Un barco más o menos bonito Por Hernán Ronsino

El 5 de mayo se cumplen 45 años de la desaparición de Haroldo Conti. La figura de Conti no es una figura olvidada dentro de la literatura argentina. Su obra se reedita periódicamente y hay una serie de instituciones y de políticas culturales que mantienen encendida su memoria. También mientras Conti vivía sus libros eran reconocidos. Cuando apenas tenía publicadas dos novelas y dos libros de cuentos, por ejemplo, apareció en 1969 un libro escrito por Rodolfo Benasso titulado El mundo de Haroldo Conti. Publicado por Galerna, y con un Conti que rondaría los cuarenta y cuatro años, el libro repasa, minuciosamente, cada uno de los textos publicados hasta ese momento y esboza una lectura. Allí – a partir de Sudeste y de Alrededor de la jaula –Benasso plantea una hipótesis más que interesante: leer Sudeste como una “anatomía de la soledad” y leer Alrededor de la jaula como una “anatomía de la nostalgia”. Esas dos líneas – soledad y nostalgia – serán fuertes pilares en la totalidad de la obra de Conti.

El reconocimiento en vida, entonces, también incluye, además de otros ensayos críticos, los premios recibidos. Casi todos sus libros fueron premiados en concursos prestigiosos (Fabril, Seix Barral, Casa de las Américas). De este modo, cuando Conti es secuestrado en 1976 por la dictadura militar y su cuerpo desaparece, después de ser torturado, el autor de La balada del álamo carolina ya era un escritor reconocido y con una obra consolidada dentro del mapa de la literatura argentina.

Escritura y experiencia

Hemingway dice en el último párrafo de Muerte en la tarde que hay que escribir cuando se ha logrado saber algo, no antes ni demasiado tiempo después. Esta frase dibuja un modelo de escritor. Una forma de involucrarse con la realidad. Escribir es, en esta concepción, sólo una parte de la aventura: antes se vive, intensamente, explorando el mundo. La escritura crece, bajo este formato, desde adentro y luego empuja para salir en el momento justo. El proceso de narración, con su elaboración interna, se acerca, de esta manera, a una especie de tiempo natural. Hemingway, en este sentido, fue un modelo. Y como modelo marcó a toda una generación. A mediados del siglo XX, la obra de Conti se nutre del espíritu de ese modelo de escritor.

Son conocidos los distintos oficios que Conti fue vivenciando a lo largo de su vida. Después de una frustrada experiencia en el seminario de los padres salesianos, se lanza al mundo: trabaja en un banco en Olivos, compra un camión, estudia filosofía, enseña en una escuela rural, trabaja en cine, se interna en el delta, construye un barco, se vuelve navegante, naufraga. La escritura de Conti, de este modo, se alimenta de los oficios terrestres. “Yo soy escritor nada más que cuando escribo. El resto del tiempo me pierdo entre la gente”.

Sudeste se publica en 1962. Es la primera novela de Conti y cuenta la vida del Boga: un muchacho pobre que vive en el río y trabaja en la cosecha del junco. Trabajaba para el Viejo pero un año el Viejo se enferma y lo llevan a la fuerza al hospital de San Fernando. El Viejo hubiese querido morir en su ley: en el río. Pero muere atrapado, en una cama de hospital. Desde la muerte del Viejo hasta el hallazgo del barco abandonado, el Boga se lanza al río. Solo. Su bote podrido, el primus y unas pocas cosas. Es aquí donde la novela cobra una fuerza estilística, de clima, fundamental; es lo que hace de la pluma de Conti algo imborrable: en este tramo la respiración del texto es el ritmo del río. Conti crea, igual que Pavese, un clima, una atmósfera. Se pone a narrar ahí donde otros callan. Y, con la respiración del río, el relato se nos va metiendo adentro; asentándose, de a poco, como el barro en la orilla.

La ciudad y el pueblo

La ciudad que dibuja Conti a partir de Alrededor de la jaula y de los cuentos de Con otra gente, es un espacio marginal que se articula, por ejemplo, desde plaza Italia, los alrededores del zoológico, los bordes de la costanera hasta el bajo. Con personajes taciturnos, entrañables o miserables que están físicamente en la ciudad pero desean otras regiones, desean ser otros. Circulan como fantasmas, como vidas derrotadas que, por momentos, relumbran. Los personajes, en general, tienden a trazarse a partir de duplas, en algunos casos son opuestos, en otras se complementan: Silvestre y Milo; el viejo y el Boga; o el viejo y el narrador en “Todos los veranos”. En vida es la novela que profundiza esa investigación sobre una ciudad y sus alrededores que ya no existen.

Hay otro recorrido posible en la obra de Conti, un recorrido inverso al camino que recorre su propia biografía: parte del universo de Sudeste, es decir, el delta, los ríos, para pasar luego por una Buenos Aires marginal, en Alrededor de la jaula, y de allí, lentamente, ir en busca de su ciudad natal, Chacabuco o de ese territorio mítico que construirá en Mascaró.

Los cuentos sobre Chacabuco incorporan una mitología atravesada también por la nostalgia pero en donde la soledad del Boga o de Oreste, por ejemplo, esa soledad existencial, profunda, se diluye, más bien, en una comunidad añorada y posible, con sus propias tensiones pero cargada de personajes, algunas veces trágicos, que, al final, terminan volviéndose entrañables: Basilio Argimón, los novios, el tío que corre hasta Bragado. Es la comunidad, en definitiva, la que les da sentido y los mitifica.

Si a partir de los años veinte, como se dice, la escritura de Roberto Arlt introduce, de algún modo, condensada la nueva lengua orillera – esa mezcla entre inmigrantes y criollos – que se está gestando en la cambiante Buenos Aires; es con Conti, varias décadas después, que esos gringos de la pampa húmeda incorporarán su voz y sus experiencias de primera mano en la literatura. Un hijo de esos inmigrantes pampeanos construye un mundo con ese rumor de fondo.

El camino

Hay un tema recurrente en casi todos los libros de Conti. Es la posibilidad de una fuga, de dejar una vida, una vida burguesa para lanzarse al camino, o para ser otro. Esa figura aparece por ejemplo en “Todos los veranos” cuando el viejo dice: “He decidido cambiar de vida de punta a punta, en eso estoy”; aparece, sin dudas, en “El último”: “Un buen día me hice vago”; o en la novela En vida, una novela que, después de haberla escrito, Conti sintió que se quedaba vacío y que es, sin dudas, la cumbre de esta fuga inminente.

Pero será con Mascaró, el cazador americano, la última novela de Conti, donde ese deseo por tomar el camino y dejarlo todo en manos de la aventura cobrará una forma acabada. Es Oreste, otra vez, el que irá por los caminos entre barcos míticos y un circo con personajes que se encienden y se consumen como “llamitas en el río”. Allí el Príncipe Patagón dirá unas palabras, antes de brindar, que definen muy bien el espíritu de la escritura de Conti o, mejor, el alma de su mundo: “¿Qué hay para adelante? Caminos (…) Todo sucede. La vida es un barco más o menos bonito. ¿De qué sirve sujetarlo? Va y va. Conviene pasarla en celebraciones, livianito. Todo es una celebración”.

Este texto fue publicado originalmente en la revista Ñ.

4 comentarios en “Un barco más o menos bonito Por Hernán Ronsino

  1. Excelente, muy lindo. Quería saber quién es el autor del texto que aparece en el correo, lo busqué en google y no lo encontré. ¿Es también Ronsino? Porque es bellísimo:

    «El río está ahí. Y su presencia golpea los ojos. Se habla de una despedida. Nunca me había metido tan adentro en las islas. Estoy parado en la punta del muelle, mirando a los muchachos metidos en el agua: nadan, saludan a los barcos, juguetean, hablan de una despedida. Yo no me decido a tirar. No me decido hasta que la luz me convence. Podríamos decir que es la luz. Entonces me quito la ropa. Esa sensación primitiva de quitarse la ropa, de prepararse para hundirse en el agua marrón, el agua del río, el agua que es una incógnita, el agua que viene arrastrando tierra desde la pampa o el litoral. Bajo por las escaleras de madera. Pienso en esa resistencia. La madera resistiendo el agua, día y noche, todo el tiempo. Es un quebracho, resiste lo que sea: el río o la fuerza de un tren. Y decir eso da cierta calma, cierta seguridad. Decir quebracho. Alguien dice así: quebracho. Y las cosas continúan, reposan sobre una certeza. En el agua los muchachos se confunden con la luz de la tarde, pierden nitidez en esa oscuridad, en la alegría de los cuerpos que se mueven reencontrando algo lejano. Todo parece una pintura de los años cincuenta, de un pintor belga o norteamericano. Se me ocurre eso. Pero estamos en el Tigre. Estoy parado en el último escalón del muelle. Después viene el agua, con su bamboleo. Alguien grita: «¡Dale!». Y entonces salto. Soy el último. Pero, en el aire, siento que fue la luz. La que me convence para tirarme es la luz. Nunca estuve en el río, así, confundido con su color, con su movimiento. Respiro. Nado o tanteo el agua. Me acerco a los muchachos. Hablan de una despedida. Hablan de un barco nocturno que deja estelas de colores. Pero yo, marrón, restallado por el sol, poco nítido, como nunca antes, por fin, me siento parte de una tribu.»

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