A Pablo Vargas
1
Llegan a la dársena a las cuatro y media de la mañana. Aún es de noche. Sobre el horizonte una línea azul oscura anticipa el amanecer. Es verano pero hace frío. Ponen la camioneta de culo, lo más cerca posible del Santa Ana. El Tordo se despereza y saluda a los gritos a otros marineros que apenas se vislumbran sobre la dársena. Hace rato que en el muelle no hay luz. De fondo se escucha una cumbia. Ricardo se queda fumando en la cabina. Por el espejo retrovisor ve que Héctor y Ramón bajan los tachos con los espineles. El Tordo se asoma por la ventanilla.
Dale boludo, qué hacés ahí.
Ricardo se baja y camina hasta donde está el Tordo. El Tordo le palmea un hombro y con una mano le señala el Santa Ana.
Mirá qué hermosura, nueve noventa de eslora, tres sesenta de manga y uno treinta de puntal.
El Tordo salta a la cubierta.
Motor de ciento noventa caballos diésel y casco de acero. ¿Qué te parece cuñado?
Ricardo lo mira, sonríe, pero no sabe que su sonrisa, con esa luz, no se puede ver.
¿Eh? ¿Te gusta?
Sí, está bueno, dice Ricardo y siente la humedad del mar que le acartona la cara.
Este bicho me cambió la vida, dice y salta a tierra y se acerca a Ricardo.
Bueno, andá a estibar con los pibes que yo voy al destacamento a avisar que salimos.
2
A las cinco y media el Santa Ana sale de la dársena. El parte de prefectura señala mar calmo con probabilidades de tormentas hacia la tarde. Clarea y Ricardo ve el muelle herrumbrado que dejan atrás. Durante un rato navegan junto al Tunna II. Después el Santa Ana da varios bocinazos y se desvía unos grados en dirección norte. El Tunna II mantiene su rumbo. Ricardo entra a la cabina. Adentro, todos matean con bizcochos de grasa. Ricardo pide un mate pero apenas chupa siente que la panza se le revuelve. Sonríe, y sin que lo vean, se toma otro dramamine. Se sienta atrás del Tordo. Lo ve manejar el timón con una mano y con la otra la potencia del motor. Durante un rato nadie dice nada. Héctor hace circular la bolsa con los bizcochos. Ramón lee la hoja de un diario. Son noticias viejas pero las lee como si fueran nuevas.
¿Cómo están los tachos Héctor?, dice el Tordo.
Bastante buenos, tienen mucha sal y la anchoa es grande.
Bien…
Con estos tachos tenemos que volver con milonga.
El Tordo sintoniza la VHF y mira a Ricardo.
¿Y cuña, todo bien?
Ricardo sonríe.
Ahora te vas a convertir en un pescador, en un pescador de verdad.
3
El Santa Ana avanza hundiendo la proa contra las olas. Por momentos se ladea a estribor, pero el Tordo, a pura intuición, lo acomoda en segundos. El motor va a plena potencia. El viento sopla del noroeste a cinco nudos. El cielo está despejado. Parece que va a ser un buen día, piensa el Tordo pero segundos después unas nubes que se acumulan en el sur lo hacen dudar. Piensa en el parte que le pasaron los de Prefectura. Pero también piensa que el clima, como la vida, no es una ciencia exacta. Se queda mirando los nubarrones. Trata de encontrarles una forma. Una característica que los defina. Pero están lejos. Apenas son una mancha gris en el horizonte. Se tranquiliza pensando que si el viento sigue soplando así en un par de horas van a desaparecer. Se van a ir para otro lado. La VHF transmite una conversación entre un prefecto y un barco pesquero con rumbo sur. Hablan de lo que se habla cuando la gente se aburre. No les importa que todos en esa frecuencia escuchen lo que dicen. Cuando uno está en el mar pierde la vergüenza. Y pierde, también, el miedo. El Tordo hace tiempo que perdió el miedo. Atrás quedaron las primeras excursiones. Los primeros intentos de ser pescador. Las vueltas a casa con los cajones vacíos. Todo eso quedó muy atrás. La necesidad lo obligó a ser efectivo.
Ricardo, sentado junto al Tordo, mira el suelo para no mirar las olas que vienen de frente. Se toma otro dramamine pero las naúseas no le dan tregua.
Mirá el horizonte, dale, no seas boludo, dice el Tordo.
Ricardo levanta la vista y lo primero que ve es una ola que se le viene encima. El Santa Ana se ladea y el Tordo, con un rápido movimiento de muñeca, encauza de nuevo el perfil. Ricardo se sienta en el suelo, se toma la cara con las manos. Héctor arma un cigarrillo y sonríe mirando a Ricardo.
¿Qué pasa amigo…?
Ricardo no está para que lo jodan. Necesita respirar, necesita que se le pase el puto mareo.
Me parece que tu cuñado no es bicho de mar, dice Ramón mientras prende el cigarrillo.
Ricardo se arrastra hasta la puerta que lleva a la popa. Asoma la cabeza por la baranda y vomita. El aire del mar lo tranquiliza. Se queda mirando el agua. Es densa, espumosa y oscura.
De pronto, como si pasaran del ripio al asfalto, el Santa Ana empieza a navegar planchado. Se desliza sobre el rumor sordo del motor. Apenas un ronroneo que se pierde en la inmensidad del mar. Ricardo ve, a lo lejos, la dársena transformada en una mancha amarronada. El mar va cambiando del verde claro al azul oscuro. Un azul que no había visto nunca. Minutos después la costa se desvanece por completo. Ya no hay referencias. Todo es agua. Agua y cielo. Y en el medio, el Santa Ana.
Héctor y Ramón salen a cubierta.
Vamos nene, a laburar, dice Ramón y con Héctor se ponen la ropa de agua. Ricardo agarra las botas de goma, todavía siente náuseas, pero por sobre todo tiene dudas. Dudas de estar arriba de ese barco.
4
Lima 4 Tango, Santa Ana, Santa Ana.
¿QRV señor?
QRV para comunicar que hora actual comenzamos con tarea de pesca señor.
QRV señor, que tenga buena pesca, Hotel Lima
Hotel Lima señor, buena guardia.
El Tordo deja la radio y sale a cubierta.
¿Tordo cómo calamos hoy?, ¿Como ayer?, dice Héctor.
No, mejor vamos a calar los dos primeros treinta-veinte y los dos últimos treinta y cinco-quince. Los bajamos un poco así vemos dónde se encuentran los grandes.
Dale, a ver si sacamos algunos salmoncitos para vender.
¡Qué vender, si me contaron que vos se lo regalas a la remisera!, dice Ramón.
¡Noooo! ¡Qué pasó Héctor que te vieron!
¡Largá la bandera Ramón! ¡Dejá de joder!, dice el Tordo
¡Largá el grampín! ¡Lo marco en el GPS, decime si le bajo un poco o le doy un poco más!, dice el Tordo con la mano sobre la potencia del motor.
¡Aguantá Tordo se enganchó en la pala!, dice Héctor.
Ramón se inclina sobre la borda, hunde los brazos en el agua, maniobra con la mirada puesta sobre el horizonte. No necesitar mirar, lo hace de memoria.
¡Listo! ¡Ya está Tordo, dale nomás!
Ricardo, sentado adentro de la timonera, ve el reflejo pálido de su cara en el vidrio opaco de una ventana. Entra Héctor y prende un cigarrillo.
Fumate uno, te baja un poco.
Ricardo mira el paquete que le ofrece Héctor y dice que no moviendo la mano.
¡Tordo!
¡¿Qué?!
Bajale un poco que ya estamos terminando el calado, dice Ramón.
El Tordo baja las revoluciones del motor y mira a Ricardo.
¿Todo bien cuña?
Ricardo mueve la cabeza, apenas.
Tranqui, ya te vas a acostumbrar.
¡Listo el calado!, dice Ramón.
Oka, ahora aviso.
Ricardo se para, sale a la cubierta, el aire frío del mar lo estremece. Camina hasta la proa. Se apoya en la baranda y mira el horizonte. Eso y respirar profundo le ahuyentan las náuseas. Es el antídoto que le enseñó el Tordo en el patio de su casa el día anterior. Desde la cabina le llega el rumor desfasado de la radio.
Lima 4 Tango, Santa Ana, Santa Ana, dice el Tordo.
QRV Santa Ana…
Para comunicarle que hora actual terminamos el calado y permaneceremos en reposo señor.
Recibido señor, ¿me podría decir su QTH?
41° 34” sur, 64° 46” oeste.
Gracias señor, que tenga buena pesca.
Ricardo mira las banderas que unen los espineles, por abajo, más de ocho mil anzuelos flamean bajo el mar.
¡Ricardo!
Ricardo gira, Héctor tiene un pedazo de carne en la mano.
¡Vení, vamos a churrasquear un poco!
5
Ricardo ve un barco a lo lejos. Lo ve girar a babor y enfilar hacia ellos. Es el Tunna II. Se acerca por estribor y apaga el motor. Héctor y Ramón arriman los barcos y los atan a las cornamusas. En la cubierta del Tunna II hay cuatro colegas. Se saludan de lejos, intercambian gastadas y cigarrillos hasta que aparece el Manco, el capitán.
¿Todo bien?, dice el Tordo.
Me vuelvo, tengo un problema en el motor.
¿Qué paso?
No sé bien, pero se me pasa de vueltas, tengo miedo de fundirlo.
¿Sabés si anda alguien más por acá?
Me parece que no… preguntá a prefectura.
Qué cagada.
No pasa nada Tordito, no te preocupés… hoy es un día tranqui…
El Tordo mira el cielo, se pone la mano como visera en la frente y recorre el horizonte, busca rastros de tormenta, busca alguna certeza de que el tiempo va a continuar así, amigable. Después mira el barómetro, está bajo, muy bajo, pero en el cielo no hay indicios de nada que no sea un día de sol.
Hablá con prefectura, si te dicen que te quedes, quedate.
Sí, no da para volver, necesito volver con pescado.
Bueno, nos vamos, cualquier cosa me llamás, no te vamos a dejar en banda.
El Tordo sonríe. Los marineros se saludan con nuevas gastadas y el Tunna II empieza a alejarse. Desde El Santa Ana todos miran el barco hasta que lo pierden de vista. Héctor chasquea las manos y dice:
Nos quedamos solos.
El Tordo lo mira, y después mira a Ricardo.
Che, no pasa nada, no asustés a mi cuñado que después no lo traigo más acá.
Ramón y el Tordo se ponen a acomodar los cajones donde van los pescados. Ricardo los mira trabajar. Hay algo que no entiende. Hay algo que lo asusta pero que no sabe qué es.
¿Qué pasa?, dice Ricardo.
No pasa nada cuñado, tranquilo, vamos a levantar antes, y después volvemos.
Ricardo mira el mar, el cielo, y piensa lo lejos que está de la costa. Calcula cuánto tardaría nadando y ni siquiera puede imaginarlo. Es muy lejos. Aunque muchas veces lo pensó nunca se imaginó que el mar podía darle tanto miedo. Porque lo que está sintiendo en ese momento es miedo. Un terror líquido que le humedece el cuerpo y lo llena de dudas y ganas de volver a la costa a buscar otro trabajo. Pero ahora tiene que aguantar. Mientras esté arriba de ese barco tiene que aguantar.
¡Ey!, dice el Tordo.
Ricardo se da vuelta.
¡Dale loco, a laburar, vamos!
6
El sol está alto.
El mar tranquilo.
El Santa Ana se mece, suave.
La tripulación dormita sobre la cubierta.
Solo se escucha el agua golpeando a babor y el virador chirriando con el vaivén de las olas. De fondo, el rumor eléctrico de la VHF.
Ricardo abre los ojos.
Lo primero que ve son sus pies apoyados sobre los cajones plásticos para el pescado. Más allá, el mar de un azul tan profundo que parece pintado con un crayón. Ricardo se mira los pies descalzos, los levanta y contrasta su piel con el cielo. Cuando los vuelve a apoyar sobre los cajones ve sobre la superficie del agua algo que le llama la atención. Se queda quieto, espera. Algo pasa raudo junto a la baranda de babor. Ricardo se para, se pone las botas de goma y se acerca a la borda. Las olas se encrestan y golpean contra el barco. Se queda mirando, achinando los ojos, pero solo ve la oscilación incesante de las olas. El vaivén lo relaja, le trae sensaciones, imágenes, recuerdos. Escucha la voz de su hija que le pregunta cómo es eso que ahora va a ser pescador si a ellos les gusta tanto la carne y cómo es eso de que cambió llevar gente en el auto para llevar gente en el barco del tío. Ricardo escucha. Y mientras escucha, cree ver una piel oscura que corta la superficie del agua junto al espinel. Ricardo retrocede y se choca los cajones vacíos. El Tordo se despierta.
¿Qué pasa?
No sé, no sé, hay algo, ahí, dice Ricardo señalando el mar con un dedo.
El Tordo se queda recostado, observando. Ricardo lo mira, espera una aclaración, una respuesta.
Entonces aparece un cuerpo amarronado que apenas se asoma desaparece bajo el agua. El espinel se sacude, tiembla.
¡Lobos…!, dice el Tordo y corre a la cabina.
Ramón y Héctor se paran.
¿Qué…, qué?, dice Ricardo.
¡Lobos!, dice el Tordo desde la cabina.
Ricardo los mira.
¿Qué? ¿Qué pasa con los lobos?
Entonces ve salir al Tordo con un rifle entre las manos. Lo carga apurado y algunas balas se le caen a la cubierta.
¿Tordo? ¿Tordo?, dice Ricardo.
El Tordo se acerca a la borda, apoya un pie sobre la baranda y empieza a disparar a los bultos que chapotean y se juntan alrededor del espinel. Dispara muchas veces. Algunos lobos saltan fuera del agua. Ricardo ve los cuerpos viscosos ladearse en el aire y hundirse con elegancia en el mar. El Tordo dispara hasta que los lobos se alejan del espinel. Alrededor de la línea que se hunde en el agua, se forma una estela de sangre. A unos metros aparecen algunos cuerpos flotando. El Tordo apunta con calma y los remata de varios tiros.
Ricardo mira al Tordo. Héctor y Ramón se acercan a la borda.
¿Qué mierda pasó?, dice Ricardo.
Nada cuña, todo bien, pero esos bichos de mierda nos comen los pescados.
Héctor mira a Ramón.
¿Qué hora son?
Las tres.
Tordo, ¿levantamos?
No, esperemos media más.
Pero ya tendríamos que haber vuelto.
Ya sé, pero mirá como está el día.
¿Y los vigi qué dicen?
Boludeces, como siempre.
¿Preguntaste?
No hace falta.
El Tordo busca en el bolsillo de la camisa, saca un atado de tostados largo y se prende uno sosteniendo el rifle bajo la axila. Ricardo camina hasta la proa. Se sienta y ve el cuerpo de un lobo golpeando, suave, contra el casco del barco. Prende un cigarrillo. Fuma mirando hacia el sur. Y mientras fuma, descubre, lejos, casi imperceptible, un cúmulo de nubes grises que refucilan sobre el horizonte.
Tarda unos segundos en reaccionar.
¡Tordo!
El Tordo se acerca, se queda observando, piensa, calcula sobre la virga que cae fantasmal desde las nubes, trata de saber la magnitud de la tormenta.
¡A levantar! ¡Ya!, dice y vuelve a la timonera.
¿Qué pasa?, dice Ramón.
Se viene el frente para acá.
Lima 4 Tango Santa Ana, Santa Ana, dice el Tordo con la radio en la mano.
Adelante Santa Ana, lo escucho.
Para comunicarle señor que hora actual comenzamos a levantar el arte de pesca señor.
Oka, tenga en cuenta que el viento del sur está a treinta nudos, rotando al este.
Recibido Lima 4 Tango.
Dígame su QTH Santa Ana.
41° 33” sur, 64° 44” oeste, cambio.
Oka, recibido, buen regreso.
Recibido señor.
El Tordo mirá el barómetro, sigue bajo, hace rato que la lluvia se viene anunciando.
La puta madre, dice, pero no lo escucha nadie.
7
Héctor prende el virador y el espinel empieza a subir. Cada dos o tres anzuelos vacíos, viene un pescado. Ramón los saca del anzuelo y los apila en los cajones. Ricardo mira, no sabe qué hacer.
¡Dale boludo! ¡Ayuda que no nos vamos más!, dice Héctor.
Ricardo se para junto a Ramón y ayuda a sacar los pescados que van subiendo.
Héctor, ahora vas a saber lo que es pescar. ¿Trajiste cámara?, dice Ramón.
¡Terminá y después vemos gil!
Los cajones se van llenando con meros, merluzas y castañetas. En el espinel de Héctor aparece un salmón de unos diez kilos.
¡Que te dije gil, viste que iba a salir uno!
Sí, pero ese es para la remisera, que seguro le debes algún viaje, ¿o no Héctor?
¡Nooooo, yo tengo todas las cuentas al día, gracias a San Tordo que me paga bien!
El Tordo siente una brisa helada que lo obliga a mirar el cielo. Ve que la tormenta estará sobre ellos en menos de dos horas.
¿Cuánto falta Ramón?, ¡Se está viniendo una brisita del sur!, dice el Tordo.
¡Un poco más de medio paño!
Oka, dale más rápido y vos Ricardo andá acomodando, así cuando terminamos arrancamos enseguida, no quiero que me agarre tan lejos este vientito.
El Tordo prende el motor del barco. Durante un rato Ricardo escucha el ronroneo del Santa Ana. El cielo aún está azul y límpido pero el aire ahora es frío y el mar empieza a alborotarse. Héctor le da más potencia al virador. Sobre la cubierta, las líneas con pescados engarzados, empiezan a enredarse.
Más despacio, dale más despacio, dice el Tordo.
Héctor baja la potencia del virador. Ramón y el Tordo desengarzan los pescados. Ricardo trata de seguirles el ritmo. Se engancha los dedos varias veces con los anzuelos. Le duele, pero no grita. Como puede se quita los anzuelos. Siente la piel resbaladiza de los pescados pero no la sangre que le cubre las manos. Un relámpago a los lejos anticipa el estruendo que segundos después los distrae a todos. Se quedan quietos, se miran entre ellos, buscan tranquilidad pero nadie parece tenerla.
¡Vamos que falta poco!, dice el Tordo.
El mar, contagiado por el estruendo de la tormenta, se vuelve verde esmeralda y las olas, que hasta hace un momento no llegaban a la borda, ahora inundan la cubierta. Los cajones se golpean entre ellos.
¡A estibar! ¡A estibar!, dice el Tordo.
Ramón abre una compuerta que está en la cubierta y que conecta con la bodega.
¡Dale, pasame!, dice Ramón.
Ricardo le va pasando los cajones rebosantes de pescados y Ramón los estiba en el fondo. La boya que ata el cabo del espinel de Héctor se va a acercando al barco.
¡Falta poco!, dice.
El Tordo sonríe. Sabe que a ese ritmo en unos minutos estarán volviendo a la costa. Y en unas horas en la tranquilidad de su casa.
Héctor se agacha, levanta la boya y desata el cabo del espinel.
¡Listo Tordo!
¡Terminen de estibar! ¡Yo voy tomando rumbo!, dice y entra a la cabina.
El Santa Ana hace un giro de ciento ochenta grados y acelera a ocho nudos. Ricardo y Ramón terminan de estibar la bodega. Héctor acomoda los espineles sin dejar de mirar la tormenta que se acerca. Cuando terminan entran a la cabina. No tardan en ver cómo el cielo se encapota. Es una cortina gris que en pocos minutos los cubre por completo. Ahora ya no es un día de sol con olas tranquilas. Ahora es un día nublado con olas de más de un metro. Ahora empieza a llover y las gotas golpean con fuerza contra el parabrisas de la timonera.
El Tordo llama a la costa, quiere que le pasen el parte, quiere saber cómo está el tiempo en tierra. Pero la respuesta es una lluvia eléctrica en la que no se puede reconocer ninguna voz. El Tordo lo intenta varias veces, prueba en distintas frecuencias pero la comunicación es imposible.
El Tordo mira el GPS y la carta que tiene desplegada sobre la timonera.
¿Todo bien?, dice Ramón.
Sí, tranqui.
Un relámpago anticipa la lluvia cruzada.
Las olas parecen cada vez más inciertas. La marejada arrastra el Santa Ana hacia mar adentro.
¡La puta madre!, dice el Tordo.
El Tordo timonea hacia el Este, avanza contra la marejada que lo obliga a llevar los ciento noventa caballos del Santa Ana a máxima potencia. El agua golpea con fuerza sobre la cubierta y uno de los tachos con espineles sale despedido del barco.
¡No! ¡El espinel! ¡Héctor! ¡Atá el otro tacho, dale!
Héctor sale a cubierta, camina encorvando la espalda, hace equilibrio abriendo los brazos, se apoya en la baranda. Ricardo ve una ola enorme que se forma en la proa. El Tordo pone los motores a fondo, el ruido es ensordecedor. Héctor trabaja atando los tachos de espineles al gancho de cubierta. Cuando termina se queda mirando las olas que lo rodean.
¡Héctor!, dice Ramón asomando la cabeza.
Héctor lo mira y corre, agachado, a la timonera. Ramón traba la puerta. Todos se paran atrás del Tordo. Todos ven cómo el barco copia las olas. Es temprano pero el Tordo prende la luz de la cabina. Nadie dice nada. Nadie piensa en nada. Un refucilo los enceguece y por unos segundos permanecen con la tormenta en los ojos. Ricardo mira hacia la popa, las olas deben tener más de tres metros. El corazón le late a mil. De nuevo piensa en su mujer, en su hija y en su vida. Piensa en todo pero en nada claro. Tiene los pensamientos desordenados. Su cuerpo le exige sobrevivir.
¡La puta madre!, dice Ricardo.
Héctor y Ramón lo miran.
¡La puta madre, para qué vine!, dice, de nuevo, y no le importa que Héctor y Ramón lo miren con esa cara.
¡Qué me miran! ¡Quiero volver! ¡Quiero que me saquen ya de acá! ¡Tordo! ¡Tordo!
Ricardo se acerca al Tordo que timonea sin parar.
¡Pará, pará! ¡Ahora no!
¡Sacame de acá! ¡Me dijiste que era tranquilo! ¡Sacame de acá!
Héctor agarra a Ricardo del hombro, trata de alejarlo de la timonera. Ricardo sacude la mano de Héctor y agarra al Tordo de un brazo.
¡Me prometiste que era algo tranquilo! ¡Quiero que me saques de acá! ¡Ahora!
El Tordo, sin soltar la timonera, le cruza una cachetada en la cara con el dorso de la mano.
¡Callate pelotudo! ¡No ves cómo estamos! ¡Dejame trabajar!
Ricardo lo mira desconcertado, el chirlo en la cara le espantó la locura.
Vení pariente, sentate acá, dice Héctor.
Ricardo, sobándose la cara, se sienta sobre un cajón.
Ramón, fijate si podés conectar con la costa, dice el Tordo.
Ramón trata de comunicarse, pero la interferencia hace imposible cualquier contacto.
La lluvia golpea con fuerza sobre la cabina. El limpiaparabrisas no da abasto. No se ve nada de lo que pasa afuera. El Tordo navega ciego, achina los ojos y en un intento inútil pasa la mano por el vidrio. Las olas golpean por estribor y por babor. No tienen orden. No son previsibles. El barco se ladea de un lado para otro. Cruje con cada estampida. El cielo se vuelve cada vez más oscuro, anticipa la noche y el destino del Santa Ana. El motor hace rato que marcha a más de cinco mil vueltas. Entonces el Santa Ana gira de costado a las olas, el Tordo gira la cavilla y acelera el motor a fondo.
¡La puta madre!
¡¿Qué pasa?!, dice Ramón.
¡No sé, no sé…!
El Tordo acelera, el motor ruge pero el barco se queda de costado copiando las olas.
¡Héctor! ¡Mirá el motor!
Héctor se agacha y levanta la tapa del motor. Los indicadores no señalan nada raro.
¡Todo bien!
El Tordo acelera, el barco sigue a la deriva. Hay algo que no está bien pero el Tordo no puede saber qué es. Se queda pensativo. Siente la fuerza del mar que los arrastra hacia adentro y los aleja de la costa. Entonces se le ocurre algo. Algo loco pero no imposible.
¡Fijate si el motor hace estela!
Ramón sale a la popa. El Tordo acelera el motor a fondo. Segundos después Ramón entra la timonera.
No, nada.
El Tordo se queda pensativo.
¿Seguro?
Ramón mueve la cabeza.
No puede ser…, dice.
¿Qué pasa?
Entonces se debe haber cortado la hélice.
¿Cómo?
No sé… el motor anda perfecto pero no tenemos propulsión.
¿Y ahora?
Alguien nos tiene que sacar de acá.
El Tordo agarra la radio.
¡Lima 4 Tango, Lima 4 Tango, acá Santa Ana!
Santa Ana QRV, lo escucho señor.
Para comunicarle señor que necesito asistencia, ya que me he quedado sin propulsión, si usted tiene comunicación con otra embarcación que me pueda asistir le agradecería. Quedo a la escucha.
Santa Ana, ¿cuál sería su requerimiento y situación, de la embarcación y los tripulantes?
La tripulación se encuentra en perfectas condiciones y solo necesitaría ser remolcado hacia puerto, mi QTH es 41° 40” 39” Sur y 64° 47”14” Oeste.
QRV Santa Ana quede en QEP1 señor.
QEP1, Santa Ana.
Ricardo se para, se acerca al Tordo.
¿Cómo vamos a aguantar sin motor?
No pasa nada, el barco copia el movimiento de las olas.
Ricardo cierra los ojos y trata de llevar su mente a otro lugar. Trata de caminar por las calles de su barrio. Busca, en los infinitos recuerdos que pueblan su mente, la entrada de su casa. La puerta que lleva a la intimidad de su familia. Imagina a su mujer recostada en el sillón del comedor. Se imagina acurrucándose en su pecho, sintiendo el calor de su piel y el ritmo acompasado de su respiración. Eso lo tranquiliza, le afloja la espalda, lo extravía, hasta que un chirrido agudo lo despierta. Ve al Tordo sintonizando la radio. Y a Héctor sentado a su lado sobre un cajón vacío con las manos en la cara. Y también ve a Ramón que limpia las ventanas con la mano y trata de mirar hacia fuera.
Ramón, fijate que la carga me parece que está golpeando.
Ramón sale a cubierta. Trota encorvado hasta la bóveda. La lluvia y el viento helado son como dardos que lo obligan a cubrirse la cara con las manos. La puerta se abre con una ráfaga y la cabina se encharca en segundos. El Tordo estira su mano y con un golpe seco cierra la puerta. Se limpia el agua que le chorrea por la cara con un trapo que tiene sobre el tablero.
Santa Ana, Santa Ana, acá Lima 4 Tango.
El Tordo manotea la radio.
Sí, escucho Lima 4 Tango.
Ahí nos comunicamos con el pesquero Don Luis que se encuentra a 5 millas de Punta Colorada y se dirige a zona de pesca, comuníquese con él por canal 12 señor.
Ok señor, recibido.
Ramón entra empapado a la cabina. Cierra la puerta y se queda pensativo.
La puta madre…
¿Qué pasa?, dice el Tordo con la radio en la mano.
No sé, el mar…
¿Qué?
Está cómo loco…
El Tordo agarra la radio y llama a Don Luis. No tarda en pasarle las coordenadas. Cuando corta, habla sin mirar a la tripulación.
Muchachos en unas horitas estamos calentitos en casa.
Dice calentitos y Ricardo se imagina las tortas fritas con mate cocido que le hace su mamá. Fritas con grasa de vaca. Esas son las verdaderas tortas fritas. La certeza, o la confianza de saber que los van a remolcar, le devuelve el hambre. Sonríe para él. Hace unos minutos pensaba que no zafaba, que moriría en el mar lejos de todo y de todos. Y ahora siente que es un exagerado, para no decir un cagón, que le tiene miedo a todo aquello que no puede controlar. Ahora sabe que cuando ponga un pie en el muelle el Tordo lo va a volver loco recordando la histeria que lo dominó en medio de la tormenta. Sabe que esa anécdota va a ser el alimento de las cargadas durante meses. Pero no le importa. Por lo menos en ese momento no le importa. Ahora solo quiere llegar. Quiere sentir la tierra bajo sus pies. El barco no es un trabajo para hombres como él. Ahora lo sabe. Se reprocha no saber encontrar un trabajo como los que a él le gustan. Le gustaría ser más decidido, más emprendedor, tener más claro para dónde va su vida.
Ricardo se para, se acerca a Ramón.
¿Qué mirás?
Unos lobos…
Ricardo apoya las manos sobre una ventana y mira hacia fuera. Tarda unos segundos en ver, en medio del fragor y la exuberancia del mar, las aletas y los lomos amarronados de los lobos nadando por estribor.
Son muchos, dice.
Sí, son muchos.
Ricardo cruza a la ventana que da a babor y también ve lobos. No tarda en darse cuenta de que los lobos los rodean.
¿Qué hacen?, dice Ricardo mirando al Tordo.
Ni idea.
8
Don Luis, Don Luis, Santa Ana llama.
Escucho Santa Ana.
Te tengo a la vista a unas tres millas al noreste de mi posición, ¿te acercás por estribor y me tiras el cabito de bola?
Cuando estemos a tiro te lo paso.
Oka, dale.
Muchachos, de ahora en más todos con salvavidas, dice el Tordo y reparte los chalecos que saca de un cajón de madera. Ricardo se lo pone y piensa que es imposible flotar con ese chaleco en un día como esos.
El Don Luis se acerca por la proa y lanza el cabo con una bandera. Se queda maniobrando a unos quince metros.
Vení Héctor, ayudame, dice Ramón, y salen de la cabina.
Ricardo ve cómo Héctor y Ramón, con un bichero, arrastran hacia al Santa Ana el cable de remolque con la bandera que flota por estribor. Detrás, el casco del Don Luis se eleva a unos cuatro metros del agua. Varias cabezas se asoman por la borda. Héctor y Ramón amarran el cable en la cornamusa de proa y vuelven a la cabina. El Tordo se comunica con Don Luis.
Don Luis, Don Luis, ya estamos.
El Don Luis empieza a moverse, lento. Cuando el cable se tensa, la sacudida los obliga a agarrarse de lo que tienen a mano. El capitán del Don Luis le pide al Tordo que trate de mantenerse siempre de proa. El Tordo se queda con la radio en la boca, a punto de decir algo, pero no dice nada. Mira la cavilla, varias veces la mira. No entiende por qué le dice eso si sabe que se quedaron sin motor. El Don Luis le repite la orden, manténgase de proa, siempre de proa. El Tordo dice que sí, que lo va a tratar, pero advierte que no tiene motores, que eso depende de ellos, del Don Luis. Del otro lado tarda en llegar un: recibido, estamos al habla.
El Santa Ana cruje con la fuerza del Don Luis. Ricardo ve por la ventana el cable de acero tenso que sube y se pierde en la popa del Don Luis. Ahora el Tordo parece más aliviado, maneja el timón con una mano. En realidad no maneja nada. El que hace todo el trabajo es el capitán del Don Luis. Pero un buen capitán nunca se aleja del timón. Nunca.
Lima 4 Tango, Santa Ana, Santa Ana.
Aquí Lima 4 Tango.
Para comunicar señor que estamos siendo remolcado por Don Luis y nos dirigimos rumbo a puerto local. Nuestra posición es 41° 44” 29” Sur 64°50”12” Oeste, con un rumbo de 357° y una velocidad de 7 Nudos Eta aproximada de una hora y veinte minutos señor.
Ok señor, buena navegación buen arribo. Nos mantenemos en contacto por canal 14.
Durante un buen rato nadie dice nada. Hay momentos en que el Don Luis atraviesa la cresta de una ola y el Santa Ana todavía está en el valle del otro lado. Entonces el cable se tensa por la presión del agua y el Santa Ana es tironeado de proa contra la panza de la ola, la estructura cruje y por un instante pareciera que fuera a partirse. Cuando el Santa Ana pasa del otro lado de la ola, y se pone a tiro del Don Luis, todo vuelve a la normalidad. El Tordo sabe que tiene que tratar de que eso no pase muchas veces. El cable de acero es fuerte, pero la presión de las olas puede cortarlo.
Ahora la lluvia es fina, plomiza y aguda. En ese orden. El Tordo cree ver un jirón de sol sobre el sureste, piensa que es probable que la tormenta se desteja desde ese lugar y en un par de horas, antes de que lleguen a la costa, quizás puedan ver el cielo límpido. Pero minutos después, cuando el Tordo vuelve a mirar hacia el sudeste, lo que ve no son los rayos de sol atravesando la tormenta sino una virga incandescente.
¡Estamos a treinta metros!, dice Ramón.
El Tordo mira la ecosonda.
Bien, estamos cerca de la costa, dice.
Por primera vez, Ricardo siente las piernas cansadas. Se da cuenta de que la tensión se le acumuló en los garrones. Otra vez se imagina el olor a comida de su casa. Los sabores de la cocina de su mujer. Afuera, la tarde cede a la noche. El Don Luis se diluye en la oscuridad y la única certeza de que aún está ahí es la tensión de la eslinga que los une. Ricardo vuelve cerrar los ojos. Aunque podría no cerrarlos porque la luz de la timonera es casi inexistente. Apenas el fulgor que viene de la ecosonda. Ricardo está cansado. Quiere dormirse. Siente la necesidad de apagarse hacia adentro para acortar esa agonía. Pero tiene que aguantar. Necesitar estar despierto. Más que nunca. Apoya las manos sobre los vidrios empañados, achina los ojos y cree ver luces a los lejos.
Veo luces…
Sí, es el muelle, estamos cerca, dice el Tordo.
El Santa empieza a crujir, a sacudirse. Por la posición de la eslinga, el Don Luis debe estar del otro lado de la ola. El remolque, otra vez, se tensa. La proa empuja la panza de la ola, busca atravesarla. La presión sobre la proa lo hace girar hacia estribor. El cable se tensa cada vez más. El Santa Anta tiembla, se sacude, parece que se resistiera a ser arrastrado. El Tordo se afirma sobre la clavilla.
Ramón enciende la linterna, ilumina hacia la cubierta, en la dirección del cable de remolque. Héctor se para, no sabe para qué, pero se para. El viento es intenso, la lluvia ahora cae rasante, como si viniera de abajo. El Santa gira apenas hacia babor y después de golpe hacia estribor. Entonces se escucha un chasquido sibilante y un latigazo que triza el parabrisas. Todos se quedan quietos, se buscan en la oscuridad aunque solo vean formas. Ramón prende la linterna, ilumina el vidrio trizado. El Santa Ana ahora parece más liviano. El Tordo ya sabe por qué.
¡El cable Ramón, el cable!, dice el Tordo y Ramón sale disparado de la cabina. Ricardo se para, se acerca a Héctor. Ve el bulto pero no la cara. No hay nada amigable en esas formas.
La puerta se abre y se golpea con el viento varias veces. El viento debe estar soplando a unos veinte nudos, o quizás más, pero eso ya no importa. La importante se concentra sobre un solo punto. Algo que están pensando todos. Algo que no pueden poner en palabras pero que inunda la cabina. Algo que tiene que ver con el deseo de vivir, de seguir vivos. ¿Pero cómo?
Entonces Ramón entra corriendo a la cabina con la linterna en la mano. Ilumina a todos y a ninguno, como si buscara una salida. Tiene los ojos desorbitados.
El cabo! ¡La puta madre, el cabo!, dice, atolondrado, y el Santa Ana se pone de costado a las olas. Otra vez están a la deriva. El ritmo, ahora, lo imponen las olas.
El Tordo trata de comunicarse con el Don Luis pero nadie responde. Quizás por la desesperación o el miedo, nadie los escucha.
¡Se fueron, los hijos de puta se fueron!, dice Héctor señalando hacia la noche.
El Tordo cree ver unas luces que se pierden por el Noroeste. Sabe que no van a volver a buscarlos. Nadie se arriesgaría a hacer esa maniobra. Ahora dependen de él. De su experiencia como capitán. El Tordo se frota la cara con las manos. Trata de controlarse. Es fácil perderse en una situación como esas.
Ricardo se deja caer de culo al suelo. Se tapa las orejas con las manos. El mar lo está volviendo loco. El mar es la peor mierda que le pasó en su vida.
El Tordo ve que la sonda marca cerca de veinte metros. Mira afuera, la costa no debe estar tan lejos. Busca la carta, se da cuenta de que están muy cerca de un banco de arena. La marejada los está llevando en esa dirección. El banco de arena puede ser una buena opción. Si lograra encallar ahí podrían aguantar hasta que pase la tormenta y después esperar a que los rescaten o de última nadar unos quinientos metros hasta la costa cuando salga el sol.
¡Tenemos que llegar al banco de arena!, dice el Tordo como si todos supieran lo que estuvo pensando.
Por unos segundos nadie dice nada. Ricardo escucha su corazón, late demasiado, casi no puede respirar, tiene que abrir la boca.
¡Ramón! ¡Cantame cuando lleguemos al banco!
Ramón mira la ecosonda, trata de concentrarse, tiene la cara empapada.
¡Héctor apenas lleguemos necesito que tires el ancla de proa!
Sí.
Héctor abre la puerta de la timonera.
¡En diez!, dice Ramón.
Héctor sale a la cubierta, las ráfagas lo hacen tambalear. Ricardo no puede moverse, el miedo, o el cansancio, lo acalambran al suelo.
El Santa Ana copia las olas, sube y baja con el vaivén vertiginoso del mar. Enormes paredes de agua lo merodean. El cielo se enciende a cada instante. El viento cruzado astilla la cabina con la lluvia. Nada parece tener un orden. Todo es alocado. Frenético. Se acercan rápido al banco de arena. La marejada arrastra al barco hacia la costa a casi treinta nudos. El Tordo, aprovechando los relámpagos que encienden el cielo, ve que las olas empiezan a romper sobre el banco de arena. Tienen que anclar. Tienen que anclar cuanto antes para que el Santa Ana se ponga de proa a la rompiente.
¡Ahora Héctor!, dice el Tordo.
¡Voy a ayudarlo!, dice Ramón y sale a la cubierta, el viento y el agua lo obligan a achinar los ojos, se queda quieto, por un instante duda, pero cuando ve a Héctor solo tratando de liberar el ancla, se decide y avanza hacia él. Ricardo, acurrucado en un rincón del suelo, siente que ese es su lugar. Desde ahí ve la cubierta. Desde ahí vislumbra a Héctor y Ramón agachados sobre la proa.
¡Héctor!, dice el Tordo y un rumor le hace volver la vista a babor. En realidad no es un rumor. Es un ruido como a demolición. El cielo refucila y alcanza a ver la masa de agua que está a punto de romper sobre ellos.
¡No!, dice.
La ola arrastra todo el peso del Santa Ana sobre una banda y barre la cubierta. Héctor y Ramón se desbandan y golpean contra la borda. Se agarran de las cornamusas de popa. Tratan de pararse pero el barco se inclina a casi cuarenta y cinco grados a babor. Solo ven el cielo desaforado y sienten el mar rabioso a sus espaldas. El Santa Ana se ladea casi por completo mostrando parte del casco. El Tordo se aferra a la clavilla, las piernas resbalan sobre el piso húmedo. Ricardo intuye lo que está por pasar. Siente miedo pero por primera vez piensa que tiene que salvarse. Mira alrededor pero solo ve problemas. Ve al Tordo, por primera vez, dominado por el desasosiego. Ricardo sabe que el miedo no los va a salvar. Sabe que con el Tordo ya no puede contar. Piensa rápido. Todo transcurre en segundos. O quizás menos. Ricardo se recuesta contra la pared y se agarra de las grampas que sobresalen bajo la ventana. Escucha gritos y mira hacia la cubierta hasta que un ruido a desmoronamiento lo hace mirar al frente. El cielo resplandece y Ricardo alcanza a ver la masa de agua a punto de romper por estribor. Se le aflojan las piernas pero no las manos. Las ventanas de la cabina explotan, Ricardo se estampa contra el techo y el Santa Ana da una vuelta de campana perfecta. Por unos segundos no sabe dónde está. En la oscuridad es difícil orientarse. Siente el cuerpo boxeado, machucado. En segundos la cabina se transforma en una pecera. El techo ahora es el piso. Ricardo quiere salvarse, trata de pensar por dónde salir. El salvavidas lo pega al techo, o lo que sea que ahora es el techo. No lo deja hundirse. Se lo saca. Patalea, bracea en medio de la oscuridad. Encuentra un lugar por donde salir. Se apoya en un cuerpo para escapar pero no piensa que ese cuerpo es el Tordo. En ese momento solo quiere escapar. En ese momento la empatía no existe y más que un cuerpo, es una herramienta. Nada hacia arriba, es lo único que puede hacer. Cuando sale a la superficie, el cielo se enciende y ve el lomo del Santa Ana. Nada hacia el casco. Se aferra clavando sus uñas. Trata de treparlo. Las uñas se le parten. Es imposible subirse. Se agarra de una defensa. Escucha gritos, voces. No entiende qué dicen ni quiénes son. Tampoco le importa. Busca las luces de la costa. Sabe que en algún lado tienen que estar. Cree verlas a los lejos. El Santa Ana se hunde. Ricardo aprovecha lo último que asoma del casco para impulsarse y empezar a nadar. Bracea, pero las olas lo hunden. Vuelve a salir y las olas lo vuelven a hundir. Sigue nadando. No sabe bien si avanza, si tiene sentido tanto esfuerzo, pero Ricardo nada. Es lo único que su cuerpo le pide. Nadar. Nadar para vivir. Traga agua. Mucha. La garganta le raspa. Los brazos, de a poco, se le duermen. No pasan muchos segundos hasta que se siente agotado. Piensa en flotar. Tengo que flotar, dice, pero ya no tiene chaleco. Tengo que aguantar, dice, pero ya no tiene energías para aguantar. Solo quiere vivir. Sacude los brazos y las piernas con movimientos espasmódicos. La noche es cerrada. El agua es fría. Cada vez más fría. Se le mete en los huesos. Lo vuelve pesado. Lento. Le entumece no solo los músculos sino también los pensamientos. Siente las piernas pesadas, casi no las puede mantener a flote. Se deja llevar por la marejada. Trata de mantenerse a flote pero las piernas embotadas lo arrastran hacia el fondo. Lucha hasta que los brazos ya no le responden y entonces se hunde como si tuviera un lastre atado al cuerpo.
Cae pesado hacia el fondo. Manotea el agua, trata de sostenerse de nada. Su desesperación desparrama fosforescencias que lo envuelven. No intenta nadar. Trata de salvarse. Gasta sus últimas energías con movimientos despatarrados. Ya no sabe qué hace ni dónde está. Es un molusco en el desierto. Traga agua, mucha y rápido. Empuja hacia arriba pero en vez de subir gira y se hunde aún más. Pelea hasta que siente mil agujas que se le clavan en el cuerpo. Se deja llevar. Se deja arrastrar por la corriente. Solo escucha el rumor lejano de las olas y el ruido asordinado de su cuerpo burbujeando hacia el fondo. Entonces ve pasar al Santa Ana hundiéndose de popa. Lo ve porque el casco se va abriendo paso entre las luminiscencias vegetales que van fotocopiando su forma a medida que se hunde. El Santa Ana va desprendiéndose de su carga y los pescados quedan flotando como una huella que señala la dirección en la que se pierde. Ricardo mira hacia la superficie. Más allá del agua la tormenta sigue encandilando al cielo. Ese resplandor le permite ver los pescados que lo rodean. Recién entonces se da cuenta que tiene los ojos abiertos. Que puede mirar y que también puede respirar como si estuviera caminando por el pueblo. Pero esta certeza no lo desconcierta, sino que lo alivia. Está suspendido en el mar como podría estarlo en el espacio: los brazos abiertos a la altura del pecho, las piernas apenas flexionadas, la sensación de no estar en ningún lado. Cierra los ojos, siente la presión cada vez más intensa del agua sobre su pecho. De a poco, va entrando en un cono de oscuridad y silencio. Se deja ir hasta que siente algo que le roza la piel, un cosquilleo que le hace abrir los ojos. Y entonces ve, o cree ver, con los refucilos que no paran, que se encadenan uno atrás del otro, un lobo que nada a su alrededor comiendo los pescados. Estira una mano, quiere tocarlo pero el lobo se va. Otra vez está solo. Otra vez en esa caída infinita acompañado por el parpadeo eléctrico de la tormenta. Entonces ve recortarse en la oscuridad el cuerpo macizo del lobo que se acerca moviendo, manso, las aletas. Lo ve y no lo ve. Lo ve cuando el cielo se enciende y después lo pierde de vista. De a poco, como si fuera una película a la que le faltan cuadros, el lobo se va acercando. Flota frente a él, lo mira. Nada alrededor y come los pescados que lo rodean. Ricardo agita, suave, los brazos. El lobo lo merodea, pasa entre sus piernas. Ricardo estira una mano, acaricia el lomo. El lobo silba un sonido agudo, largo y discontinuo y se pierde en la oscuridad. El cielo deja de centellear y una luz vertical atraviesa el agua y se concentra a unos metros de Ricardo. Es una raya de luz en medio de la nada. Ricardo piensa que es la luz del algún barco que vino a rescatarlo. Trata de nadar en esa dirección pero el agua está pesada. Siente que bracea en un mar de engrudo. La luz, piensa, la luz, dice, y escucha cómo burbujean sus palabras contra el agua. Después, algo le llama la atención. Ve formas que se recortan más allá de la luz. Poco a poco los bultos se van acercando, van recuperando las líneas que los definen. Son lobos. Muchos. Aparecen de todos lados, como si hubieran estado expectantes entre las sombras. Se concentran alrededor de Ricardo, lo observan. Ricardo mira hacia arriba, el resplandor lo enceguece. Los lobos se mantienen en el límite del fulgor. De a poco, empiezan a girar alrededor de Ricardo. Giran despacio, todos al mismo ritmo, todos en la misma dirección. Y mientras giran se van sumando otros lobos. Lo envuelven formando un embudo que se angosta hacia sus pies. Ricardo apoya los pies sobre los lomos blandos de los lobos. Entonces la luz cenital se apaga pero el cielo vuele a encenderse con los relámpagos. Ricardo ve el revés de las olas colapsadas por el vértigo de la tormenta. Los lobos empiezan a girar más rápido. Se transforman en una mancha oscura en la que Ricardo está encapsulado como si fuera una crisálida marina. Los lobos nadan hacia la costa. Lo arrastran lejos de la tormenta. Lo liberan no lejos de la orilla.
9
Ricardo da las últimas brazadas. No sabe cómo. Tampoco piensa. Solo mueve los brazos. Desesperado. Hasta que una ola lo arrastra y sus pies tocan la arena. Camina, trastabilla. Varias veces se cae. Se para y sigue caminando entre las olas. Tiene el cuerpo entumecido. Llega a la orilla. Se le agarrotan las piernas y cae de frente. Trata de pararse pero no puede. Con las manos se arrastra por la arena. Usa los dedos como garras. Avanza unos metros. No puede más. Las manos ya no le responden. Con el último esfuerzo gira y se queda mirando el cielo. Ya no hay rastros de la tormenta. La tormenta se destejió con el viento desde el oeste. Aunque si pudiera mirar hacia el sur, vería un cúmulo de nubes negras descargando su furia sobre el mar. Se le cruzan imágenes inconexas y en todas están su hija y su mujer. Abre la boca, escucha su respiración. Siente un escalofrío que le sube desde los pies. Un espasmo que lo hace vibrar contra la arena. Una puntada en algún lugar impreciso de su pecho. Después, de a poco, cierra los ojos.
El sol sube, el cielo está límpido, las olas rompen sobre la arena, una gaviota se posa sobre el cuerpo de Ricardo.
Esta historia no hubiera podido ser escrita sin el aporte invalorable de Ricardo Simón, hombre de mar como pocos. A él le debo toda la verdad que pueda leerse en estas líneas.