Esta vez, Carapachay convocó para el diálogo epistolar a María Pía López y Verónica Gago. Ensayistas, escritoras, docentes, lúcidas interpretes de los entramados sociales, escriben aquí para pensar, desde la intimidad de las cartas, nuevas formas de abordar la realidad. “Me obsesiona narrar, reponer una historicidad en riesgo, construir una hospitalidad en el plano mismo de la lengua, una hospitalidad que implica saber del pasado, lo que se hizo, lo que se hace, lo que se amasó, lo que se espera, lo que se imagina”, dice López. “Ahí estamos, embarcadas” sentencia Gago, a modo de respuesta, en este diálogo imperdible.
Querida Verónica:
Dudo un rato, antes de empezar. ¿Cómo se escribe una carta cuando estamos acostumbradas a la conversación, al cotilleo, al mail rápido o al chat? ¿Cómo volver al género epistolar, tal como nos invitan los amigos de Carapachay y hacerlo en público? Algunas veces, en mi balbuceante trayectoria como investigadora, fui a ver correspondencia al Archivo General de la Nación. Te daban –te dan, supongo– cajas de archivo con cartas y documentos. Andaba tras una carta de Lugones a Roca (el mentado general), que un investigador anterior había visto y me había comentado, con insistentes sugerencias de lectura. Nunca la encontré. Pero igual me detenía ahí, a fracasar chusmeando los papeles. Las cartas parecían escritas para ser públicas, para terminar en un archivo nacional, para ser observadas, no sólo por su destinatario explícito, sino por posibles testigos. Toda carta está a la vista. Como la carta robada. Precisamente eso, a veces, las hace invisibles o ilegibles. Documento escrito, se nos presenta como inmediatamente público. Las redes hoy exacerban eso, pero se privan del juego complejo entre lo privado y una expectación más general, ya dada aunque no tenga lectores. No es lo mismo, me parece, reenviar un mail que mostrar una carta. La carta recibida se muestra y se retira. Leéla y dámela. O se roba. Procedimientos, superficies, experiencias. Nuestra relación con la palabra está hecha de esas tramas, del modo en que las inscribimos en zonas más o menos duraderas, en pergaminos más o menos ajados, en pantallas más o menos líquidas. En libros, en documentos, en diarios, para otrxs, para nosotrxs. A pedido y sin espera, como soliloquio o en la trama misma de los hechos colectivos.
Toda carta está a la vista, incluso las de los tahúres en un casino. Pienso que esta época es precisamente la de la más extrema visibilidad. La imagen, como supo ver Serge Daney, puede ser obscena allí cuando muestra el poder sin velos. Él lo decía a propósito de una escena, en un filme de Pontecorvo –Kapo–, en la que un prisionero de un campo de concentración muere contra la alambrada. Quizás esa imagen quiso ser denuncia pero resulta otra cosa: subrayado de lo explícito, obviedad de la alusión, escena remarcada en la que el poder triunfa. Cierta lógica del poder no necesita tanto el ocultamiento como su sincera exposición. La sincerísima exhibición de su presencia. Por eso, algo resulta inquietante en este tiempo: sentir que las palabras, pensadas como denuncia, no dejan de correr el riesgo de alimentar la más brutal de las expropiaciones, de volverse imagen o certeza especular. Parte del todo (del espectáculo).
Siempre hablamos y pensamos bajo esa amenaza. Martínez Estrada imaginaba un lector con miedo y soñaba un escritor valiente, por lo menos de a ratos. No por inadvertido o confiado, sino por capaz de sobreponerse al miedo que atraviesa. El nuevo tiempo político de la Argentina se trama sobre la apología abrumadora del orden existente, es pura sutura del hiato o de la distancia en la que la política es posible. Sutura en la apología del capital y en la reposición de todo disciplinamiento; sutura en la reducción del lenguaje a tautología; sutura cuando vuelve a la poesía y al arte estéticas publicitarias; sutura cuando convierte el pensamiento crítico en moneda académica; sutura cuando produce estrategias de ordenamiento social en el que cada quien debe mantenerse en su lugar; sutura cuando impone modelos de vida, de afectividad y de deseo como únicos posibles; sutura cuando construye al presente como pura temporalidad desgajada, privada de historicidad y cerrada sobre sí misma.
¿Estarán las cartas echadas? ¿Cómo saberlo, si el modo de saber no puede surgir sino de la experiencia, de la ceguera y la lucidez sensibles? La historia es un río de curso incógnito, que a veces se bifurca y se hace delta, otras se desborda y constituye un nuevo territorio, una zona desconocida, o permanece como río subterráneo, a la espera. Una puede estar a la espera, con la oreja en tierra, escuchando el rumor de lo que no se ve en superficie. O boyando, en las precarias canoas que flotan sobre la brava tempestad acuática. Oliendo un riachuelo contaminado o abismadas en el río sin orillas que hace borde a esta ciudad. ¿Cómo saber si las cartas están o no echadas? ¿Si el río es cauce seco, brazo al mar o reino de Caronte?
Apenas puedo intuir qué hacer contra los movimientos dominantes de un presente oprobioso. Me obsesiona narrar, reponer una historicidad en riesgo, construir una hospitalidad en el plano mismo de la lengua, una hospitalidad que implica saber del pasado, lo que se hizo, lo que se hace, lo que se amasó, lo que se espera, lo que se imagina. Hacer historia, no para descubrir el documento adecuado, el dato que nos faltaba, o el hito capaz de invertir lo conocido. No, no se trata de eso. Narrar historias para encontrar tonos y lenguas, poéticas y sueños, apuestas y derrotas. Narrar es construir un lugar en el que habiten las voces de otrxs y sean audibles. Narrar es escuchar el territorio –como piensa Liliana Herrero– que se inscribe en una voz. Pero también armar el archipiélago de los textos previos, tradición sin tradicionalismo, archivo sin catalogación, tesoro sin atesoramiento ni custodia. Historiar como hace historia Rancière con sus bellos libros sobre el mundo proletario; narrar como hace literatura Guimarães Rosa, entre la invención de un lenguaje y la recopilación poética del habla mineira. Narrar es todo eso, como es contar los cuentos a los niños, leer en voz alta en una clase, desplegar un modo de decir que provoque una ensayística acordoneante allí donde se machaca la tautología.
Pienso que ahí hay una política posible. En tu libro usas la imagen del tiempo hojaldrado. Si el tiempo lo es, las palabras –materia de la duración– deben serlo. Todos los tiempos están en la lengua, desde la insinuación futura hasta los arcaicos linajes. Etimologías y neologismos, tradición y presente. En la actualidad el movimiento dominante es el de suprimir esas temporalidades, dejar las palabras desgajadas, sueltas en una atmósfera que las desentiende, las congela, las vuelve jerga, slogan, latiguillo. Allí donde la lengua deviene jerga es porque el lenguaje es pura ideología. Lo decía un filósofo alemán. Contra eso, historizar-narrar, conjugar los tiempos sin linealidad alguna, sino en su coexistencia. Ser inactuales, abrir, con tajos y murmuraciones, la asfixia de la actualidad. Eso no debería ser objeto de declaración sino surgir, como evidencia o alusión, del propio lenguaje. ¿Cómo hacer? ¡Qué sé yo! Sé, sí, que escribo tanteando el lugar en que sería posible. Me veo, ridícula, jugando al gallito ciego de la escritura. Y la piñata que se escapa, siempre, o te cae en la cabeza y te deja muñeca enharinada.
Bueno, amiga, te dejo por ahora. Seguimos luego. Un abrazo,
Pia
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Hola Pia:
Además de raro escribirte cartas, es raro que recibo la tuya por mediación de otra persona: Guiñazú, el editor de la revista que nos invita. Pienso hace días qué puedo contarte, por este medio extraño y que, antes que leas, va a leer el editor, y que valga la pena compartir con un público que estaríamos desde el inicio invitando a esta falsa intimidad o, más justo: a esta intimidad pública.
Tengo imágenes vagas de la revista. No termino de ubicarme. Creo intuitivamente que son todos de Chivilcoy, que sólo por eso se explica la obsesión con Sarmiento y con el agua que empapa estas páginas. Pero seguramente esto no es exacto. Aunque algo de eso probablemente se entremezcla. Parece que Sarmiento sugiere el trazado de Chivilcoy teniendo en mente a Baltimore. Busco fotos de esa ciudad norteamericana y salta a la vista la importancia de su puerto. Tal vez Sarmiento deliró con su analogía a partir de que Chivilcoy, en medio de la planicie extensa, nombra la reunión de todas las aguas, en referencia a la desembocadura del arroyo Las Saladas. En todo caso, de Baltimore a Chivilcoy podría ser una ficción del inicio siempre absurdo de las invenciones, traducciones y correspondencias fantasiosas. Al instante, me doy cuenta de que no sé nada de la historia de Chivilcoy, a pesar de haber nacido ahí.
Cambio de tema. Además, todo esto viene a cuento por no saber por dónde empezar. Vos te fuiste al archivo. Y, más acá, al problema de cómo se habla de política, la lengua de la política, a la filigrana de hacer política con palabras. Y al barullo en que todo eso puede convertirse muy rápidamente. Patologías de la hiper-expresión, lo llama Bifo, un filósofo que –aún así– hace furor en las redes, donde sus frases se llenan al instante de clics que dicen “me gusta”. La pulsión permanente a decir en qué estamos, qué opinamos, con quién estuvimos, qué leemos, qué pensamos, alimenta el algoritmo de la valorización a la vez híper abstracta y tan apegada a nuestros mínimos gestos y pendiente de volver productivas nuestras ansiedades. Es Achille Mbembe, otro filósofo, quien subraya con elegancia que hoy somos individuos presos de nuestro deseo: que sólo hay posibilidad de gozar si reconstruimos nuestra vida íntima públicamente y la ofrecemos como mercancía capaz de darnos valor (presentando el libro de este filósofo con otros amigos lo conocí a Guiñazú en persona y prometí entregar hoy domingo esta carta).
Constatar la aspiración de todo hombre de querer ser filmado era algo que ya hizo Benjamin en los años ‘30. Pero el modo de realización contrarevolucionaria de esa frase no deja de ser impresionante: hoy ni siquiera se juguetea con la posibilidad de alterar las relaciones de propiedad (lo que denunciaba Benjamin del fascismo hiper expresivo). Por eso, el reino de la comunicación tiene todas las de ganar: ahí los combates pueden ser estridentes y vaporosos, fugaces y progresistas. No importa. Todo cabe en el reino de las diferencias estabilizadoras.
Pero creerle a la fuerza de esa estabilización es ya confirmarla en su poder. Darle rienda suelta. De las feministas y de algunas de las más bellas frases de Foucault siempre me resuena la idea de que no hay crítica del presente sin poner en situación nuestra propia actualidad. Eso requiere investigación concreta. No es un estado de conciencia. No es una proclama (o no es sólo una proclama). Y tal investigación crítica –como cartografía, diagnóstico o alteración de las visibilidades– es sólo el comienzo. Viene empalmada con la experimentación. De ahí toma sentido la cuestión filosófica del “decir verdadero”. Cuando habla Foucault en una entrevista titulada “El bello peligro”, alguien que la comenta escribe que podrían intentarse ordenar sus palabras como si se tratara de una “geografía de la voz”, una “audiografía”, que tiene volúmenes y lugares. En la entrevista, sin embargo, el lugar que más aparece es la muerte, escribir para trazar la distancia con lo que ya está muerto y, al mismo tiempo, la escritura como una experiencia “aterciopelada” y aun así emparentada al bisturí. Dice Foucault: “La hoja de papel, para mí, es acaso el cuerpo de los otros”. Es una frase filosa que brilla, pero… ¿será verdad?
En las pantallas hay cuerpos, están llenas de cuerpos, y a la vez no hay nadie. ¿Será distinto en las cartas de papel? Seguro hay que leer las cartas de Néstor Perlongher que acaba de editar Cecilia Palmeiro. Seguro que ahí está el cuerpo, el de él, el de los otros y el de los muertos. Dando cuenta del error y del errar de escribir. Del tartamudeo que delira con la historia. Copio de una reseña una frase que me anoté: “Por mi parte –aparte– prosigo en el errar de mi escritura; acabo de acabar un proyecto de libro denominado Alambres–es como un barroquismo de combate y empieza con una consigna federal: Viva la Santa Confederación, Abajo los salvajes asquerosos inmundos unitarios. ¿Recuperación de nuestro pasado?, ¿o pasada de los repasados? Filosofía del repasador. En esta domesticidad me entibio y yazgo”.
En el tiempo hojaldrado –el Baltimore pampeano de Sarmiento, la muerte aterciopelada con alambres, el clic casi silencioso del diálogo en el libro de las caras (¡y de nuevo Foucault a contrapelo que insiste con que se escribe para dejar de tener una cara!), o el devenir negro del mundo como promesa de futuro de la raza– hay otra Rosa: otra Rosa de la Rosa en la que se enfundaba Perlongher, al mismo tiempo homenajéandola, plagiándola y trayéndola a otras ignotas tierras de exilio. Era la Rosa roja, de quien se publicaron sus cartas de amor en Buenos Aires en 1973, por ediciones De la Flor y que es obvio que la Rosa de acá leyó. Tal vez de allí algo se inspiró, imaginándola cuando escribe desde un hotel que quiere que sea un hogar, de cuando detalla los muebles que acaba de comprar, de cuando está cansada por los nervios de la agitación política. Seguro que en esas cartas encontró cuerpos que aullaban en el papel o que al menos decían que ya basta: “¡Querido! ya es bastante ¡quiero que termine más rápido! No puedo más mi amor. Por desgracia temiendo el allanamiento destruí, por lo que pudiera suceder, tus cartas y ya no tengo nada para consolarme!”.
Y hasta acá llego. Domingo cumplido. Y espero tu próxima.
Verónica
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Vero, querida, cuántas cosas trae tu carta a la conversación. Me pregunté cómo contestar todo, enseguida supe que ninguna carta tiene respuesta. Tiene desvíos, resonancias, ecos, citas, equívocos. O sea, que puedo darme el lujo de la variación.
Esa ida de Carapachay a Chivilcoy, con esa sonoridad ¿ranquel, tehuelche?, y el fondo más utópico de Sarmiento, ahí cuando se quería fundador reformista, e imaginaba el control de las inundaciones y el reparto de las tierras en colonias. Yo nací en la llanura pampeana y fue un malentendido de la naturaleza, porque no había río ni mar donde retozar. Pero el lugar se llama Trenque Lauquen y dicen que se traduce como Laguna redonda.
La ciudad y el nombre tenían tanta nostalgia fantasmal del agua como sus habitantes. En el 87 hubo una inundación, las aguas del río IV de Córdoba se disparataron y empezaron a circular hacia esa llanura secota pero productiva. No hablábamos todavía de cambios climáticos ni la soja había realizado su trabajo de devastación. Sin embargo, el agua vino y arrasó, cortó rutas, interrumpió pasos, tapó casas, mató animales. Del combate con el agua surgió el liderazgo de un intendente fundamental. Trenque Lauquen volvió a ser una gran laguna, con sus periferias inundadas –en toda ciudad hay barrios bajos, que suelen ser los más pobres– y sus accesos interrumpidos. Lo que está en el nombre no se olvida y la laguna volvió por sus fueros.
No ocurrió con los indios. Mansilla, justamente, había hecho su excursión hacia las zonas del río IV, el ahora desbordado. Osvaldo Baigorria toma el camino de Aira y va hacia territorio de la provincia de Buenos Aires con la empresa de dar vuelta como un guante la literatura para ver no su filiación con el poder sino su alianza deseante. O sea, no habrán vuelto maloneando pero sí como materia de la ensoñación argentina.
En algún sentido, la llanura pampeana muestra la derrota del reformismo sarmientino. O lo que se sabe: lo que vino después de la avanzada militar y territorial del roquismo, o sea la efectiva construcción del Estado nacional, poco tenía que ver con aquel ensueño de colonos, farmers y tierras. Se tomaron en serio la lucha contra salvajes y bárbaros pero descartaron rapidito su idea de ciudadanía asociada a cultivos y propiedad territorial. Ema, la cautiva conjuga todo eso: modernización brusca, acumulación de riquezas, juego erótico.
Algunas veces me gustó ir a Santa Rosa de día para ver el color del atardecer en la llanura. Aunque el viaje era infinito y algo de pampeanidad desolada tiene esa ciudad. El año pasado viajé muchas veces a Trenque Lauquen, ahora me queda cada vez más lejos. Llegaba de madrugada. Caminé bajo la lluvia, entre los murciélagos, o entre los ladridos de los perros callejeros. Hace mucho llegamos a la terminal un 30 de diciembre y en el televisor se veían imágenes de ambulancias y cuerpos tirados. Unas horas antes, en Once, escuchamos las primeras sirenas. No sabíamos que ardía la media sombra de Cromagnon. En la necia reacción del intendente luego depuesto anidó la respuesta macrista. O sea: de la humareda surgió también la pesadilla política del presente.
Hay algo en el orden de los acontecimientos, los modos en que se anudan hechos minúsculos, accidentes o contingencias, intenciones y disputas, que exigirían una historización peculiar, por eso me tienta la literatura. Encontré eso en Sergio Raimondi, en su obra poética y también en el modo en que pensó con otros compañeros el Museo del puerto. Lo dice con imaginería animal: ponerse al nivel de las ranas que croan. Ahí me parece que hay una política. Lo cotidiano aparece como materialidad y es esa materialidad la que se desconoce en nombre de la racionalidad que impera en el presente. Porque es una materialidad plena de pasado, memoria, densa conjunción, problemática, conflictiva. En ese sentido, la narración es hospitalidad, ahuecamiento, roce con los restos, derroche sin utilidad.
¿Esa materialidad requiere investigación? Seguro, pero también que ese término no es unívoco y nombra a la vez cosas que nos interesan y rutinas reproductivas. Temo que concedemos mucho al lenguaje de las academias y a los formatos globales al decir que hay política si hay investigación. Afirmar su potencia implicaría operar con precisos bisturíes, para tratar de disociar lo que hay de efectiva búsqueda y lo que funciona como constitución de una maquinaria autonomizada y sesgada, que lima y deglute. Verdad de Perogrullo: ¿qué palabra que nombra experiencia u oficio no exige esa diferenciación entre lo que vale y no, entre lo que interesa y lo que reproduce? También la literatura incluye la radicalidad de un Perlongher y la lengua formateada del best seller. O sea, siempre estamos al borde de tener que nombrar con precisiones: tal idea, tal autor, tal libro, tal concepto, para evitar una afirmación que redunde en festejar lo que condenamos.
Entiendo que referís a buscar la diferencia que desestabilice el juego de las equivalencias pero no alcanza, para pensar esa búsqueda, con la idea de investigación. Pienso, por ejemplo, en el juego performático –que muchas veces transcurre o se realimenta en los medios o en las redes– y el modo en que se vincula con la producción de nuevas imágenes de cuerpos, funciones del deseo, nombres. Medios y redes conjugan lógica homogeneizadora y proliferación carnavalesca. Por eso la performance es parte central de su funcionamiento y ahí algo se produce. Poquitas veces, seguro, pero como poquitas veces se descubre algo o se inventa una razón poética.
Recién anduve un rato por Once, en los alrededores de San Expedito. Hay muchos puestos, manteros, gente. Uno estaba lleno de imágenes y estatuillas, llaveros y señaladores. Había rosarios para rezar y pequeños Budas, billetes con ekekos sellados para atraer el dinero, velas rojas y verdes, vírgenes católicas y muñequitos del Gauchito Gil. Me alegró la mañana. No sabría bien por qué. Quizás es el sol. Pero también la mezcla, la abundancia barroca, la imposibilidad del culto prístino, nuestra babel. Que la ciudad asome en ese puesto o en cualquier otro, que se conjugue en las voces de mil tonos que tiene la calle, eso me produce asombro y esperanza.
Este fue es un año de duelo y me dejé ir en el río de la melancolía. No me privé de hundirme en estas aguas que te dejan los ojos inundados. Pensé que era necesario asumir las despedidas: de mi mamá, del museo creado con compañeras y compañeros de trabajo, de una experiencia política que milité con entusiasmo, de un modo de la vida pública en la que fundamos mucho en base a las políticas de la amistad –como dice Diego Tatián y no dejé de citarlo desde que lo escuché un diciembre tristón en la Biblioteca Nacional–. Tanto anduve en ese río, tanto ando, que todavía no puedo amar lo que hago en el presente. Está Once de salvavidas y también el tren. Y se parecen. Ruidosos, traqueteantes, plebeyísimos, dispersos. Tremendos. En esa sonoridad hay que leer lo que escribo ahora, bajo el juego de las cartas, menos un programa que un estado sensible, menos una vocación de intervención que el cultivo del rincón a la sombra. Con la confianza de que algo decantará. Una textura quizás.
Un abrazo,
Pia
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Hola Pia,
Aquí la última respuesta más que demorada. Demoradísima.
Mucha agua pasó bajo el puente, como se dice. O mucha agua cayó del cielo el día de la huelga de mujeres que seguramente marca, al menos entre nosotras, un antes y un después. Un parate. A ver cómo seguir. ¿Seguimos o paramos?
Otro tipo de inundación, de marea, de movimiento de aguas. Otro tipo de duelo, en el que logramos enjuagar muchos duelos propios y ajenos. Hacerlos comunicar con un dolor que es privado y público, porque no está privado de público para poder encontrar formas expresivas que estén a la altura de las vidas que los animan.
En la víspera del día de muertos, como hoy pero justo hace un año, escuchaba por primera vez en México el nombre de Voltaryne de Cleyre: una feminista norteamericana que la masacre de los mártires de Chicago impulsó a la desobediencia y la propagación de ideas anarquistas. Vinculada también a la Revolución Mexicana, llegó a colaborar con el periódico Regeneración, de los hermanos Flores Magón. Su padre era devoto de Voltaire (de ahí su nombre que lo honra en femenino), lo cual no impidió que mandara a su hija por la fuerza a un convento católico.
Ella escribió dedicado a México el poema “Escrito –en– rojo” y transcribo sólo una estrofa que comulga con el momento y es especialmente altisonante:
¡Dioses del mundo! ¡Sus bocas son silentes!
Sus armas han hablado y son polvo.
Pero la envuelta vida, cuyos corazones se adormecen,
Sintieron el compás de un tambor despierto
Dentro de ellos –sonando– la lengua de los muertos
Llamado: “¡Destruye la antigua herrumbre!”
Has visto “Resurrexit”, las palabras de los muertos,
Escritas –en– rojo.
Otro Estados Unidos que no es el que hace fantasear a Sarmiento, sin dudas. Otra forma de traducción, de cruce, de espacio fronterizo y de temporalidades e itinerarios. Tal vez partir del duelo no es sólo triste, es también un modo de hacerse parte de una fuerza distinta. Más anónima y colectiva. Y tal vez volvamos por aquí a la cuestión de las palabras y la política.
El novelista hindú Amitav Ghosh cuenta de una ciencia de las palabras que me llamó mucho la atención: se llama crestomatía y considera que las palabras tienen vida y destinos propios. Uno de sus personajes decide convertirse en astrólogo de las palabras y lo hace anotando predicciones sobre ellas. “De este modo la crestomatía no es tanto una clave para la lengua como una carta astral elaborada por un hombre que estaba obsesionado con el destino de las palabras”, escribe. Su obsesión tenía razones: seguía el curso acuático de las múltiples lenguas de Oriente hacia las orillas del inglés, y lo hacía en las navegaciones que trasladaban cargamentos de opio de un lado al otro. Es una selección arbitraria, como siempre: las que elige son unas cuantas palabras que se revelan como “trabajadoras itinerantes” que se embarcaban en la travesía de un continente a otro. La crestomatía hace excavaciones en los diccionarios, glosarios, léxicos y listas de palabras y conecta geografías, pero nunca acaba. Hay una aterradora superstición que alimenta esa imposibilidad del punto final, de la acepción definitiva. Más bien, dice este astrólogo, se tiene que alimentar un flujo continuo de palabras entre generaciones siguiendo el curso de las migraciones de significados y sonidos.
Ahí estamos, embarcadas.
Un abrazo, Vero