Sobre el Riachuelo por Leonardo Sabatella

“Todos somos arroyos de una sola agua”, Raúl Zurita.

 

El Riachuelo proyecta una temporalidad anacrónica y fantasmal, escenas superpuestas de una historia de los márgenes. Ahí puede verse la arquitectura de La Boca de principio de siglo veinte, los barrios periféricos de obreros e inmigrantes, las ruinas oxidadas del puerto, las fábricas viejas y abandonadas. A la vera del río sobreviven las pensiones y conventillos, los galpones inmensos y ciegos, los asentamientos de casas precarias que se levantan de espalda al agua y los puentes bajos ya sin uso que marcan la circulación de otra época. Como si fuera una gran sala panorámica, a través del Riachuelo puede verse una historia abreviada de la ciudad.

La polirritmia del Riachuelo es un trabajo del tiempo y un efecto del agua. El movimiento del río, un movimiento pausado, múltiple, templado por el viento y el sol, hace que el Riachuelo vaya a más de una velocidad a la vez. Quizás una propiedad de cualquier río sea su capacidad de cambiar las nociones de tiempo y espacio. Arriba de una lancha, a bordo de un bote o viajando en un barco es casi imposible calcular el paso de los minutos y las distancias físicas. Las referencias en el agua se pierden rápido, todo parece lejos y cerca a la vez. La sensación de quietud convive con la de movimiento continuo. El Riachuelo con su calma de llanura, con su agua ancestral, con su extensión suburbana pareciera ser una línea fuera del tiempo, un gesto extemporáneo, la senda que desbarata la flecha de brújulas y relojes. Quizás el Riachuelo sea el punto del paisaje donde se producen otras temporalidades, donde el pasado sucede todo a la vez.

El Riachuelo es una tarjeta postal típica de Buenos Aires. El puente transbordador se convirtió en un ícono urbano, en el signo identitario de un fragmento de la ciudad. Dibujado, fotografiado y pintado por todas las épocas, el puente del Riachuelo es una construcción plástica y visual antes que arquitectónica. Casi nadie lo ha recorrido, pero todos lo reconocen en un golpe de vista. El Riachuelo se transformó en una imagen pintoresca de la ciudad, sin conflicto, de venta libre y directa, un souvenir del que fue borrada la historia.

No hay un solo Riachuelo. No es que esté en cambio constante, sino que en el río coexisten transiciones y puntos inmóviles, naturaleza y urbanización. El Riachuelo, frontera sur de la ciudad, es el accidente geográfico que guarda una memoria menor, dejada de lado, casi invisible pero que ahí está materializada. El Riachuelo no es alegoría de nada, es una relación de fuerzas contradictorias y extrañas, un punto de acumulación de sedimentos históricos. Si algo caracteriza al Riachuelo es que ahí nada parece perderse, todo sobrevive de alguna manera. El agua conserva en su solución la arena del tiempo, la impureza de la memoria. El río no olvida.

Que Buenos Aires es una ciudad de espaldas al río parece un facilismo. Más bien habría que decir que es una ciudad que se amuralló contra el río. Impugnó los cursos de agua y entubó arroyos. Como si Buenos Aires quisiera desprenderse del puerto, convertirse en una ciudad deshidratada y seca. A tal punto que puede recorrerse la ciudad durante horas enteras y a pocos metros del río sin siquiera ver una pequeña franja. Para Buenos Aires el río es al mismo tiempo su backstage, su trastienda náutica, y la antesala, el primer margen de identidad. El río nunca está en la ciudad. Ya sea atrás o adelante, Buenos Aires trató al río como a un problema al cual mejor hacer a un lado, ocultar, negar. El Riachuelo, como una línea menor que invade la ciudad, trae consigo la parte acuática. Como si en un punto el trabajo secreto del Riachuelo fuera convertir a Buenos Aires en una Atlántida restaurada, invertida.

El Riachuelo como una malformación de la ciudad muestra su doble maldito. Un doble que debido a la contaminación genera enfermedades en los habitantes de sus márgenes. Dolor en los huesos, asma, esclerosis y otras aflicciones provienen de la condición infecta del agua. Al menos un par de generaciones sufren enfermedades por criarse bajo los efectos de los deshechos industriales, de los residuos convertidos en un agua falsa. El Riachuelo para quienes lo tienen como el fondo de su casa genera una contradicción indivisible; se trata del causante de las enfermedades, pero también es un espacio de libertad intransferible. La mirada de quienes viven a la vera del riachuelo no es meramente condenatoria o degradante. De hecho, no es un lugar fácil de abandonar. El Riachuelo también guarda un polo positivo. Ha sido el lugar de los juegos en verano, de las competencias en remo, de las historias ocultas de los barrios bajos. El paisaje bucólico y secreto donde los cambios de estaciones son vistos a través del reflejo del agua.

El río sin peces. La cuenca baja del Riachuelo es el sector de mayor contaminación, ahí se encuentran las industrias que tiran los deshechos al río. La contaminación hizo que durante años no hubiera peces en el agua. Desde hace un tiempo, con los trabajos de recuperación del Riachuelo (pueden verse lanchas con científicos analizando el agua y máquinas automáticas que recolectan residuos), empezaron a aparecer peces otra vez. Madrecitas, mojarras y sabalitos. Los peces que se detectan en la zona baja son producto de alguna crecida del Río de La Plata o de algún cardumen que encontró un área con más oxígeno. Los peces del Riachuelo son intrusos, inmigrantes en un agua peligrosa, de bandera negra. Pequeños peces, quizás perdidos, que ahora son los primeros en volver a nadar en esa especie de agua de segunda generación que corre lenta por el riachuelo.

El ruido del agua se asemeja a una voz intraducible. La voz de otra forma de vida, de las branquias abriéndose paso en un tenue río de llanura. Pero también puede escucharse la voz de los muertos, de los cuerpos que se arrojaron al río. El sonido del agua modula una historia más amplia de lo que se puede calcular, una historia que pareciera venir antes del tiempo. El Riachuelo suena de una manera valvular, suena sin hacer ruido. Habla apocado, lento, en un tono menor y sostenido que hace pensar en una melodía vieja y pobre. El Riachuelo como un ruido blanco del agua, un murmullo que viene desde lejos, desde el fondo del agua, como si fuera un signo vital, una vibración que se puede sentir antes que escuchar. El Riachuelo es la canción de los que no cantan.

El Riachuelo tiene una presencia fantasmal que quizás se deba a la dificultad para observarlo. No hay vistas claras hacia el Riachuelo (ni hacia el Río de La Plata en su totalidad). Uno de los puntos de vista es desde La Boca, a nivel de la ciudad, sobre las barandas que están frente al Teatro de la Ribera. Otro punto de vista, este algo más panorámico, es desde la terraza de Fundación Proa. Ahí la vista sobre el Riachuelo adquiere otra dimensión, se vuelve una imagen reconocible y comparable con la de otros paisajes, puede obtenerse una noción de su comportamiento. Desde la Villa 26, uno de los asentamientos sobre el Riachuelo, puede verse de una orilla a otra y adquiere una dimensión casi doméstica, es parte del paisaje cotidiano. Casi todas las casas tienen un patio trasero que da directamente al Riachuelo. Otra perspectiva posible es navegándolo. Bajar al río cambia las coordenadas de la percepción que se tiene sobre el Riachuelo. El ruido del motor de la lancha, el agua agitándose por el movimiento, el viento que rompe contra el cuerpo. Conocer el Riachuelo por dentro es un viaje extraño, un viaje hacia la quietud, la calma y el aislamiento de la ciudad. Ahí el tiempo parece ser otro. Un tiempo bajo y chato, un tiempo de impureza proverbial. El Riachuelo es otra dimensión de la ciudad, el falso fondo que recuerda que todos venimos del agua.

 

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