían en reserva.
Yedra sirvió licor y tostaditas de pavo. Yo hubiera preferido otra cosa. Pero no podía moverme.
El más afectado parecía el Coronel. Decía amarme a pesar de mi carácter, de mi pasado ligero y mi rispidez mental. Después de dedicarme algunas frases rimbombantes, pasó a hablar de resortes, sin solución de continuidad. Era su tema preferido.
A Lana no la sacó: hubiera sido demasiado.
Al día siguiente, me subieron a un vehículo largo, me bajaron a un agujero y allí me plantaron, en tierra seca. No hubo lágrimas ni una flor. Nada para el recuerdo. Fui un trámite sin importancia.
El cascarón que fui
El cura hablaba tan bajito que ni yo lograba entender sus palabras. Nadie le prestaba atención, salvo Buda, que lo contemplaba con el ceño fruncido. Se fue acercando a él para intentar descifrar su perorata tímida.
—Y se nos fue Alba Berro…
Le daba igual mi nombre. El viento apaga los datos, ahoga las frases repetidas, esconde la abulia. Buda no se decidía a interrumpirlo, era difícil entender lo que surgía de la boca del cura, aterido por el frio y la falta de información. Su hocico diminuto parecía pujar directamente desde la sotana.
—… porque la muerte no es culminación, sino medio. Los que estáis, deberíais recordar a perpetuidad que la vida se agota como un pecado de paladar. Queda el sabor en el espíritu. Porque el cuerpo es puente y no tajada. En verdad, os digo: si no coméis la carne del Hijo del Consolador y no bebéis su sangre, no tendréis vida en vosotros ni en Él. Ay de los que desgarráis vientres, jamones o cabezas con la impudicia canalla del hambriento urgido, porque de vosotros no será nunca el divino tablero. Porque al saciado, la iglesia lo conceptúa guiso ornamental y no alma en ascenso.
Sus labios estaban morados, daba ganas de morderlos.
—Estamos profundamente afligidos por la muerte prematura…
—De Aurora —dijo Buda, de pronto.
—¿Disculpe?
—Mi hermana, era Aurora. No Alba.
—Eso mismo, y somos vecinos de su dolor. Que el señor la ampare en su ilimitado seno. ¡Recibe a Dios, Aurora, al único sabio, nuestro salvador, que será tu gloria y esplendor, imperio y fortaleza, ahora y en los siglos venideros! Amén.
Todos pusieron cara de circunstancia. Los dichos del cura eran extraños. Yedra amagó un rezo pero se contuvo.
Dos operarios bajaron el cajón en silencio. Al que manipulaba del lado de los pies se le trabó la soga y mi cabeza golpeó ligeramente contra la madera. Me acordé de los sopapos de mi madre.
ManFredo fue el primero en alejarse con las manos en los bolsillos. Domingo y el resto de los presentes optaron por retirarse con aire distraído. El sacerdote, asediado por un principio de arcada, se arrinconó contra la tumba de al lado.
Buda caminó en círculos alrededor de mi lápida. Estaba furiosa. Respiraba con agitación y repetía: Alba, por favor. Qué vergüenza.
La sentía girar y sacudir los pies contra la hierba seca. Pero no lloró. De pronto, se fue. Casi corriendo.
Yo estaba atónita en la tumba. Los minutos seguían su triste curso y yo ahí, reubicada. Mi conciencia se despegó fácil y sólo quedó mi barco, hundido y apelmazado. El cascarón que fui amenazaba con hundirse.
Así acabó mi vida. Con interrogantes. Ninguna certeza. Esperé un rato la bendita ascensión, pero no vino nunca. La suspensión de los acontecimientos sería el peor de los finales.
Mi yo volvió a casa en un estado nuevo. Ni sólido, ni líquido. Algo cercano al vapor, tal vez.
Entré por una ventana mal cerrada de la cocina.
Fuera de la jaula…por Dios…jamas habia leído un cuento tan perfecto. No podía soltarme.. García lao Fernanda hay una sola. He leído desde niña..Casi todo lo que había en la biblioteca familiar ..algo mas de 2000 libros..como este cuento hasta hoy …Que he cumplido 75 años.Bonnie Favelis
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