Claudia Aboaf – Débora Mundani

Recuerdos de la infancia donde las letras se funden con los dibujos, con el exilio y con la memoria. Escrituras que dejan sus huellas en la piel y geografías que marcan la escritura. Reflexiones sobre la propia voz y sobre la herencia de clásicos como Borges, Saer, García Marquez o Todorov. Y el río, siempre el río. Estos son algunos de los muchos temas que abordan y nos regalan Débora Mundani y Claudia Aboaf en estas hermosísimas cartas.

Querida Claudia,

Me quedé pensando en la conversación que tuvimos el otro día, cuando me dijiste que con el género epistolar no te llevabas muy bien. Yo tampoco, te dije. Aunque no es cierto. Permitime retractarme: no es el género el que no me gusta sino la incomodidad de saberlo en esa frontera liminal entre lo íntimo y lo público aunque hoy esa frontera esté por completo en crisis y haya alcanzado todos los soportes de escritura y oralidad.

Las cartas ocupan un lugar imprescindible en mi vida. Por ellas, aprendí a leer y a escribir. Los libros llegaron después. Apenas tenía un poco más de cuatro años cuando comenzaron a llegar las primeras. Esas cartas tenían la voz de mi madre y el trazo en letras, números y dibujos de mi amiga Jordana, un año mayor. Pocos meses después del golpe del ´76, ella y su familia debieron exiliarse en Venezuela. Nuestros padres eran grandes amigos. Vivíamos a pisos de distancia en el mismo edificio, construido por una cooperativa. Pasábamos el día juntas. A veces en su casa, otras en la mía hasta que estar en la suya se transformó en algo peligroso. No sé cuánto tiempo transcurrió entre ese cambio en nuestras costumbres cotidianas y el día que entendí que ella no tocaría más la puerta de casa. Sin saberlo, las cartas le iban dando una nueva forma a mis días.

La correspondencia que cruzaba el continente de Norte a Sur y de Sur a Norte era el hilo que nos unía, un tejido hecho de signos que, cómo podíamos, plasmábamos en un papel. Para aquel entonces, ninguna de las dos había empezado la primaria. La primera carta que recibí era una escalera numérica del 1 al 104 y el dibujo de dos personas dentro de un rectángulo. Las cartas siguientes tenían la voluntad de la palabra escrita. Hoy las releo y me cuesta entenderlas, apenas entre líneas logro descifrar las intenciones, como aquella en la que aparecen las palabras colores y Venezuela y descubro que la carta está divida en renglones escritos en amarillo, azul y rojo. Varios meses después, cuando las dos comenzamos la escuela, nuestra escritura se desplegó en el papel. En esa época la preocupación manifiesta de nuestro intercambio epistolar era rescatar la conquista de nuestras nuevas y maravillosas habilidades: leer y escribir.

Me pregunto, ahora, si fue una decisión pensada la de nuestros padres no escribir por nosotras o si fue una respuesta de supervivencia, como si contarnos con su letra hubiera sido desdibujarnos. No es casual que nuestras cartas estuvieran plagadas de dibujos. Ese sobre de papel finito con la estampilla pegada en el margen superior cifraba todo lo que no podíamos ni sabíamos decir: destierro, tristeza, miedo.

De alguna manera había que volver a empezar. Los colores de la bandera venezolana me estaban dando la pista de que ésa era la nueva patria de mi amiga. La mía era bastante incierta. Nuestras escapadas a Dique Luján, donde teníamos una casita, cada vez eran más frecuentes. En los meses fríos pasaba el día trepada a los árboles. Desde la altura podía contemplar la orilla de la isla. Nunca estábamos solos aunque faltaban ellos. Su ausencia se hacía más persistente. Fue en verano, cuando vivíamos sumergidos en el agua, que aparecieron las primeras marcas en mi piel. Pocas y leves. Después se arraigaron para no irse más. Convivo con la psoriasis desde aquel tiempo. El cuerpo como territorio de escritura. La escritura como patria. Y pienso en Juana, tu Juana de El rey del agua, su camino hacia la inmaterialidad del cuerpo y el de la memoria. ¿Acaso sea posible?

Cuerpo, agua y cartas. El río como devenir y la escritura como ancla, tal vez.

Un beso y un abrazo.

Débora.

***

Querida Débora,

Te contesto inquieta por las entrelíneas de tu carta en las que imagino sus vidas, la tuya y la de tu amiga. En los años setenta en Argentina llevábamos una vida entrelíneas, evitando menciones peligrosas.

En cuanto al “género” -término a punto de desplomarse por su propio peso-, el género epistolar me aterra. ¿Nunca pensaste si se perdió una carta en el intercambio con tu amiga en el exilio? ¿Llegó alguna abierta, interceptada? Entregaban al sistema, al correo, a otras manos sus cartas. Como dice Pauls en su novela epistolar El pudor del pornógrafo: “nada más amenazado, nada más precario y frágil que ese lazo de intimidad que la carta sella con su autor y con su destinatario”. Una carta perdida en una pila demencial, o violada, leída por Otro. Comparto tu “incomodidad de saberlo -al género epistolar- en esa frontera liminal entre lo íntimo y lo público”.

Sin embargo, te escribo.

El destino forzado de tu amiga y su familia fue un país, que en clave privada era “amarillo, azul y rojo”. Tuviste que buscar los colores de esa bandera; descubrir esa nación lejana. Para vos, en cambio, dejás una patria sin bandera, una “patria bastante incierta”.

Hace seis años imaginé que ponía un dedo cerca de un mapamundi y lo hacía girar sin detenerlo. Tal era la libertad de poder elegir donde vivir. O por lo contrario, suelta de todo, declaraba: que el destino apunte las coordenadas.

Me había quedado sin casa, pero podía comprarme una. No me decidía si ir a una inmobiliaria o persistir con Céfiro, el viento mensajero del destino. Los muebles se habían ido junto con mi casa así que miraba atenta a mi perro marrón que vendría conmigo. Tiene barba blanca, y una tarde, levantó la cabeza hacia el cielo, sus fosas nasales abiertas al aire vacío, completo de información olfativa. Adónde vamos querido, le pregunté ese día. No envidio la vista corta de perro, pero cuando se trata del olfato, confío. Todavía lejos de la orilla, con la lengua afuera, relajada, y los ojos entrecerrados, olió río.

Me prestaron una casa y mientras íbamos en la lancha colectiva podía ver el monte blanco, apenas una franja verde entre el río y el cielo. Habíamos subido al barco con torpeza, a él le cuestan las escaleras y yo me sentía extranjera. Ya en el Canal Honda, según lo nombraba un cartel clavado en el barro con alguna técnica que no imaginaba perdurable; navegando en ese río ancho me preguntaba si “elegir” era una ficción, y de verdad me dejaría llevar por el mensajero de la primavera, Dios del Viento suave para que me deje en alguna Cueva. ¿Y si la búsqueda incierta de una patria, tu búsqueda de pistas, querida amiga, daba por resultado una tierra anfibia, como la del Delta del Paraná? Las certezas en cambio nos habrían llevado a tierras rocosas, o a cuadrículas cementadas.

En ese viaje a motor, acunada en uno de los barcos de madera que aguantan por años la friega del agua, continué observando a través de la ventana guillotina. Árboles, pájaros, aguas. Con ellos armé un paisaje reconocible, o como Sarmiento, aluciné los ceibos tan enrojecidos y los juncos que copian el viento (como sabría después los gráciles juncos también atrapan, fijan, arman islas). Sin memoria infantil -evocación engañosa autorizada- para la zona, como tus escapadas a Dique Luján, querida Débora, armé recuerdos en los que igual no confío.

Amiga, autora de un hermoso libro, titulado nada menos que El Río: sin memorias quedé fuera de toda estirpe.

Pero fuera de todo, algo queda.

Vivimos en los humedales, no en la isla. Desde aquí mi perro percibe el olor que la enorme masa de agua desprende. Y yo me sumerjo de cabeza, y esto es tanto literal como no lo es, en este lugar líquido y extraterritorial. Tal vez lo fantástico, como dijo Todorov, sea el resultado de la imposibilidad de decidir.

Pero jamás dejaría sin contestar tu pregunta final: si es posible que el cuerpo sea el territorio, y aludís a Juana, un personaje de mi novela El Rey del Agua que elige (¿elige?) la inmaterialidad. Ya Descartes imaginó que el pensamiento humano podría vivir liberado de huesos y carne, lo que no soñó jamás es que ese yo maravillosamente autónomo podía vivir en las redes como le sucede a Juana, o también, querida Débora, en la escritura como patria.

Una nada de juncos divide el río ancho. El Aguaje del Viejo a la izquierda mezcla allí las aguas con el Falso Zueco que deriva a la derecha. Esa isla en formación que avanza, esconde justo detrás al inmenso Río de la Plata. Con esta vista me despido,

besos y abrazos

Claudia A.

***

Querida Claudia,

Pasan los días y aún conservo la imagen con la que cerraste la carta anterior. Pienso en los colores del agua y el humor del río sacudido ante esa palabra que arrojaste sobre la superficie. Veo sus ondulaciones nacer como una señal que reverbera de una orilla a otra. Estirpe, dijiste. Sin memorias quedé afuera de toda estirpe. E invocaste los plurales de la memoria. ¿Cuántas memorias individuales hacen la memoria colectiva? No hay operación matemática que pueda dar una respuesta. Seremos los hombres y mujeres en las calles los que podamos encontrar una en estos tiempos que corren. Tiempos donde parece vislumbrarse al voluntario como la banalidad del sujeto histórico. Estirpe. Me resulta imposible oírla y, cercada por estos pensamientos, no evocar Cien años de soledad.

Hay libros que cobran una dimensión que, con el tiempo, excede el propio texto. Todavía me parece extraño recuperar ciertos sucesos que de tan alejados los creía perdidos y, sin embargo, mantienen una relación indisoluble con el presente. Este cruce epistolar me recuerda un sueño recurrente. Siempre el mismo aunque en diferentes versiones: soy pequeña y estoy junto a otros en la habitación de una casa que parece ser la última de la propiedad, en un determinado momento todos debemos salir; mientras salimos advierto que me estoy olvidando algo importante y al regresar, sola, descubro que la casa no termina ahí, que detrás de la última pared hay más, un resto hasta ese momento ignorado y todo se vuelve luminoso. Aquel libro de García Márquez y otros, que llegan en cascada a mi memoria, como Bestiario, Conversación en la catedral, Crónicas marcianas, El barón rampante inauguraron un modo de acceso a la lectura y su disfrute. Una práctica colectiva que mantuvimos durante muchos años varios compañeros del secundario. Navegábamos los libros, no había redes, aún. O mejor dicho, las redes éramos todos y cada uno de nosotros, llevando libros a clase, pasándolos de una mano a la otra. Nos sentábamos en algún rincón y antes de que conociéramos la palabra spoilear hacíamos todo lo posible para compartir la lectura sin arruinársela a nadie. Treinta años, demasiados como para recordar fielmente el final de un libro: las estirpes condenadas a cien años de soledad no tenían una segunda oportunidad sobre la tierra.

¿Cuál es nuestra estirpe?

Vuelven, sin proponérmelo, la idea de patria y escritura; de cuerpo y territorio. Junto a las cartas que llegaban de Venezuela, algunas por medio del sistema de correos y otras de la mano de algún amigo o familiar que viajaba a Caracas, venían algunos regalos que, en la mayoría de los casos, eran para mis padres. Libros y música. Entre esos libros, estaba el de un poeta venezolano, Juan Liscano. Nunca se me dio por prestarle atención hasta que muchos años después encuentro uno de sus poemas impreso en papel rústico, color verde, sobre la mesa de luz de mi viejo: Se regresa siempre, durante toda la vida, de los más diversos modos, en viajes por hacer, en edades mitológicas, a ciertas moradas pretéritas de constante presencia. Me pregunto si no es la escritura un modo de regreso. Si es posible volver sin recuerdo de pasos. A tientas. O como propone Saer en El río sin orillas en una versión más adecuada del fragmento de Heráclito: cada uno trata de entrar, infructuoso, como en un sueño, en su propio río. Quizás de esto se trate mi patria incierta.

Un beso y un abrazo,

Débora

***

Débora:

Tu carta llega en estos días en que se festejan los cincuenta años de Cien años de Soledad. Los ´50 de Cien. Me decís, querida, que en mi carta anterior arrojé la palabra “estirpe” agitando el agua. Y la linkeás con el final del libro de Gabo: las estirpes condenadas a cien años de soledad no tenían una segunda oportunidad sobre la tierra.

Así cierra la historia de la familia Buendía. Describís que recuperar esa lectura de Gabo te remitió a un sueño recurrente de sucesos que de tan alejados los creía perdidos y, sin embargo, mantienen una relación indisoluble con el presente. Lo que precede a ese corolario que citás de Cien años de Soledad es el desciframiento de los manuscritos del sabio alquimista en la novela, donde todo es simultaneo como en El Aleph de Borges: el primero está atado a un árbol y al último se lo están comiendo las hormigas. Es el primero de la estirpe que quedó así envejeciendo.

Y ya fuera de la línea de tiempo, Borges o Gabo nos proponen en esos textos, que los sucesos alejados y el presente podrían estar en tu mismo sueño: la pequeña, la Débora de ahora y el mismo libro.

Quiero contarte, amiga, que desde mi casa de los humedales, fui adentrándome en el Delta, conociendo los ríos. Ahora puedo describir rutas por estas calles acuáticas: Carapachay, Angostura, Espera, Ramita, Rama negra, Capitán. Pero aún nombrándolas, luego de mi paso, en bote o en lancha, el río marrón aquieta la superficie, queda tersa como la cerámica. Y si meto el cuerpo, insistiendo en ocupar un espacio en esas piletas de natación larga, atenta a la vegetación de los márgenes, y me roza un camalote con una vara lila, o algo que no será visto me suscita un grito, no hay en el río un recuerdo de pasos. No lo habrá, por supuesto, de mi paso. Tampoco de mi perro que huele el Delta haciendo equilibrio sobre el bote sin ningún esfuerzo. En las islas se levantan casas montándolas sobre pilotes, así las distancian de las mareas de agua ambarina. En el continente con sus humedales, suelo gredoso de achiras y árboles bajos, el agua avanza a la manera del agua: surge de las napas, cae del cielo, corre según la topografía. Mi casa se salva, alguien agregó tierra, tosca, modificó la geografía. Pero en esos días intensos, el agua marrón se desliza, me rodea y quedo aislada por al menos dos días. Es la declaración de este territorio líquido, y mi perro ama mojarse las patas.

Te preguntás si la escritura es un modo de regreso, si es posible volver sin recuerdo de pasos (me encanta esa frase). Creo, con una amplificada disposición a creer, que Gabo, Borges, nos acercan. Que la literatura puede enrular el tiempo, salvar cualquier distancia.

Te dejo con esta cita de Lezama Lima (el oscuro, el anti Gabo): «Calmoso como la noche,/ la fiebre le hizo agotar la sed/ en ríos sumergidos,/ pues él buscaba un río y no un camino».

Gracias por tus cartas,

Claudia

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