Las siguientes líneas son restos y fragmentos de un texto varias veces naufragado, intentaron ser parte de una tesis de “maestría”, tuvieron mejor fortuna en algunas publicaciones como la Revista La Biblioteca (a. de M.) y hoy vuelven a encontrar deriva en la querida revista Carapachay con motivo de la conmemoración de los cien años de la Reforma Universitaria de 1918.
Una Voz para La Ciudad Futura
“LAS CIUDADES
[…] ¿Retornaran los dioses?…
Sobre una costa desconocida, dilatada en la penumbra apenas clareada por el difuso resplandor de las constelaciones, se diseñó de pronto la urbe del futuro. Ansioso, anhelante, sobresaltado, rojas por el desvelo las pupilas…, el Viajero de los Siglos escrutaba el hallazgo tantas veces presentido. […] Los Andes adquirieron contornos determinados y precisos como si surgieran del seno de la noche al conjuro de un cincel maravilloso. Presto fueron una Acrópolis gigante; brilló la luz sobre la frente de una nueva Atenea e infundió vida inmortal a la forma fugitiva aprisionándola para siempre en la suave firmeza de los mármoles. Las naves del Pacífico y del Atlántico saludaron con himnos jubilosos a la nueva divinidad. Sobre las pampas dilatadas desde el mar a la montaña pacieron las siete vacas blancas de Juno…. A la vera de las selvas aromadas por una perenne primavera, Cleanto abría las besanas y las besanas, alineadas como estrofas en la infinitud de la llanura, adquirían bajo el hechizo del esfuerzo, el prestigio a la vez fuerte y armonioso del exámetro latino.
La urbe se fue animando poco a poco. Un pueblo culto y tolerante, dulce y robusto, imaginativo y medido, apasionado y prudente, humano y universal, hondo y sutil, llenó las calles y las plazas en un afán sagrado. Alzaba estadios para los gimnasiarcas, construía teatros, discutía la Verdad, la Justicia, el Derecho en las asambleas del demos; y al suave ritmo de una estrofa de Francia coronaba de rosas americanas las sienes de Homero ciego. Un silencio profundo se hizo de pronto. Un aire suave estremeció los álamos del huerto de Academus y, soñando en la Atlántida sumergida, Platón retomó el hilo de un diálogo que comenzó una vez y que no concluye nunca…
-¡Salve ciudad del Futuro¡ -exclamó entonces el Viajero de los Siglos.
Y alzando en un ademán seguro cuya intención se vinculó con el infinito mismo, una copa de oro cincelada sobre los senos de una virgen pagana, en la que escanciara vino helado de Lesbos y sumo de Champaña, dijo a América el brindis que vibró en el tiempo y el espacio con acentos de Eternidad:
-¡Salve Ciudad inmortal de la salud y la belleza de la raza¡”
-…¿Retornaran los dioses?…” (Saúl Taborda, Reflexiones sobre el ideal político de América, 1918).
Ciudad inmortal, “la urbe del futuro…”, la alegoría que evocamos, trae con esperanzas la buena nueva, América sería el continente y el contenido, la vitalidad renovada que le daría forma –vida inmortal a la forma fugitiva– a una Ciudad, en la que se concebiría el renacimiento de la Humanidad, devastada en veinte siglos por las crecientes garras de Plutus –dios de la riqueza-; para salvar “la belleza de la raza”.
-
- Un Verbo se caldeaba. Amanecía la promesa de una Voz y sus formas (a)parecían talladas con el mismo Cincel –maravilloso– que labrara la prosa de las odas modernistas, cuyas esquirlas, además de punzar una conciencia adormilada, y crear un movimiento cultural original, parecían aglutinar lo culterano de sus tonos y burilar los oropeles de sus rebordes y maneras. Voz sostenida en el tiempo por la cámara de los ecos helénicos, que en su peregrinaje por la historia universal, con el dorado cordel del humanismo, desde la polis griega enhebraban a la Francia revolucionaria y al Mayo patrio. Voz atravesada por los fulgores dionisíacos del vitalismo entreverado en los senos de vírgenes paganas, vinos y zumos de champaña, y el desenfado generacional de las vanguardias juvenilistas. Tañida por la exhuberancia que ofrece el generoso paisaje de estas tierras –“nuestras llanuras coronadas de mies y pobladas de ganados”- que surcan Los Andes, la pampa, y se bañan con las costas del Atlántico y el Pacífico. Impelida por el rebose que -siempre- augura el caudal que le donaría el pueblo, “el esperado de la Historia”. Voz pulida por un fino esteticismo, cuya caución por la belleza de sus formas sacaba sus últimas entonaciones; las que tenían por fin, incitar a la trasmutación de todos los “valores vitales”. Un Verbo, entonces, profano de los viejos valores de Occidente. Encendido para propagar la “libertad creadora” y echar las simientes de una “nueva estructura”.
Ante la “conspiración del silencio” que sitiaba la ciudad, una Voz prorrumpía desde las inmediaciones de los silentes claustros de la señera Universidad del 1600, para exhortar a los noveles oídos a conquistar su (nuevo) ser americano, para anunciar la “Hora Americana”.
“UNA VOZ
…De debajo de las ruinas de sus artesonados sale un grito, un aullido salvaje de dolor; las columnas truncadas por el golpe, han abatido el orgullo de sus fuertes elegancias. No queda nada en pie. Y una ráfaga helada de exterminio avienta a todo rumbo el polvo de la antigua grandeza.
[…]
Una nueva estructura se levantará sobre el orden de cosas abatido. ¡América, hazte ojo! ¡América, hazte canto!
Quedarnos impasibles delante de tan alto y sagrado cometido, a cuya obra nos invita y nos obliga este instante inexorable de la historia, es incurrir en el crimen de lesa humanidad, que los pueblos y las razas expían con pena infamante del escarnio de Sodoma, del desprecio de Persia, del olvido de Cartago.
En la vida de las razas, como en la de los pueblos, como en la de los hombres, un momento misterioso hay que decide el derrotero en el obscuro laberinto de las encrucijadas; una hora, sin retorno pone vibraciones en el reloj del tiempo señalando el minuto de la acción; un horóscopo secreto mueve el signo del supremo destino; una estrella visible solo para el espíritu ilumina el sendero de Belén…
¡América, la hora!
No basta proclamarse libre para serlo, como no basta atribuirse cualidades para poseerlas.
Un examen de conciencia severo y riguroso ha de probarnos que aún no ha concluido la obra comenzada un siglo atrás con la declaración de la independencia americana. Puestos en condiciones de crear una cultura genuinamente nuestra…
-[…] ¡Plutus, dios de la riqueza, nos invade! […] llena, informa y domina su civilización. Dicta su ley. […] Todo fruto presente y todo fruto futuro es para él. Para él son nuestras mies; para él el ganado que puebla nuestras pampas. Y en tanto que el esfuerzo americano se aplica a acrecentar sus beneficios, una orden de Londres o de Berlín decide de nosotros […]
Cien años hace que nos declaramos libres: comencemos a serlo! Seamos americanos. Seamos americanos por la obra y por la idea. Ahora o nunca. Ahora o nunca más! O simples factorías al servicio de Europa, o pueblos independientes al servicio del ideal. He ahí la alternativa.
¡América, la hora!”.

Una Voz para una Polis. Un Verbo, una Palabra, darse y responder a una Voz que llamaba desde dentro fue una de las misiones de los jóvenes espíritus que acometieron la Reforma Universitaria de 1918. Acontecimiento cuyo epicentro tuvo origen en la ciudad de Córdoba, recuerda Gregorio Bermann –partícipe de aquellos hechos-, atendiendo a su abroquelada “arquitectura colonial”; “el lugar donde menos se la esperaba”.
En aquella ciudad, a la espera del retorno de los dioses, se sentía el grito de aquella Voz genérica, y también se escuchaban, con acentos de exclamación, las voces de Saúl Taborda, Carlos Astrada y Deodoro Roca; tres pensadores argentinos. Fautores de aquella hazaña de 1918, episodio emancipador –tras las independencias decimonónicas, el segundo que devendría de perspectivas, extensión y significación continental- que a su vez marcaría el laico bautismo de sus propias odiseas intelectuales. Odiseas cuyas derivas, si bien, atravesarían por senderos, a veces bifurcados; tras aquel troquel de origen viajarían envueltas en un manto fraternal, urdido con los torzales de una intensa afinidad electiva, manifestada en diversas gestas en común, una viaje de amistad, un amor intelectualis.
Desbrozar y rememorar algunos tonos de aquella Voz genérica, acompañar ciertas vetas de la génesis y las derivaciones de su temple, a partir de las particularidades de ese triedro intelectual –acentuando los vértices de Taborda y Astrada-; será uno de los motivos al que intentaremos abocarnos. […]
Acercarse a esas voces y sus textos, requiere, sabemos, de los modos de la crítica –del explicar y el comprender- de una “Historia intelectual”. Sin embargo, esa manera de acercarse a los acervos, con la pretendida vivisección aséptica de su bisturí metodológico, con facilidad y a veces sin quererlo, al tocarlos puede convertirlos en “perros muertos”. Creemos que, si esas voces todavía encierran alguna cifra, sobre ellas, además de su estudio crítico, no habría que desestimar ensayar, hablando de estética, cierta “estética del acogimiento”. Quizás practicada por José Aricó, habitante de aquella ciudad y tocado –al final de sus días- por el llamado de aquellas voces –que a su modo de oír remitían al relámpago que iluminaba el olvidado origen de una “cultura de la Resistencia”-, quien cierta vez escribió:
“… Si en la historia de los pueblos hay momentos de vida intensamente colectivos que fijan para siempre sus mitos de origen, Córdoba será desde ese momento en adelante la ciudad donde se gestó la Reforma y sus intelectuales quedarán marcados con ese sello indeleble. Su identidad misma se definirá en esta marca, no importa cuál haya sido su postura concreta…” (Aricó, José, M., “Los intelectuales en una ciudad de frontera”, en diario Córdoba, suplemento de Cultura, 9/ 4/ 1989).
Entonces, al intentar revisitar con mayor atención la polifonía de aquellas voces de la Voz reformista, cabría decir, como primera aproximación, que la orfebrería que las concierta, es imposible de concebir, sin considerar que además del sino de sus talentos y el alimento fundamental de sus propias lecturas, es también el fruto de interminables conversaciones animadas por una “emoción socrática ante el diálogo”. Conversaciones mantenidas en las veladas de una ciudad de Córdoba, que por esos años era un caldero de ideas, arte y política. Tertulias animadas por las figuras descollantes que nos han escogido, a las que no les iban en zaga, entre –algunos pocos- otros de esa egregia pléyade fustigada por el olvido, Antonio Navarro, los hermanos Orgaz, Enrique Martínez Paz, Arturo Capdevila, Antonio Sobral, José Malanca, Julio Carri Pérez…. . En el eco de aquel grueso murmullo, también se reconoce el débito de algunas platicadas caminatas por La Plata –otro ciudad animadora de aquella Hora Americana- a la par de Alejandro Korn. Presencias, todas ellas, partícipes necesarias de la Revolución Universitaria. Además, fraternos libre pensadores, practicantes de, diremos, cierta política de la amistad.
Sobre esa esencialmente humana y también política pasión –“sentimiento para mí superior al amor, más evolucionado, más puro, más rico, más raro”-, Deodoro Roca, con los años, apuntaría “… Permítaseme con la sugerencia del maravilloso fenómeno algo de lo que yo quisiera ver en las selectas formas que hacen posible la amistad: que cada uno logre para su propia vida aquel don supremo de parecerse a un cristal fluido. Que en ella el movimiento, esto es, la pasión, la emoción, la libertad, la lucidez, lleguen a hacer uno con la perfección formal. Quiero decir: con los constantes equilibrio y mesura; que lleguen a fundir el vino y el vaso, de tal modo que vidas regulares, simétricas, como la talla de un búcaro de Sajonia, no dejen de ser, encendidas y espumosas, como ese noble vino de Francia. Así os busco y así os quiero, amigos míos” (Deodoro Roca, “Sirvo para la amistad sin sombras”, en El País, 7 de nov. de 1930).

Política de la amistad que en su envite, desbordaba, a través de su práctica política, cultural y pedagógica (hecha de manifiestos, revistas, libros, tertulias y actos), y su compromiso responsable con el destino y la vida de la comunidad; el fácil encuadramiento de cualquier trinchera ideológica o la vertical lealtad hacia una jefatura partidaria. Del mismo modo que sobrepasaba los claustros y la apolínea torre de marfil universitaria, tal como lo exigía Deodoro, para quien, el espíritu de la Nación sólo podría ser pensado y realizado por una Universidad –institución que siempre ocuparía las coordenadas de sus pensares- “desbordada” por y hacia el pueblo.
Sobre ese modo de asumir y practicar la vida intelectual, creemos también contraído por las trayectorias de Taborda y Astrada; Deodoro Roca, a quien volvemos a evocar por su elocuencia, aseguraba: “No he actuado en la vida pública de mi país desde la angostura de programas y partidos políticos. Pero he hecho, al margen de ellos, y desinteresadamente, una intensa y riesgosa vida pública. La haré hasta que muera, porque me interesa hasta la pasión el destino de la patria y sobre todo el destino del hombre” [“Autobiografía]. Quizás en ese exceso vital radicara tanto la fuerza como la fragilidad de la Reforma, inscripta en ese despliegue de amistad hacia la comunidad que como todo acto vitalista, siempre encuentra en ciernes la (nueva) inadecuación de una forma capaz de realizarlo en su totalidad.
“Una Voz”, es la extraña combinatoria del aire y la vibración de entrañas del cuerpo, mas también el título del exordio de las Reflexiones sobre el ideal político de América (1918). Primer ensayo de largo aliento que Saúl Taborda cocinara al calor de –y para caldear aún más- aquella turba (universitaria). Ensayo al que corresponden las citas que abrieron estas líneas. Ensayo que como destacada singularidad contiene ese introito –“Una Voz”- y un epílogo –“Las Ciudades”- de símil tono y factura. Singularidad, en tanto aquel ensayo se proponía dar cabida cuenta de la realidad americana –de aquel entonces y de su futuro-, a través del minucioso análisis y recorrido de sus instituciones fundamentales, sin aflojar en ningún momento la tensión que siempre impone el rigor teórico y la voluntad demostrativa. Sin embargo, para arribar al puerto de su verdad, la estrategia (de)mostrativa antes que la trasparente vía de la literalidad, caminaba un sinuoso sendero sembrado de alegorías -quizás, como consideraba un filósofo español, muy presente en las conversaciones de aquellos años, la comprensión (del idioma) siempre requiera de “ilustraciones” [de imágenes], que “consisten en la realidad viviente y vivida desde la cual el hombre habla”-. Su introducción y conclusión, momentos claves de la estructura lógica, gramatical y narrativa del pensamiento occidental; atenazaban el estudio de la realidad político-social con escrituras de un hondo sentido místico-poético.
La manera de conocimiento del ensayo –opción metodológica, que no se escinde de la expresiva- se inclina, entonces, por el relato alegórico. Por apelar de manera decisiva a la elipsis –en nuestro caso, con especial aunque no exclusivo énfasis, en esa obertura y capítulo final-, y acogerse al alegorismo, es decir, al uso de nombres prestados para designar una realidad que hace algo esquiva su nominación literal; verbigracia, aludir a Plutus para denunciar sin ambages al imperialismo. Comenzar el ensayo con una fábula, a su vez, contada por Demetrio de Merejkoswki. Una narración sobre un faraón del Egipto legendario, cuya manada de monos –“amaestrada en el arte del baile”- obediente y acompasada, cierta vez, estimulada por un manojo de nueces arrojado sobre su tablado, viera perdida su “ficticia compostura”, tomándose a “golpes y mordiscos mientras rodaban las máscaras envueltas en girones [sic] de púrpura real.” Modos de referir los inicios y la posterior expansión belicista del capitalismo europeo, que aún en su directa mención, se rodea de una suntuosa adjetivación y una metaforización permanente. “…la mano impaciente del capitalismo extendiera, a la manera de tentáculos de pulpo jigantesco [sic], a la sombra de sus garras sobre los mercados del mundo para que las naciones europeas que hasta hora ejecutaban a compás inimitable la danza de la civilización, repitieran la mueca de los simios de que habla Merejksowski”.
Ensayo, entonces, cuya urdimbre, no se priva de rozar la poesía, ni de apelar a leyendas y mitologías bíblicas, orientales, y en especial al esplendor del mundo griego; para mentar tanto la oportunidad de la resurrección americana como para denunciar “la estulticia del yanqui advenedizo”. Tras el personaje filosófico del “Viajero de los siglos” –que, nada más y nada menos, insistimos, abre y cierra el ensayo-, cada figura denotada se convierte en un icono que a su vez, condensa gruesas mudas históricas, en las que vibran los ecos de otras figuras más primitivas y arquetípicas a la vez. La urbe del futuro, quizás en la que se escribió aquel ensayo, aparece revestida con los trajes de la Grecia antigua, Belén, Cartago… Las ciudades del “pasado” donde suceden los horrores bélicos del “presente”, adquieren todas las formas de la historia ligadas a la catástrofe y el tormento –Sodoma, Gomorra…-.
Así, los objetos representados se invisten de una densidad inusitada, lo Otro explica a lo Mismo –como lo hicieran ciertos gauchos argelinos en un señero ensayista argentino-, lo arcaico y lo contemporáneo reconocen remotas e inesperadas filiaciones; y de ese modo, la alegorización utilizada los pone ante la inminente revelación de un nuevo significado. Ya que, si bien el referente aparece distanciado, en esa sustracción, éste aprehendido en su esencia, se revela iluminado con más fuerza. El alegorismo del ensayo pareciera revelar la verdad por fogonazos, al tiempo que puede oscurecer las vías de esa comprensión. Ante los habituales procedimientos de la demostración lógica, pareciera un conocimiento por “atajos” –Ortega y Gasset diría que “es la Ciencia, menos la prueba explícita”-.

Demostración y representación, así se va tramando la textura de este ensayo, cuyas palabras, apenas se pronuncian, adquieren vida propia y se animan coloreadas “exaltas, como los camafeos de Cellini en los puntos del cincel al conjuro de su arte”. Todo, la longitud y la cesura de sus frases, la puntuación, las respiraciones; en fin, la elección de las palabras y la sucesión de argumentos, no se libra al azar, sino que responde a alguna ley de un estilo.
Forma del ensayo que además implica a una razón, movilizada, buscándose a sí misma. Al decir de Germán Arciniegas, el ensayo encarna al género de la expresión y el pensamiento americano; y por ello, está íntimamente ligado a sus procesos de autoconciencia y emancipación. Inscripto en ese linaje, este ensayo de Taborda, también se hiende en ese “problema” –y en tanto ensayo radicaliza al extremo dicha problematicidad- que es América, asume el dilema de su nombre, se aboca a su estudio, a la “problemática de nuestras tierras” –La Política Agraria, La Política Docente, La Moral, La Democracia, etc.-. Sin embargo, en este caso en particular, ese lugar incierto y promisorio que –siempre- es Nuestra América, más que un problema a resolver, antes que un obstáculo epistemológico; deviene una radical oportunidad –un kairós– política, epistemológica y –no nos amilanaremos en decirlo- ontológica.
Ante la implosión de las Bases del mundo europeo, América, una vez más, irrumpe como“novedad insospechada” y “rompe con las ideas tradicionales” –“la filosofía de la historia preparada por los europeos… se quiebra al llegar al suelo de nuestra América”, apuntaba Arciniegas-. Despojándose de Europa y escindiéndose del lastre de todo lo “viejo” de la complexión del mundo, esa América –más que cargarse de contenidos precisos- pareciera vaciarse por completo. Lanzada al abismo de lo nuevo, “es ya, en sí un problema, un ensayo de un mundo nuevo”. De esta manera la apelación a la metáfora se encastra de modo substancial a la forma del ensayo, porque aparece como medio de denominación de complejos de representaciones para los que todavía no existen designaciones adecuadas. América se vacía hasta convertirse en profecía y llamado de liberación; “sorelianos sin saberlo…”, nos tienta decir, que se convierte en un gran “mito unificador”. Empero, si bien Taborda en su ensayo pasa por Sorel, no llega a utilizar ese término y se inclina por la entonces filosóficamente revivida categoría del Ideal –que en alguna de sus instancias de definición (la kantiana por ejemplo), al igual que la del mito, también remite a una “fantasía creadora”-. Y con mayor precisión por la del Ideal político. En tal dirección, y filiado en la rica tradición americana del ensayo –que desde el lascasismo, recorre las independencias, las generaciones románticas, el positivismo…- y la literatura de combate político, el final –redundamos, lugar estratégico de todo escrito político o manifiesto- de este ensayo, se “llena” y ofrece su “Programa”: el de una “Democracia Americana”.
Por otra parte, en ese movimiento de la conciencia hacia la consideración intelectual del territorio continental, su decir, si bien no se limitaba a ello, además se arrojaba hacia la “aventura” de la, hasta entonces postergada, República Universitaria -“… donde nunca se habían oído sino alegatos sobre Aristóteles o Santo Tomás”–. Al menos en esos días de 1918 y en aquella ciudad, aquellas palabras jacobinas resonaban altisonantes o se conversaban murmurándose sobre los tonos de ese pasmoso bajo continuo. Surgía en aquel ambiente de extrema agitación en el que la aceleración y condensación del tiempo (político), abría la incertidumbre, y con ésta, la posibilidad de introducir la novedad en la historia. Temporalidad de rebelión, que suele ser acorde con, y activada por, las Proclamas y los Manifiestos; géneros que también veían la luz por aquellos años. Momentos de acción y de calle, más que de claustro y tratado sistemático –para mayor contexto referencial, como recién mencionáramos, aristotélico-tomista-. El ensayo de Taborda, de argumentación algo más extensa que la de algunos Manifiestos que entonces se escribían -y quizás uno de los pocos Libros creados en la vivencia, en el ojo mismo de aquel vendaval-, con su decir polémico y su programático final, compartía, con aquellos, su ímpetu, su estilo y rasgos de su estructura formal, una introducción-ataque, una recapitulación histórica, un análisis de la situación, una polémica con otras posiciones, un programa y exhortación final.

Ensayos y manifiestos. Literaturas de combate en tanto se constituyen para intervenir ante las “urgencias de la lucha política” pero, recurriendo a la forma literaria -son escrituras que tuercen los géneros-; la que a través de sus recursos retóricos y estilísticos –como el calidoscopio de imágenes, metáforas, sinécdoques, comparaciones y neologismos que Taborda y los jóvenes manifestantes, por momentos utilizan para pespuntear sus raciocinios- convierten a su lengua en un elemento cargado de sugestiones, abierto a múltiples posibilidades semánticas y hermenéuticas. Que al presentar temas, objetos, personajes y acciones siempre desde una “mirada inhabitual” -en general, al abrevar en ingenios provenientes de los géneros de la épica o del modelo bíblico, diría Auerbach, las dos grandes fuentes de todo modo narrativo-; capturan la percepción del lector, no sólo desde el entendimiento, también desde el arcón mismo de sus pasiones. Esta presentación literaria de la situación, hace que esta última devenga espectacular, adquiriendo una cadencia que se distorsiona al sacudirse con los tonos del drama y la fuerza aleccionadora de la tragedia, o por qué no, ya que lo hemos mencionado, del mito. Así, en esos textos las acciones descriptas y las convocadas a futuro son o deben ser siempre heroicas, “misiones de redención”, altos y sagrados cometidos; las insurrecciones responden a un “derecho sagrado”; y los problemas históricos, a hondas tragedias, verbigracia, la Gran Guerra, “una ráfaga helada de exterminio avienta a todo rumbo el polvo de la antigua grandeza”-.
En tanto género político, todo ensayo-manifiesto “prescribe a su enemigo en el campo de batalla verbal” y “promueve una situación de crisis que obliga a la reestructuración del campo ideológico”. Es decir, insta a tomar posición en el conflicto y a lanzarse a la acción. Son escritos que dan emergencia a un Nuevo Nosotros -en general a alguna vanguardia política, social, artística-, constituido tras la decisión colectiva de darse un nombre y pactarse ante un Ley –que será, no más obra de Dios, Europa o la Biología de las especies, sino humana, americana, y fruto de una voluntad autónoma de los hombres libres-, de conjurarse tras esa promesa americana –en “la obra de la libertad que inicia”-.
Esos escritos, al irrumpir de ese modo en la arena política, dan a conocer su posición, enjuiciando y denunciando sin matices –por momentos hasta caricaturizar- a su enemigo, y en ese movimiento, en tanto Voz representante de un grupo; “se otorga a sí mismo el derecho a la palabra”. En su forma, “acción y palabra se presienten más cercanas”, y por ello, desde aquellos días, no cuesta imaginar a través de sus palabras el pasaje “del silencio claustral al vozarrón universitario”; es decir, el nacimiento de la Nueva Generación, que acompañaría al parto de la Nueva –y Nuestra- América. Hecho rubricado por Deodoro Roca en el discurso de clausura del Primer Congreso Nacional de Estudiantes, realizado en Córdoba, en julio de 1918, al que no por casualidad titulaba: “La Nueva Generación Americana”. “Pertenecemos a esta misma generación que podríamos llamar ‘la de 1914’, y cuya pavorosa responsabilidad alumbra el incendio de Europa…”.
Tener una Voz, entonces, también significa(ba) tener Voto en las asambleas, participar del gobierno “de su propia casa” –legado que todavía nos une a aquella conquista-. Ruptura del silencio, según se proclamaba el Manifiesto Liminar: “El chasquido del látigo sólo puede rubricar el silencio de los inconscientes o de los cobardes. La única actitud silenciosa que cabe en un instituto de ciencia es la del que escucha una verdad o la del que experimenta para crearla o comprobarla […] los cuerpos universitarios, celosos guardianes de los dogmas, trataban de mantener en clausura a la juventud, creyendo que la conspiración del silencio puede ser ejercitada en contra de la ciencia” (“La juventud argentina de Córdoba a los hombres libres de Sudamérica”, 21 de junio de 1918).
En estrecha conversación con aquel acta de nacimiento de la Reforma Universitaria, su Manifiesto Liminar -redactado por Deodoro Roca en el mismo 1918-, el ensayo de Taborda, iluminado por la misma aurora continental que traía el horizonte de aquella “revolución” marcada por “la hora americana”, también interpelaba a un ser que aún debía ser y aún se debía hacer. Es decir, su(s) exhorto(s) –al marcar “el minuto” decisivo “de la acción”- a los jóvenes americanos, no sólo era político o epistemológico; tras el llamado a la conquista de ser -de (su) ser- americano(s); cargaba, insistimos, un peso ontológico. O si se quiere, si es que esos ademanes filosóficos resultan incómodos, cargaba al menos con el mismo dramático enigma que enfrentara la generación de los libertadores y de los constituyentes; el drama de la originalidad.
“Puestos en condiciones de crear una cultura genuinamente nuestra… Seamos americanos. Seamos americanos por la obra y por la idea. Ahora o nunca…
América “…debe realizarse según el categórico imperativo de su sino, necesita, romper el compromiso que liga su cultura a la cultura europea; he ahí por que es urgente hacer de modo que la manía furiosa de europeización que nos domina no nos impida ser originales, esto es, americanos por la creación de instituciones civiles y políticas que guarden relación con nuestra idiosincrasia; he ahí por qué es urgente hacer de modo que América no esté circunceñida a pensar, a sentir y a querer como piensa, siente y quiere Europa”
“¡América, la hora!” (Reflexiones sobre el ideal político de América).
Ante tamaño desafío, el estruendoso ensayo de Taborda no se quedaba sólo en el señalamiento de la intuición del destino americano. Urgido por la debacle belicista que convertía a Europa en el Dios muerto del derrumbado templo de las promesas de Occidente, dijimos, proclamaba a Nuestra América como a la tierra virgen en la que se debería concebir, a través de la depuración –y aquí, tenues, empiezan a asomar los contenidos- y síntesis de todos sus legados, la redención de la humanidad. Ante la disyuntiva generada por la Gran Guerra, en procura de una original –podríamos decir auténtica- identidad para el propicio suelo americano, llamaba a “¡Rectificar a Europa!”. Luchar, pero a través de una “beligerancia americana”, “ni neutralistas ni aliadófilos”.
Frente a la corrupción europea, el Ideal americano. Combatir, mas a través de un pacifismo profundo, creando una nueva “democracia americana” basada en el valor supremo de la Vida, en una soberanía plena trascendente del “mero electoralismo” -la democracia americana, proponía, no debe ser concebida como mera “función electoral”, pues “la soberanía no se expresará así por medio de una boleta encerrada en una urna; se expresará por todos los órganos del pensamiento”, sostendría Taborda con cierto influjo bakuniano-, y en un “estado social cooperativo” que superador del Estado “al servicio de una clase” obrase -socializando las industrias, el crédito, los medios de transporte, la Tierra, y en especial al Príncipe- cual catalizador de todas las potencias materiales, intelectuales y morales de sus constituyentes. Tales eran algunos lineamientos del poco “reformista” Programa político; que trascendía con creces la cuestión estudiantil. Pero, y ya que tantas veces insistimos con la palabra Promesa, Programa (que además no era homogéneo en las mismas fuerzas de la Reforma), que cierto es, no encontró, ni en esa ciudad ni en la República Argentina, una fuerza política que lo encarnara y llevara a cabo hasta sus últimas consecuencias.
Adentrados en el terreno de los contenidos diremos que en este ensayo, la reflexión sobre lo político queda, subsumida en el amparo totalizador y la guía orientadora del Ideal. Categoría inspirada por remozados aires kantianos –y derivaciones diversas del idealismo (Fouillée, Guyau, Boutroux, etc.)-; que pretendían impugnar un prepotente empirismo materialista y pragmático; a juicio de los nuevos pensadores americanos, justificador filosófico del accionar tanto de las viejas potencias europeas, de la nueva potencia estadounidense; así como de las “oligarquías” locales. Frente a las cuales se levantaban los “postulados del idealismo”, cuyos atrevimientos recorrían las atmósferas intelectuales de la América -desde el Ateneo mexicano a las universidades argentinas-, reponiendo -ante la imposición como lo único real y viable, de los “esquemas utilitarios” y un “sórdido e inhumano amoralismo”- valores como el Bien (la Justicia, la Libertad), la Belleza y la Verdad; cuya luz, explicaría Carlos Astrada, si bien “ha brotado de la razón pura” -en la que a su vez tienen origen la “idea de libertad” y la “del hombre como fin”-, ésta los hace dialécticamente integrantes de la realidad, así como de los fines de la conciencia histórica.
“Necesitamos de la luz de un ideal para no extraviarnos en el laberinto de las cosas, como el navegante necesita la brújula para no perderse en los mares que surca. El ideal es un faro lejano que nos obliga a un perenne esfuerzo de aproximación, precisamente porque lo hemos proyectado más allá de la experiencia”.
Reposición de “postulados del idealismo, en tanto son expresión de una necesidad del espíritu humano…”; que significaban instancias de autonomía, moral, volitiva, cognitiva y creativa –ya que, el Ideal, tiene remisiones a la Estética, a la imaginación y a la negación de “lo dado”-. Desde las cuales se hacía factible volver a producir una realidad que se había tornado tan aviesa como adversa.
Sin embargo, el Ideal, el “idealismo moral, independiente de dogmas religiosos y apriorismos metafísicos”, la “hipótesis perfectible” -“los ideales de perfección, fundados en la experiencia social y evolutivos como ella misma, constituirán la íntima trabazón de una doctrina de la perfectibilidad indefinida, propicia a todas las posibilidades de enaltecimiento humano”-, el “idealismo posible”, aquel “idealismo fundado en la experiencia” –constituido desde “la imaginación, [que] partiendo de la experiencia, anticipa juicios acerca de futuros perfeccionamientos; los ideales, entre todas las creencias, representan el resultado más alto de la función de pensar…”-; en el ensayo tabordiano, y quizás en la constelación intelectual de aquel entonces, encuentran la referencia más cabal, en la silueta de José Ingenieros. A cuyo magisterio –generacional y continental-, Taborda dedica su obra sobre el ideal político de América.
En particular la dedica a su influjo -“último”-, a aquel que denunciaba al aurea mediocritas burguesa –y a partir de El hombre mediocre (1913), sentía la demanda moral de los ideales que ponían entre paréntesis los postulados de su duro cientificismo biologista- y condenaba el “suicidio” de la barbarie europea del ’14; para dar bienvenida a la democracia funcional de los soviets e insinuaba, la futura fundación, de la “Unión Latinoamericana”. Remarcando la exigencia de erigir para esa América por-venir un nuevo Ideal moral colectivo –‘ascua sagrada’-, fuente de la energía (vital) y fundamento de una “metafísica de la juventud”; instancias propulsoras de una fuerza seminal, suficiente de convertir en un vergel de justicia social al nuevo enclave de la nacionalidad continental, que a su vez se sustentaría en una futura confederación política y económica.
Sobre esa profesión de fe americanista, acompañada por un creciente antiimperialismo, el pujante ideario tabordiano no podría más que converger con la autodeterminación insurgente del –joven- Demos (universitario); convirtiéndolo además, a través de la figuración de su pluma, de su verba engalanada y de su propio cuerpo, en uno de los parteros de la Reforma Universitaria de 1918.
Taborda, tuvo una activa participación en la concepción de la Reforma, desde su inicio los estudiantes lo requirieron para que se hiciera cargo de una de las cátedras de la “Universidad Libre” que, en medio de la lucha, la F.U.C. tenía planeado instalar de modo paralelo a la Universidad “oficial”. En ese sentido, Gabriel del Mazo consigna, que en primer orden Taborda fue “el maestro que todos en 1918, en la orfandad, conseguimos” -búsqueda del (nuevo) Maestro, que a criterio de Deodoro Roca, era una de las cuestiones fundamentales de la Reforma-, reconociendo su “autenticidad cultural” y su “impronta socrática”; y que según la sentida semblanza del fundador de la Federación Universitaria Argentina –y ulterior cuadro de F.O.R.J.A., a la sazón, como la F.U.A., otro retoño reformista que por años animaría la vida política nacional-, “Revelaba espíritus, y atento siempre al interlocutor, movilizaba zonas latentes e ignoradas de su personalidad”. “Taborda y Deodoro […] siempre estuvieron unidos con nosotros los estudiantes, y entre sí” (Gabriel del Mazo, Vida de un Político Argentino, Plus Ultra, Buenos Aires, 1976, pp. 87-89).
De regreso al ensayo que nos había convocado, puntuamos otras consideraciones acerca de sus contenidos. Y a modo de recapitulación decimos, que el mismo templaba la textura de su Voz sobre la libre disponibilidad de todos los legados filosóficos de la humanidad -hecho que a pesar de la denunciada situación de sometimiento, económico-político; le abría, desde la esfera del Espíritu, una posible vía de liberación-. Y si bien su intencionalidad apuntaba hacia el cambio radical de la situación, su “metodología”, no era sólo destructiva, y no proponía un necio y arrogante arrojar todo por la borda. Así, uno de los principios que apuntalaba la formación de ese pensamiento indicaba que “nada se crea ex nihilo”; por tanto, lejos de minimizar, la impronta de los grandes textos, obras, hombres y principios rectores de la Historia; este naciente pensamiento americano invitaba a someterlos a una severa revisión -para intentar establecer con ellos una relación liberadora-.

Una “rectificación” –el mismo término utilizaría Astrada en su diagnóstico- de los legados de la Humanidad. A ser realizada, orientándolos sobre aquel americanismo en ciernes –más tarea a consumar que realidad preconcebida-, previo pasaje por el riguroso tamiz de una nueva moral; “la anterior”, como escribía Deodoro, “se adoctrinó en el ansia poco escrupulosa de la riqueza, en la codicia miope, en la superficialidad cargada de hombros, en la vulgaridad plebeya, en el desdén por la obra desinteresada, en las direcciones del agropecuarismo cerrado o de la burocracia apacible y mediocrizante…” (“La Nueva Generación Americana”). Nueva moral orientada por un socialismo revolucionario de principios –más que de celosas lecturas-, atravesada por -no pocas- notas del repertorio del lenguaje político anarquista, manejada con una sensibilidad superadora del positivismo biologista pero, usufructuario de buenas partes del mensaje liberal de Sarmiento y Alberdi (también de su llamado a la conquista de la originalidad). Y finalmente impulsada por un vitalismo creador, a la vez nietzscheano y libertario. El ideal político de América, aparecía conjugado con la –inmemorial- fórmula de la Mezcla. Esta vez, constituida como principio ontológico-epistemológico. En el principio estaba la Mezcla, que en el sincrético amasado de sus componentes, aseguraba ser, original.
“La democracia americana concilia y armoniza los mirajes propuestos por dos mil seiscientos años de pensamiento filosófico. En ella se reconocen y se acuerdan, como los afluentes en el estuario, las esperanzas de Europa despedazadas por la tragedia, los anhelos del África y del Asia sometidas y los ensueños de la América naciente; en su seno se dan la mano como en una cita de paz y de concordia Aristóteles y Platón, Max Stirner y Carlos Marx. Ella reduce todos los valores a un solo valor llamado Vida y tiende con ella sobre los escombros del pasado el puente del Hombre (Reflexiones sobre el ideal político de América, p. 202)”.
La lectura de este ensayo, de pronto se interrumpe, el ojo salta la superficie porque su colorido y su luminosidad absorben la atención. Por momentos, el estilo gana la partida. Su letra encandila porque emana un brillo henchido de aquel amor y aquella ardiente –y contagiosa- retórica, que los reformistas cordobeses ofrendaran para encender la Voz de la nueva emancipación americana.
Es que está escrito con la lengua del entusiasmo –término que alude al estar habitado por una deidad-, de aseveraciones enfáticas, reclamos “inflamados de pasión”, plagada de imágenes, alegorías y recargadas expresiones metafóricas. Recursos, dijimos, traspolados del campo literario, que al mismo tiempo que invisten a sus palabras de un vértigo necesario para los tiempos de la acción, quizás lo tornen desmedido a la hora de enfrentar a los “enemigos” –las instituciones de la Civilización Occidental: el Estado, la Justicia, las Instituciones Eclesiásticas, el Capitalismo, etc.- que, por oposición, definirían la afirmación de su pretendida identidad y su “diferencia”.
Aún así, y a pesar de dicha vorágine, propia de toda disposición fundacional, algo grave habría en aquellos asertos que pronto se transfiguraban en voluntades y, como reguero de pólvora, se esparcían por la tierra “nuevo mundo”. De igual modo, algo habrán encontrado sus críticas (más) contemporáneas, que no le escatiman elogios.
La publicación THEMIS, –órgano de la Federación Universitaria Argentina-, en septiembre de 1918, tras encabezamiento de una de sus secciones, aclaraba; dándonos una idea acerca del significado del ensayo de Taborda:
VIDA AMERICANA
ART 1º C. –de una Sección de “Vida Americana” en que se propone reflejar por medio de crónicas y notas breves, y en ciertos casos estudios detenidos, los acontecimientos jurídicos y sociales de nuestro continente, y en general todo aquello que propenda al acercamiento y a una relativa uniformidad de cultura continental. Reg. de THEMIS.
“Esta Dirección tenía resuelto, en vista de las críticas que esta sección Americana se le dirigieran, fundamentar brevemente el criterio medular que la sostenía. Mas llegó a sus manos Reflexiones sobre el Ideal Político de América, libro reciente de Saúl Taborda, uno de los espíritus más vigorosos de la generación actuante y cumple a su sinceridad declarar que halló aquel criterio tan brillantemente expuesto en su capítulo II, que no duda en brindarlo a los lectores de THEMIS como el mejor amparo del fin que con esta sección la Dirección persigue”.
Y otras consideraciones de laya semejante son proporcionadas por Arturo La Mota para la relevante revista Nosotros, por órganos de expresión de espacios políticos bien definidos como Evolución Georgista. También por periódicos, tales como los proferidos por A. Gárgaro para El Liberal (de Santiago de Estero); quien además, marcándonos un posible derrotero investigativo, inscribe al texto tabordiano en una notable zaga del ensayismo americano compuesta por Blasón de Plata (1909) y La argentinidad (1916) de Ricardo Rojas, el Ariel de Rodó (1900) y Creación de un nuevo Continente del peruano –espiritualista y a su vez difusor del arielismo- García Calderón (en Algunas Opiniones Sobre Algunas Obras de: Saúl Taborda, s/d, s/f)….