Hoy, temprano, murió papá. O ayer, quizás fue ayer, durante la noche. No importa. Murió papá. Lo velamos en Casa Funes, una cochería que está sobre Scalabrini Ortiz. Hace años que paso por delante de la puerta, cuando vuelvo del Normal y siempre me llamó la atención. Por el personaje de Borges quizás. O porque Funes sugiere Funeraria, de un modo sutil, elegante. Así que esta mañana, cuando nos enteramos, les dije a mis hermanos que yo me ocupaba, y llamé a casa Funes.
No hay mucha gente. Los que vinieron son sobre todo amigos nuestros. Míos y de mis hermanos. Mamá está en camino. Santi le dijo que no hacía falta, pero se va a tomar un avión esta noche, va a tratar de llegar al entierro. Estaba aceleradísima, triste, dijo mi hermano. Hacía años que no se veían, cuatro, casi cinco. Desde que ella se volvió a casar y se fue para Madrid. A veces pienso que a él le dolió su partida más que a nosotros. Habían llegado a ser como dos viejos amigos, como dos viejos amigos que se guardan cierto rencor. Ya no le quedaba mucha gente. Los fue perdiendo, a lo largo de su vida, como casi todo. Y el casi es por nosotros tres, que de una u otra forma, seguíamos ahí.
Ahora tengo ganas de estar solo. Dije que salía a fumar. Martín se levantó enseguida, como para acompañarme, pero lo paré con un gesto. Marina ni me vio, no sé dónde estaba.
Hace frío acá afuera para estar en camisa. Los colectivos pasan por Scalabrini, despacio, muy despacio, increíblemente despacio. La noche está silenciosa y quieta. No hay estrellas, no se ven. Me quedo un rato mirando el cielo, sin pensar en papá, sin pensar en nada. Camino hasta la esquina, un par de metros, y vuelvo a la puerta de Casa Funes. Me apoyo contra una pared, cierro los ojos e intento rezar. No encuentro palabras, no estoy seguro de qué es lo que quiero decir, así que recito mentalmente: Padre nuestro, que estás en el cielo…
Papá había nacido en el 56. Era el menor de tres hermanos. Nunca supe por qué motivo, sus padres le infligieron el espantoso nombre de Amílcar. Una inspiración súbita de mi abuela, seguramente, que no correspondía a ningún pariente del que tenga noticias. Vivían en una casona inmensa, hermosa, en Colegiales, no muy lejos del departamento donde lo encontramos muerto, ni siquiera muy lejos de donde lo estamos velando. No sé mucho de su infancia, pero no creo que haya sido feliz. Mi abuelo era sirio, y por lo poco que llegué a conocerlo era un hombre distante y casi imperceptible. Mi abuela era una mujer rígida, con algo aristocrático, que había delegado la crianza de sus hijos en una prima soltera, a la que trataban como una vieja criada. De chico, yo le tenía pavor a mi abuela. Creo que pude llegar a quererla después, cuando el Alzheimer le suavizó el carácter y la convirtió en una especie de niña siempre sonriente, cuando la vejez le llenó de pliegues y lunares la piel, cuando podía quedarme en silencio a su lado, tomando té y acariciándole un poco esas manos finas y apergaminadas.
Papá tardó años en irse de esa casa. Quizás después de la muerte de su hermano sus padres no querían dejarlo ir. Cuando conoció a mamá, que había llegado poco antes a Buenos Aires, sin conocer a nadie, escapando de una familia que se derrumbaba, la llevó a vivir con él, con ellos. Unos meses después se casaron, y siguieron ahí. Mamá había encontrado un refugio; no solo un esposo, sino nuevos padres. Una familia. En esa casa, la misma donde había nacido mi padre, nací yo. Pasé mi infancia en sus habitaciones luminosas y de techos altos, ese jardín, el árbol de nísperos, el taller de mi abuelo. Cuando nació mi hermano, nos mudamos a un departamento los cuatro, pero estábamos cerca, así que íbamos casi todos los días. Creo que él, en realidad, nunca quiso alejarse. Después del divorcio estuvo unos años en el PH de un amigo, pero cuando mi abuela se enfermó volvió a vivir allá. Cuidaba a su mamá, que oscilaba entre no reconocerlo y confundirlo con mi abuelo. Negrito, le decía, y era a la vez escalofriante y dulce. Mi viejo tenía una novia en esa época, Luciana, una mina más joven, que lo atendía y cuidaba a mi abuela con una devoción patética. Eran ellos tres en una casa de dos pisos, una suerte de familia invertida, que criaba a una anciana en lugar de una hija.
Al final, Luciana no aguantó más y se fue. Pocos meses después mi abuela murió y él se quedó solo en esa casa inmensa. Mi padre en la casa de sus padres. Sus dos hermanos muertos, el último de una estirpe. Yo no lo veía mucho en ese momento, pero me acuerdo de haber entrado algunas veces a tomar un café, de pasada, cuando iba a visitar a mamá. El jardín había crecido salvajemente, levantando las baldosas del patio en algunas partes. La mayoría de los cuartos estaban cerrados y fríos. Él servía el café en la mesa larga del living, que solía tener platos y papeles amontonados en el otro extremo. No tenía trabajo, así que muchas veces me recibía en pijama, como la parodia de un millonario excéntrico y solitario. Una vez por semana iba una mujer a limpiar (le pagábamos con mis hermanos), una tucumana simpática y robusta que poco podía hacer contra el derrumbe de esa casa Usher. Finalmente tuvo que vender. Con la plata se compró el departamento donde vivió hasta el fin de sus días (o sea, hasta ayer). La casa de mis abuelos, su casa, la casa de mi infancia, la tiraron abajo para hacer un edificio.
Aquel que cree disturbios en su casa, heredará el viento.
Pasan autos por la avenida, por la noche oscura, van y vienen los recuerdos, las palabras, sus imágenes, y yo trato de ordenarlas, de rezar. De hacer las paces.
Marina me abraza, desde atrás. Ni la sentí llegar, pero sabía que iba a venir. No iba a dejar solo al huerfanito. Le acaricio los brazos y me quedo en silencio. Por suerte ella tampoco dice nada. Hace meses que no estamos bien. Pero hoy agradezco tenerla junto a mí. Marina sabe qué hacer en estas situaciones, parece haber nacido para resolver las catástrofes familiares, para estar en los momentos difíciles. Estoy siendo injusto. Ella me quiere, está acá y hace lo que puede, porque me quiere. Quizás ahora, cuando esto pase, pueda finalmente darle el hijo que tanto desea. Quizás con mi padre muerto, pueda yo, convertirme en esa cosa extraña, trivial: un padre.
Me besa la oreja, torpemente. Me agarra la cara, me mira, me obliga a mirarla. Yo le beso la frente, la abrazo, le prometo que todo está bien, que estoy bien. Quiero despejarme un poco, digo, voy hasta el kiosko, me quedé sin cigarrillos. Ella mira para adentro. Su hermana está ahí, sentada en el sillón beige de Casa Funes, con el esposo. Casi no lo conocían a mi viejo, pero están ahí. Casi nadie lo conocía. Marina se queda en el umbral, mirando para donde estoy yo, pero antes de que pueda decir nada me doy vuelta y empiezo a caminar hacia la esquina. Cada vez más rápido, casi corriendo. Tengo la sensación ridícula de que ella me va a empezar a perseguir. Pero no. Se queda con su hermana, con nuestros amigos, con mis hermanos, con lo que queda de mi familia.
Después de doblar, bajo el ritmo. El kiosko está a mitad de cuadra, uno de esos 24 horas espantosos, demasiado iluminados. Camino hasta ahí despacio, recobrando el aliento. Atiende un chico joven y musculoso. Se levanta cuando me acerco, pero no dice nada. Compro cigarrillos y chocolate. Dos gustos que heredé de mi viejo, pienso estúpidamente. Tabaco y cacao, dos gustos americanos, le gustaba decir. Me guardo el chocolate en el bolsillo. Camino y fumo, alejándome de casa Funes, de Marina, de mis hermanos y de su cuerpo sin vida.
Cuando era chico, mi viejo quería ser baterista. Después, arquitecto. Finalmente fue contador, profesión que odió toda su vida y que casi nunca ejerció. Entró, recién recibido, a trabajar en una empresa de cosmética. Ahí hizo mucha guita, que después perdió casi toda en mesas de dinero. Se cogió a la hija de su jefe, se terminó yendo con un escándalo y sin indemnización. Después de eso tuvo algunos otros trabajos como administrativo, pero se había acostumbrado a gastar más plata de la que ganaba. No era que tuviera gustos particularmente caros: nadar, comer afuera, los whiskies importados, ir a la playa, andar en bicicleta, cosas así. Cada tanto leía de un tirón algún libro que yo le regalaba, pero nunca llegué a saber cuánto disfrutaba eso. En los últimos años miraba series, casi todo el día, tirado en el sillón de su casa, o en la cama. Le gustaban mucho las mujeres, y, a ellas, él les gustaba. Creo que nunca quiso tener hijos. Al menos no creo que lo decidiera seriamente. Después de vender la casa de sus padres, empezó a comprarse cosas compulsivamente. Un auto nuevo, equipos de música, televisores cada vez más grandes. Yo estaba haciendo el Seminario en ese momento y le dije que trataba de llenar el vacío de Dios con cosas que no eran Dios. Me dijo que le parecía una boludez, que él respetaba mis elecciones ridículas, que lo dejara en paz. Nos terminamos gritando, tuvieron que meterse Martín y Santi para calmarnos. Estuvimos sin hablarnos por un tiempo.
A los cuarenta, cuarenta y pico, cuando todavía tenía laburo, hizo un curso de buceo. Un par de meses, en una pileta por Castelar. Se fascinó con eso, se compró todo el equipo, empezó a buscar lugares donde sumergirse. Había hecho su “bautismo”, le habían dado un carnet de buzo y necesitaba no sé cuántas horas de práctica para rendir otro examen. De repente eso se convirtió en el centro secreto de su vida. Él es así, aunque sus pasiones suelen ser más o menos efímeras. Era así. La cosa es que con un par de los compañeros de aquel curso se fueron a Brasil, al sur de Brasil, el agua fría todavía, pero no tanto como en nuestra costa. Eran muchos, llevaban equipos, así que se habían alquilado un micro chico para ellos solos. Tardaron horas en cruzar la frontera. Mi viejo nos llamó desde ahí, puteando por la demora, feliz porque el gordo –tenía un compañero al que se refería indistintamente como “el gordo” o “el negro” – le había regalado una especie de relojito que medía la profundidad a la que descendías y no sé que otras boludeces más.
Al día siguiente nos llamó muy temprano. Por la ruta, de madrugada, les habían cruzado un auto delante del micro. Subieron seis o siete tipos armados y los vaciaron. Se llevaron todos los equipos, guita, relojes. Hasta manosearon un poco a algunas de las minas que iban. Mi viejo estaba medio dormido, como casi todos. Se despertó con tipos gritando en una lengua que apenas entendía, y un fierro cerca de la cara.
Él no lo dijo y yo tampoco, pero después, cuando lo hablé con mis hermanos, mientras íbamos hasta el correo para girarle algo de plata, los tres llegamos a la misma conclusión: debe haber pensado en lo de su hermano.
Voy a prender el segundo cigarrillo. Ya estoy más tranquilo. ¿Qué es un padre muerto, después de todo? Una ausencia imperfecta. De repente me avergüenza sentir que me estoy escapando del velorio. Cuando faltan unas dos cuadras para llegar a Santa Fe, vuelvo, apuro el paso. Media cuadra antes, Marina sale a recibirme. Me pregunta si pasó algo, si estoy bien. Le digo que sí, que di una vuelta. Entonces me avisa que acaba de llegar José y me está esperando para el responso.
Lo abrazo, nos abrazamos un poco aparatosamente. José es grandote, siempre fue un poco seco. Está viejo, pienso. Hace un par de meses que no lo veía. Fue mi superior los primeros años de Seminario. Me abrió la cabeza, me mostró un mundo que no conocía. Cine, literatura, música. Fue un maestro para mí mientras estuve y uno de los pocos que me bancó y me acompañó, a su manera, pero me acompañó, cuando decidí salir. Y ahora está acá, para decir el responso de mi viejo. ¿Cómo está, padre?, lo saluda el empleado de Casa Funes, que le acerca un vaso de agua. José agradece y se la toma de un trago. Me pide disculpas porque se le hizo un poco tarde. Vino directo de un casamiento, desde Pilar. Le digo que no importa, que mejor así. Menos gente, más íntimo. Busco a mis hermanos, les hago un gesto para que se acerquen. Martín lo saluda con un beso, se dicen algo que no escucho, José lo palmea en la espalda. Santi primero le da la mano, pero se terminan abrazando también. Quizás, con el tiempo, hasta el viejo cura se puso más afectuoso, pienso mientras camino a la sala donde está el cajón. José prepara los bártulos, me pregunta si quiero leer. Niego con la cabeza y le pide a Santi. Se van silenciando los murmullos. Los tres hermanos, al lado del cura, frente al cajón. Algunos se acercan, arman una especie de semicírculo irregular. Otros se quedan un poco más lejos. José se persigna y empieza.
No presto demasiada atención. Ya conozco las palabras, o puedo imaginarlas. Miro a papá. Impecable, de traje. Los ojos cerrados, esos ojos celestes que ninguno de los tres heredó. Nada. La voz de José es firme y serena. Marina me aprieta la mano. Me gusta sentirla ahí. Gotas de agua bendita sobre el cuerpo muerto. Algunas llegan a salpicarnos. Sin llorar, inmóvil, lo miro. Todavía en la muerte me cuesta mirarlo con amor. Entonces Santi lee. Tardo un segundo en darme cuenta. No es el evangelio, no es ninguno de los pasajes que se suelen leer en estas ocasiones. Es algo mucho más viejo y que conozco bien. El credo más antiguo de la historia de Israel. Lo meditamos muchas veces con José. Me lo sabía de memoria en una época. Todavía, quizás.
Mi padre era un arameo errante que bajó a Egipto y se refugió allí con unos pocos hombres, pero luego se convirtió en una nación grande, fuerte y numerosa.
Los egipcios nos maltrataron, nos oprimieron y nos impusieron una dura servidumbre.
Entonces pedimos auxilio al Señor, el Dios de nuestros padres, y él escuchó nuestra voz. Él vio nuestra miseria, nuestro cansancio y nuestra opresión.
Y nos hizo salir de Egipto con el poder de su mano y la fuerza de su brazo, en medio de un gran terror, de signos y prodigios.
Él nos trajo a este lugar y nos dio esta tierra que mana leche y miel.
Recorro las caras de la gente. Me pregunto qué entienden de lo que leyó mi hermano. Veo sobre todo cansancio, algún atisbo de tristeza. No creo que nadie se preocupe demasiado por lo que significa el texto. Miro a José, que no me mira. Es un mensaje para mí, una forma de decirme algo que ahora no tengo ganas de pensar. José sigue hablando, de esperanza, de dolor, de consuelo. De las promesas de Dios. Se queda en silencio un rato. Y un instante antes de que la gente comience a incomodarse, da un paso adelante, toma mi mano en su mano, agarra también la de Martín, y cuando ya todos tenemos las manos entrelazadas, alrededor del cajón, empieza, empezamos a rezar el Padre Nuestro. Una especie de despedida, trato de pensar. Un final.
Mi viejo debía tener diecinueve o veinte años. Seguía en lo de sus viejos, el último; sus hermanos ya se habían casado y se habían ido. Él estaba de novio con una uruguaya, Silvia creo que se llamaba, que prácticamente vivía ahí con ellos. Una noche, la noche del once de noviembre de 1976, lo despertó un ruido fuerte. Una explosión. Después pasos, dos o tres gritos. Un grupo de tareas acababa de volar la puerta de la casa con una granada y había entrado. Antes de llegar a levantarse, mi viejo tenía a un milico apuntando a la cama donde dormía con su novia. El tipo gritaba, los insultaba, le tocaba la mejilla con el metal frío de la punta del fusil.
Los sacaron a todos a la calle. Los pusieron contra la pared de la casa que estaba enfrente, los apuntaron con un reflector. A ella le preguntaron si estaba embarazada, y dijo que no. Buscaban a mi tío, al hermano mayor. No vivía más ahí. Así que se llevaron a mi viejo.
Martín, mi tío, había egresado del Nacional Buenos Aires. Había estudiado Historia en la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA, donde empezó a dar clases como ayudante de Historia Argentina incluso antes de recibirse. Había viajado por Perú, Chile y Brasil, durante meses. Tenía una barba oscura, tupida, y los ojos marrones (como yo, como mis hermanos). Era (dicen) brillante, muy serio, cultísimo. El preferido de mi abuela, con la que, a veces, hablaban en francés. Martín era monto. Lili, su esposa, también. Mi viejo no lo sabía, no con certeza en ese momento, pero sabía que estaban en algo, sabía que era peligroso. Que no podía dejar que los encontraran.
Lo subieron a un auto, mientras sus padres gritaban y su novia temblaba en silencio contra la pared. Él trató de hacerlos dar vueltas. Ganar tiempo. Les dijo que no sabía dónde vivía su hermano. Le dijeron que entonces era boleta. Él y sus viejos. Los fue llevando para Belgrano. Era un chico, tenía miedo. Marcó el edificio. Frenaron los autos, bajaron todos. Despertaron al portero, que les abrió. Subieron. Mi papá tocó el timbre. Lo mandaron a él solo. Lo apuntaban desde atrás. Era muy tarde, de madrugada. Se escucharon ruidos del otro lado. Mi tío abrió la puerta, desnudo. Miró a mi papá. Después vio a los que estaban detrás. Se agarró la cabeza. Entonces le pegaron un culatazo a mi viejo, cayó al piso, escuchó gritos y golpes, pero no vio nada más.
Tardamos años hasta que él pudiera contarnos, más o menos, de a pedazos, esta historia. Cuando yo era muy chico, casi no se hablaba de Martín. Se había ido de viaje, decía mi abuela. Creo que mi vieja fue la primera que me habló de él, aunque no lo había conocido. Había un desaparecido en la familia. Al principio fue un silencio. Después una ausencia. En algún momento, una presencia fantasmática, casi insoportable. Un desaparecido en la familia.
Marina sigue al lado mío, frente al cajón, apretándome la mano. Ya se rompió el semicírculo. Mis hermanos volvieron a la otra sala. José está en el sillón, cerca de la puerta, mira cada tanto para donde estoy yo. Lo veo rechazar el café que le ofrece mi cuñada. Camino hacia él. Extrañamente, Marina se queda, en silencio, frente al cajón de mi padre. Mientras me alejo de ella, va extendiendo la mano, sin soltarme, como si no quisiera dejarme ir, hasta que me suelta. Yo vuelvo, la beso en la mejilla, la abrazo sin muchas ganas. Después agarro un café de la mesita y me siento con el cura. Estamos un rato en silencio. Me hace bien que esté ahí, me gustaría decírselo. Un arameo errante, le susurro. Él sonríe, seguramente contra su voluntad. Pero está bien. Está a punto de decir algo cuando lo interrumpo. Le digo que a mi viejo, seguramente, todo esto le hubiera parecido una boludez. El responso, la lectura, un sacerdote. No necesariamente, me responde. Y tiene razón. Ni siquiera una boludez, le hubiera resultado indiferente. Pero asiento, no le digo lo que pienso, no digo nada por un rato. Recostado en el sillón, cabeceo un par de veces. No quiero quedarme dormido. Cuando la veo acercarse a Marina, me paro, le dejo mi lugar y me quedo a su lado, con las manos descansando sobre sus hombros. José se mueve un poco en el sillón, como haciéndole un espacio que ella no necesita –es bastante más flaca que yo–. Siempre intuí que ellos dos, dos de las personas más importantes de mi vida, no se soportaban demasiado. ¿Y cómo sigue esto, padre, usted que tiene experiencia en velorios? Quiero sonar relajado, pero la voz me sale quebrada, como si estuviera a punto de llorar. Marina me besa la mano, me muestra que está conmigo. No creo que nadie haya entendido verdaderamente mi pregunta. Entonces José contesta, como si no me hubiera escuchado, como si me hubiera escuchado pensar: Para tu viejo todo esto –y abre la mano, la mueve como si nos señalara a mí, a mis hermanos, al velorio, la familia, los ritos, la fe– no era una boludez. Era aterrador. Se queda un rato en silencio y después me dice: Sigue. Ya vas a ver.
Después de que se llevaron a su hermano, mi viejo fue tres veces caminando a Luján. Solo. Sin ninguna parroquia, sin comentarlo con nadie. Mi abuela le escribió una carta a Massera, mi abuelo trató por medio de la Embajada de Siria, la hermana de Liliana presentó infinitos habeas corpus. Mi viejo ayudó en lo que pudo, y caminó a Luján. Tres veces. La tercera conoció una mina, una enfermera, que lo vio solo y lo cuidó. Le masajeaba los pies en las paradas, le convidaba sopa, cosas así. Volvieron juntos, en tren, al departamento de ella. Durmieron, cogieron, ella se volvió a dormir y él aprovechó para irse. Esa fue la última vez que caminó a Luján. La última vez que rezó por su hermano. No iba a volver.
Me contó todo esto cuando le dije que iba a entrar al Seminario. Cómo había perdido su fe. Una fe que nunca fue especialmente firme, a la que intentó aferrarse en el peor momento de su vida, y que no le sirvió de nada. Yo no esperaba esa reacción, ese golpe. Mi vieja se puso histérica, lloró, me dijo que era desperdiciarme, me gritó un rato y terminó abrazándome. Mi viejo me contó esa historia. Estábamos tomando whisky, otro de nuestros gustos compartidos. Me dijo que no podía entenderme, pero que estaba bien. Las peleas explosivas vinieron después. Al principio fue esa tibieza desagradable. La sensación de que ni siquiera le importaba.
La gente empieza a irse. Se hace tarde. Pasan por delante de donde estamos sentados con Marina y José. Me dan un beso o un abrazo. Se paran en la puerta de la habitación donde está mi papá, el cuerpo de mi papá. Se quedan un segundo en silencio, incómodos. Algunos entran. Y después, se van.
Martín y Lu se acercan, tomados de la mano. Parecen tranquilos. Atrás viene Santi, solo. Hablamos en voz baja entre los tres. Lu y Marina escuchan, asienten, no opinan. Es hora de irnos, propone Santi. Cerremos, durmamos un rato. Yo mañana temprano la voy a buscar a mamá al aeropuerto, para el entierro. No tiene mucho sentido seguir acá. La verdad es que no me gusta mucho la idea. Me quiero quedar un rato más. Seguir hablando con José. Que me cuente algo. Que me ayude a entender o a pensar en otra cosa. Marina me mira. No quiero volver a casa con ella, no quiero esa intimidad ahora. Estoy frágil, voy a llorar, voy a abrazarla, ella me va a calmar y voy a prometerle… Pero asiento en silencio. Santi se levanta y va a hablar con los de la funeraria. José también se para. Los célibes se van, quedamos las parejas. Lu y Martín, Marina y yo. Hace cinco días nos gritamos porque encontró un mensaje de otra en el celular. Se puso histérica, lloraba, con un ruido muy agudo, mientras blandía el celular, exhibiéndolo como si ahí radicaran todos nuestros males, apretándolo como si quisiera romperlo. Yo le agarré las manos. Me preguntó si todavía la quería. Hice silencio y después le dije que sí. Ahora nada de eso parece importarle. Ahora somos graves, estamos juntos, vamos a hacer frente a esto. Me pone la mano sobre el hombro, me acaricia la nuca. Mi amor, me dice, mi amor…
Cuando yo estaba en el tercer año del Seminario, cuando casi no me hablaba con mi viejo y veía poco a mis hermanos, Martín me pidió que lo acompañara a ver un documental sobre la dictadura. Lo daban en un centro cultural en Floresta, por única vez, un miércoles a la noche. La hermana de Liliana lo había llamado para avisarle. Ella no podía ir, pero la directora había intentado contactarla, contactarnos, porque en la película se decía algo de nuestro tío, de los desaparecidos de la carrera de Historia. Recuerdo haberme tomado el colectivo sin ganas, como cumpliendo una obligación. Mi hermano me había insistido, decía que teníamos que estar ahí. La memoria, la familia… Ni siquiera le pregunté por qué no invitaba a papá.
Llegamos cuando estaba a punto de empezar. Había cuatro o cinco filas de sillas de plástico dispuestas en el salón, la mayoría vacías. Nos acomodamos en la oscuridad. La película se llamaba Selva. Amor y muerte en los setenta. Era un documental, digamos, experimental, muy autorreferencial, con entrevistas e imágenes de archivo, pero también con recitados de fragmentos de poesía, planos de frutas pudriéndose al sol, gotas de agua cayendo sobre el río… Cuando terminó, se escucharon unos tibios aplausos, alguien agradeció la presencia y los pocos asistentes se apresuraron a salir. Nosotros no podíamos movernos. Habíamos sido testigos de una revelación, de una pequeña epifanía privada.
La directora era una tal Silvia Wider, exiliada en Estados Unidos desde 1978. Selva era su nombre de guerra en Montoneros. Había sido la novia de mi tío antes de Lili, en la Facultad. En buena medida, el documental era sobre él. Sobre esa relación que la marcó para siempre, cuando el amor, el sexo, la política se descubrían juntos y de golpe. En la película aparecían imágenes de Martín que nunca habíamos visto: joven, recorriendo Perú; en una playa en Brasil al lado de una mujer gorda, haciendo la V con una peluca verde; en una fiesta con otros estudiantes, todos barbudos, eufóricos, hermosos, en el jardín de la casa de mi abuela. Ella, y algunos de los otros entrevistados hablaban de mi tío de una forma que no habíamos escuchado. Había algo vital, casi festivo en el modo en que lo recordaban. Mi hermano, al que nunca pareció haberle pesado llevar el nombre de un muerto, no podía parar de llorar. Yo tampoco. Me acuerdo de que comimos una pizza después, de que volví muy tarde al Seminario y casi borracho de los dos vinos que nos habíamos tomado. Esa noche hablamos de nosotros dos, de Santi, que estaba viviendo en México, de nuestro tío, pero sobre todo de papá. De lo que habrá sido para él tener un hermano muerto. Más allá de la violencia y la culpa, todo lo que había perdido. Ese fin de semana lo fui a ver. Quería decirle que lo entendía, o que por fin había descubierto que no lo entendía, que no podía ni imaginar lo que sería perder a un hermano así. Le dije que iba a conseguir la película, que quería que la viéramos juntos. Buscaba una especie de reconciliación. Él no parecía hacerse cargo de la distancia, de los meses de silencio casi absoluto. Me mostró un álbum de fotos, que yo ya conocía, del día del casamiento de Martín y Liliana. Ella estaba radiante, pero él parecía apagado al lado de las imágenes que se veían en la película. Le pedí que me hablara de Martín como hermano, de cómo se llevaban, qué tipo de chistes hacían. Si le gustaba el fútbol, qué música escuchaba. Traté de transmitirle algo de la charla que habíamos tenido con mi hermano en la pizzería, mi nueva mirada acerca del tío, de él. Me escuchaba en silencio. Hacía algún comentario breve, cosas que ya me había contado, pero parecía cansado. Casi siempre parecía estar cansado cuando yo lo visitaba. Me fui temprano y no volví a verlo por meses.
Marina maneja. Vamos a casa. Le ofrecí a José acercarlo hasta Saavedra, pero no quiso. Estamos, casi por primera vez desde que me enteré de la noticia, los dos solos. Tiro el asiento bien para atrás y, por reflejo, prendo la radio. Música clásica, alguna pieza que me suena vagamente pero no puedo identificar. Voy bajando el volumen y termino por apagar. El silencio parece más adecuado para la vuelta del velorio de mi padre.
Ella me pregunta si estoy bien, me acaricia el pelo mientras sigue con la mirada fija en el camino. Dice que duerma si quiero. Yo cierro los ojos, extiendo mi brazo, busco su nuca, justo en el huequito que queda entre el respaldo y el apoyacabezas. La acaricio ahí, despacio, durante todo el viaje. Quizás me quedo dormido en algún momento, porque no me doy cuenta de que el auto se detiene hasta que la escucho decir que llegamos.
Ninguno de los dos dice nada. Nos quedamos en silencio dentro del auto. Le acaricio la pierna y me besa, nos besamos con una intensidad que hace mucho no teníamos. Siento su respiración cerca, agitada, quiere decir algo pero no la dejo. La muerdo, la agarro un poco del pelo y entramos a casa. Vamos desnudándonos torpemente. Sin decirnos nada, hasta llegar a la cama. Hay cosas amontonadas ahí, que tiramos al piso como dos adolescentes apasionados. Cogemos sin hablar, con la violencia exacta, con la sensación indefinible de que puede ser la última vez, pero también la primera. Como si todavía no hubiéramos terminado de descubrirnos, como si fuera posible algo nuevo.
Después fumo y Marina apenas habla. Me acaricia el pecho, cerca del corazón. Dice, lo repite una y otra vez, que me ama, que vamos a estar bien. Le acaricio la panza, la toco apenas, rozándola con las uñas, como si dibujara rayitas sobre su piel. Hasta que nos quedamos dormidos.
En el sueño soy un poco más joven. Estoy en una pileta, en el medio de un parque enorme, con árboles, rodeado de gente que no reconozco. Soy el único que está adentro, flotando, sin hacer pie. Hay mucho sol (me sorprende que se pueda soñar que es de día) y un clima ligeramente festivo. De repente todos sacan botellas de vino y las tiran a la pileta. Me sumerjo para esquivarlas. Es como un juego. Cuando salgo a la superficie, hay más botellas y las están vaciando en el agua. Yo sigo adentro, empieza a subir el nivel, a rebalsar, pero siguen y siguen vertiendo el vino, felices. La pileta, a medida que desborda se va haciendo más profunda, o esa es mi sensación. Empiezo a ahogarme, el agua mezclada con el vino es pegajosa y densa, no deja pasar la luz.
Me despierto en la oscuridad. Marina no está. Miro el reloj. Todavía es tarde (o temprano). Son las cuatro de la mañana. Me quedo inmóvil, alerta. Al rato llega y, sin darse cuenta de que estoy despierto, se mete en la cama, muy silenciosamente.
Un par de semanas después de nuestra excursión a Floresta, Martín se contactó con Silvia, la directora de la película. Vivía en Michigan desde su exilio y daba clases de fotografía en una Universidad. Le contó que habíamos visto Selva casi de casualidad, en un sótano porteño, y la sorpresa y conmoción que nos había causado. Ella le dijo que no existían las casualidades, que quería conocernos cuando viniera a Buenos Aires, y le pasó varias fotos escaneadas. Las que aparecían en la película y algunas otras. Me acuerdo de la de una servilleta, que mi tío le regaló la última vez que se vieron, en el café frente a la Facultad. Martín ya había conocido a Lili, pero dibujó un pájaro con unas alas enormes y anotó debajo: el canto del pájaro / dibuja la selva. Mi hermano quedó muy impactado con todo eso, con la otra imagen de mi tío que aparecía en la memoria de una mujer ajena a nuestra familia. Intercambió muchos y largos mails con Silvia y después, a partir de contactos de ella y de lo que él mismo fue reconstruyendo, con otros compañeros y compañeras de nuestro tío. Se encontró con todos los que pudo. Amigos del colegio, compañeros de militancia, profesores, ex novias. Juntó fotos y testimonios. Se puso a revisar las cajas amontonadas en el garaje de la casa de mi abuela, encontró los apuntes de la Facultad, los libros que no se perdieron en mudanzas ni quemas, hasta una carpetita con una serie de poemas pasados a máquina. Iba compartiendo sus descubrimientos en largos mails, para mí y para Santi, donde transcribía fragmentos de lo que había encontrado, copiaba pedazos de entrevistas, nos hablaba de lo que significaba para él descubrir lo que había detrás de su nombre. Yo leía todo eso en las noches solitarias del Seminario, mientras estaba tratando de decidir qué quería hacer con mi vida. Martín buscaba hacia el pasado para saber quién era. Yo me sentía perdido. No podía imaginarme como cura, pero salir me parecía un error, o una suerte de cobardía irreparable. Apenas podía responder algo a los mails de mi hermano, palabras de aliento, de admiración, la promesa, que ambos sabíamos falsa, de que contara conmigo para lo que necesitara. Nunca le pregunté por qué no incluía a papá en esos mails. Yo no hablaba con él en ese momento. Quizás sentía que la búsqueda era una cuestión de hermanos, nos tocaba a nosotros, a nuestra generación. (Los hijos son los detectives de los padres, leí en una novela, mucho tiempo después). O quizás adivinaba la fragilidad de papá, el hecho de que no podíamos exponerlo a eso, de que no se podía contar con él. No era, quizás nunca había sido, el guardián de su hermano.
Después de esa búsqueda, en noviembre, el mes del secuestro, Martín organizó una especie de muestra en ese mismo centro cultural de Floresta donde había empezado todo. Proyectaron de nuevo la película, pero además armó una especie de biografía, con fotos y textos de nuestro tío diseminados por las paredes del salón. Invitó a toda la gente a la que había conocido en esos meses. Invitó a sus amigos, a la familia de Lu, a lo poco que quedaba de la familia de Lili. Y a nosotros. El lugar estaba repleto. Yo llegué un poco tarde, cuando el documental ya había terminado y la gente recorría los pasillos como en un ritual extraño. Encontré a mi viejo solo, mirando una foto en blanco y negro en la que estaba junto a su mamá y sus dos hermanos en el jardín de la casa. Los tres sonrientes, niños, vestidos con unos trajecitos ridículos que dejaban ver las piernas flacas, sin vello. De todos los de la foto, era el único que quedaba vivo. Apoyé la mano sobre su hombro y giró sobresaltado. Estaba llorando. Nos abrazamos un rato largo, hasta que llegaron Martín, que estaba con Lu, y Santi, a saludarme. Seguimos recorriendo la muestra, juntos, en silencio.
Al final, mi hermano dio una especie de discurso y un ex profesor del Nacional Buenos Aires leyó algunos de los poemas. Yo busqué sentarme al lado de mi viejo, pero él se sentó con mamá, adelante de todo. Yo me quedé en la segunda fila, justo atrás, y apoyaba la mano en su hombro mientras resonaba, a través de otro, la voz de su hermano desaparecido. Cuando terminó la lectura, hubo un largo silencio. Y calma. Antes de levantarse, puso su mano sobre mi mano, se dio vuelta y me dijo: Fue el velorio más largo de la historia. Pero esto es el entierro.
Mi viejo y yo restablecimos el contacto después de la muestra.
Unos meses más tarde, en marzo, salí del Seminario.
Lu y Martín, casi al mismo tiempo, nos contaron que estaban esperando a Julia.
Terminé las materias que me faltaban para ser profesor de Filosofía.
Conocí a Marina.
Y sin embargo, siento que nada cambió demasiado.
Papá sigue llorando frente a una foto vieja. Sin mirarme.
Y ahora tiene los ojos cerrados para siempre.
Marina me despierta con un beso en la frente. Ya está vestida, duchada, siempre lista. Preparó café para los dos. Mientras desayunamos, le cuento mi sueño. Ella escucha y le pido que no me diga nada. Enseguida le pregunto qué piensa. Nada. Bueno, me dice. Que a tu viejo le gustaba mucho nadar. Me hace sonreír. Tomo un sorbo de café y miro nuestras fotos enmarcadas que cuelgan de la pared. En Salta, en Uruguay. A veces, le digo, te quiero tanto.
Me ducho y pienso en el agua. Me quedo un rato largo, con ducha muy caliente, casi quemando. El agua que lava el cuerpo de los vivos y de los muertos. El bautismo, los muchos bautismos, los ahogos, la sangre, la primera sangre.
Marina golpea la puerta. ¿Estás bien? Se hace tarde.
Sí. Estoy bien
Uno de los poemas de mi tío tenía una línea que me resultaba particularmente perturbadora. Yo soy yo ¿y vos?
Martín se la tatuó en el antebrazo. Santi quería que nos la tatuemos los tres, pero yo no me animé.
Mientras Marina maneja rumbo al cementerio, me toco la piel del antebrazo, el lugar de esa escritura ausente.
No hay demasiada gente. Saludo a mi vieja, le digo que está bronceada, linda. Se abraza muy fuerte con Marina, ellas se quieren. Saludo a mis hermanos, a Lu, que tiene de la mano a Julita. Está también José, vestido de civil, impecable. Otro cura, uno que no reconozco aunque tiene casi mi edad, se adelanta. Empieza la ceremonia. Empieza el entierro.
Le pregunto si puedo decir algo. Acaricio el cajón cerrado y miro a la gente que está ahí. Miro a mamá. Miro a Marina, que me sonríe. Ya nunca más voy a poder mirarlo. Trato de recordar la última vez que lo vi. Pienso en la última vez que él vio a su hermano, agarrándose la cabeza ante la inminencia de la muerte. Cómo habrá sido para papá. Solo en ese departamento ¿La habrá sentido llegar? ¿Habrá acomodado el cuerpo? ¿Habrá pensado en nosotros? ¿En mí?
Después de que se separaron, las primeras vacaciones, nos llevó a mí y a mis hermanos a Brasil. A Florianópolis. Yo estaba terminando el colegio y no quería estar ahí. Se nos imponía, a los cuatro, una intimidad forzada, para la que no estábamos preparados. El siete de enero, para su cumpleaños, le regalamos un mate y un budín de naranja. No le gustaron. Se enojó. Creo que llegó a gritarnos. Se enojó con sus hijos porque no le gustó su regalo de cumpleaños. Fue la primera vez que recuerdo haberlo enfrentado.
Unos días después, el enojo se había ido disolviendo. Nos despertamos temprano. Fuimos a una playa nueva, distinta a la que íbamos todos los días. El mar entraba un poco en la isla, formando una pequeña bahía. Frente a nosotros, bastante cerca, se alcanzaba a ver una franja de arena. Una playita, totalmente desierta. Solo se podía llegar nadando. Mi viejo le dijo a los chicos que se quedaran, y me llamó a mí.
Juntos, nos adentramos en el mar.
Con un gesto reflejo de mis años de seminario, levanto ambas manos, ligeramente extendidas. En el nombre del Padre, del Hijo, del Espíritu Santo, digo, y todos se persignan. Entonces empiezo a hablar. Pienso en sus errancias y sus errores. En su soledad y sus refugios. En su dolor.
Pero digo poco. Él era mi padre. Él fue el que nos trajo a este lugar.
Y aquí estamos.