Oliverio Coelho dice en una de las cartas que integran el epistolario de este número: «En la mente del rioplatense, las crisis económicas comienzan a percibirse antes de que tomen forma. El ciudadano medio, con el oído afinado de un murciélago, profetiza lo peor y corre a su cueva a comprar dólares cuando percibe algo que se asemeja a un temblor» Agudo conocedor de la subjetividad argentina, Coelho da cuenta de esa actitud porque la ha visto en repetidas oportunidades, cómo la hemos visto muchos de nosotros. Hablamos de individuos que se han dejado ganar por la incertidumbre y aunque sería erróneo cargar sobre esos individuos la responsabilidad, por ejemplo, de una corrida bancaria. Sí podemos decir que detrás de esa incertidumbre o mejor aún como fundamento de ella, existe toda una concepción de la economía que hace que estos movimientos reiterados en la historia argentina se vivan como si fueran el fin del mundo.
No resulta raro, entonces, observar como la incertidumbre comienza a ocupar espacios, a expandirse como un virus. En las últimas semanas, sin ir más lejos, el término se ha impuesto de manera incontenible. Refiere básicamente a un estado de fragilidad o precariedad respecto de un presente que se nos da como indescifrable, como incontrolable, pero sobre todo respecto de un futuro aún más incalculable. Hay incertidumbre porque no se sabe que va a pasar, ni cómo se resolverán los problemas del presente proyectándolos hacia el futuro inmediato. La incertidumbre vincula un presente complejo y complicado con un futuro indescifrable y aunque la comprensión del término parece darse casi de manera espontanea, la expresión sólo es aplicable o entendible bajo ciertos supuestos que no son siempre tan evidentes; se desarrolla y se expande en tanto y en cuanto se han aceptado ciertas cosas. Se acepta por ejemplo, que detrás nuestro no hay nada, no hay historia, no hay tradición, no hay vínculos, no hay camaradería ni amistad. Se acepta también la soledad, el aislamiento, la individualización de los sujetos como algo natural e inevitable y otras tantas cosas. Pero la incertidumbre no es, ni puede ser, el punto de partida para pensar una determinada situación, sino por el contrario debe ser entendido como el punto de llegada de un cúmulo de cosas. Sólo así se capta en su real dimensión y por lo tanto se puede tratar con ese estado de ánimo.
Es comprensible y a nosotros mismos nos pasa, que ante la contundencia y la densidad de lo actual nos dejemos atrapar por la incertidumbre, pero es justo en ese momento en el que tenemos que mirar hacia los costados y hacia atrás para darnos cuenta de que no estamos solos, de que no hemos llegado hasta acá por mera casualidad, que no hemos dicho lo que dijimos, y sostenemos aún, en vano. Somos, nosotros mismos, cómo esas islas de las que tanto hablamos, estamos formamos de estratos, de capas, de acumulación. Parar, detenernos y no dejarnos arrastrar, saber que somos parte de algo que nos excede y nos nutre al mismo tiempo es lo que nos permite no dejarnos caer, es lo que, en definitiva, hace que sigamos insistiendo con este proyecto al que en algún momento llamamos Carapachay o la guerrilla del junco, y que como ya hemos dicho, sólo es posible hacer y sostener con otros.
¿Qué hacemos entonces, cuando escribimos, cuando invitamos a nuestros amigos a escribir, cuando convocamos a personas que no conocemos pero que de leerlos sabemos que tenemos puntos de contactos? Pues no otra cosa, sino combatir la incertidumbre.
Luciano Guiñazú, Hernán Ronsino