1.
La Ruta 12 hacia el sur de la provincia de Entre Ríos está tapizada de animalitos muertos. La mayoría son nutrias que pensaron que el terraplén que sostiene el asfalto sería buen resguardo ante la crecida. Las luces del auto los iluminan indolentes en la madrugada. De tantos que son ya no tiene sentido intentar esquivarlos y las ruedas los traducen en pequeños saltitos al interior del vehículo. En la oscuridad, a uno y otro lado del camino, se adivina el agua desbordada en los campos y las torres de electricidad que emergen de sus bases húmedas. La carretera provincial hacia Villa Paranacito nos arrima diez kilómetros más y se interrumpe allí, en pleno delta, donde la pendiente de los ríos acumuló su drenaje rápidamente hasta aislar a la población de toda conexión terrestre, a principios de abril de 2016.
2.
Es de noche todavía, a las seis y media de la mañana, cuando amarra la primera lancha en el pequeño muelle del incipiente barrio Náutico. Al rato aparece la segunda embarcación, también contratada por la municipalidad para el transporte gratuito. Los pobladores de Paranacito que madrugaron intentando llegar temprano a sus obligaciones lejos de casa combinan con el micro que va hacia Ceibas y Gualeguaychú, o siguen viaje en los automóviles particulares estacionados bajo el firmamento, en la costa del río Sagastume. Los pilotos esperan allí, en el frío intenso del medio del campo, una hora antes de regresar con los que lleguen en trafics o colectivos de larga distancia. Omar convida con unos mates que calienta en la cabina tapizada de fotografías de pesca, actividad para la que suele alquilar la lancha en los buenos tiempos. David limpia con un trapo de piso los restos de barro en la suya, y luego recarga combustible de un bidón. Miguel se dedica a contemplar el horizonte: encuadra con su celular y ensaya fotografías del alba. “Cada amanecer es diferente”, anuncia. Los guías turísticos devenidos en transportistas celebran que no llueva, porque los tres recorridos diarios de ida y vuelta los tienen que hacer igual, con sus embarcaciones a cielo descubierto. “Viví 12 crecidas en 59 años”, explica Miguel. Para los inmigrantes más antiguos, como así también para los nacidos y criados en Paranacito, las inundaciones son mojones en sus vidas. “Esta de ahora es tan importante como la del ´98, llegamos casi al mismo nivel”, agrega.
A las dos lanchas en el atracadero se le van sumando algunas particulares y otras que pertenecen a las escuelas rurales (las verdes, que son grandes y viejas, y por lo tanto más lentas). Los maestros y docentes viajan cinco horas por día por un rato de clases en los establecimientos más alejados. Un bote viene por la correspondencia: “soy subcontratado para buscar las cartas”, declara su conductor. Las luces de la alborada transforman la mañana en una explosión de colores refulgentes que se irradian en el agua tranquila. Para entonces, unas 15 personas bien emponchadas por embarcación se disponen a la navegación de poco más de media hora, con corriente a favor, hasta el pueblo. En el recorrido se vislumbra la magnitud de la inundación de la zona rural. La quietud, el ocre otoñal de las hojas de los cipreses que asoman entre el liquido y la bruma matinal le dan un aspecto fantasmagórico a la región; sosiego roto únicamente por el ronroneo constante del motor.
3.
La imagen nebulosa del Sagastume contrasta con el desembarco en el cerro poblacional, donde el movimiento es intenso. Los maestros, padres y alumnos se mezclan con los uniformados. Es día de recambio de los infantes de marina que asisten a los anegados. Pasa un hombre a caballo escoltado por un perro arreando sus ovejas y algún vecino en bicicleta, pero la mayoría anda de a pie. El cerro es una construcción que se pensó luego de la gran crecida de 1983, y que se concluyó a principio de los años noventa. Ese chichón de tierra de 11 hectáreas, más otro barrio cuyo dique resiste a la creciente, son los sectores no inundados en toda la localidad. En la cumbre del terreno se ubican los galpones de Desarrollo Social que concentra el auxilio a los inundados; tanto a los que tuvieron que ser desplazados, como a los que persisten en las plantas altas de sus casas. Allí se arman bolsones de comida, se apilan frazadas y se organizan bidones de agua potable. Las 58 familias evacuadas se instalan provisoriamente a pocos metros, cruzando la calle, en lo que algunos denominan “la vecindad”: pequeñas y precarias casillas de chapa y madera construidas para superar la emergencia, en una de las caras más tristes del poblado. El que llegó a esa situación es porque el agua le tapo completamente su hogar. Muchos también perdieron sus changas, generalmente relacionadas con actividades rurales. “No son muy cómodos, pero es lo que hay”, se resigna un hombre mateando en la puerta del cuartito. Su nueva vecina cuelga ropa mientras unos niños corretean a su alrededor. En otro de los módulos, un jubilado con su viejo Citroën desarmado en la puerta sonríe parado al lado de unas jaulas con pajaritos colgadas en la entrada. En el interior, una cama y un televisor de plasma completan sus pertenencias rescatadas. Mientras esperan -el almuerzo, los chicos de la escuela, la bajante-, conversan e intentan imaginar cómo será la vida cuando la creciente afloje. Sin ganado, sin turismo, sin trabajo.
Vadeando el sector de refugiados se monta una pequeña feria de negocios precarios. “La saladita” o “el shopping”, le dicen irónicamente los mismos comerciantes. Aquellos locales inundados en la calle principal, frente al río Paranacito, se reinventaron sobre el cerro, a 100 metros del sitio original. Jorge tiene su sillón de peluquería dentro de las cuatro paredes de madera que no llegan a los dos metros cuadrados. Espera a sus clientes asomado al marco de la ventana. Una verdulería abre sus puertas enfrente, la tiendita de ropa a la derecha y un kiosco a la izquierda. Un poco más allá se estacionan vehículos que también ofrecen productos y servicios pero sin gastar en el armado de una casilla. Panadería y confitería Don Genaro atiende en uno de los autos. Dos bolsas de azúcar fijan al techo la bandera del anuncio. En el baúl está la mercadería. Sebastián, el panadero de 33 años, elabora en su casa y ofrece en la calle. Entre despacho de facturas y pan conversa con Laureano, el veterinario de 28 años que también para la camioneta allí. “He atendido caballos y vacunado contra el moquillo”, informa sobre su consultorio en la vía pública. A la charla se suma Jorge, de 33 años, que anda juntando fuerzas para migrar. “Muchos se tienen que mudar, como yo. Trabajo en la construcción, pinto y hago parquizado, así que me voy a Buenos Aires donde tengo una punta”, revela, encogiéndose de hombros. “Pero la familia queda, habrá que volver después”, añade.
En cuanto a lugares de encuentro, el carribar de Laura y Marcos es el único sitio en el que se puede comer algo al paso fuera de casa. Originalmente situado en la costanera, hoy está estratégicamente dispuesto cerca de las escuelas, del improvisado centro comercial y del barrio de evacuados. Abre a las 10 de la mañana y se sostiene hasta la noche. “Hay quienes se vienen a comer una hamburguesa como recreo, y luego siguen su día”, interpreta Marcos, original de Nueva Palmira, que conoció a Laura cuando ambos trabajaban en la zafra del sábalo. Tirando redes en el río Uruguay se cruzaron las miradas, una lancha se acercó a la otra a pedir algún favor y comenzó la historia de amor. Fue hace una década, entonces Marcos se mudó a Paranacito. “Son 287 familias las que trabajan en la zafra, entre noviembre y marzo, es más del 10% de la población”, comenta el uruguayo, de 36 años. “Aprendí ese oficio para no tener que irme de empleada doméstica”, cuenta Laura, de 26, que finalmente dejó la actividad para atender el carribar. El boliche al aire libre se llena al mediodía, a pesar de que los precios subieron porque los costos de las mercaderías también lo hicieron, acompañando además el aumento de la nafta. Entre los que esperan su sánguche o sus papas fritas, Tito es el único que viste de camisa y corbata. Preceptor y docente de dibujo técnico en la escuela secundaria, originario de Villaguay, el hombre vivió tres grandes crecidas en casi 30 años. “Cuando se te inunda la casa te ponés mal un par de días, después te reponés y le das para adelante. Aunque una cosa es salir de esto a los 30, y otra a los 60 años”, reflexiona.
4.
Detrás del mercado a cielo abierto, por una pasarela de madera que termina en un puente sobre una concentración de camalotes, los chicos van hacia la escuela primaria y secundaria. Algunos llevan el salvavidas y otros un remo en la mano. Ahí está la costa actual, con botes, canoas y lanchas estacionadas en la calle Los Naranjos, donde también hay personas esperando el transporte en una escalinata. “Tengo que ir al banco”, dice una señora. “Yo voy hasta el hospital”, pide un enfermero. Pablo, uno de los dos boteros a sueldo de la municipalidad para el traslado por las zonas desbordadas, carga casi una docena de pasajeros para trasladar a remo en sus trámites cotidianos. Hay un tercer botero que hace viajes por su cuenta, cobrando 10 pesos la changa: 5 de ida y lo mismo de vuelta. “Necesito un tractor que me pase por la espalda”, confiesa el remero de 23 años, en una pausa, mientras la gente desciende en el inundado banco de la avenida Entre Ríos. El turno de Pablo es de 7 horas y media; además es bombero voluntario y estudia tecnicatura en turismo en el magisterio local. “A veces no llego ni a darme un baño antes de ir a cursar”, señala. Su recorrido vuelve al punto de partida llevando a otros pobladores. Una doña pide pasar a saldar deudas en uno de los negocios que se mantienen en la planta alta de las casas, con sus muelles improvisados. “Si hay agua que no se note. Nos vamos unos días, nos cansamos de este charco”, apunta una pareja mayor que sube a la embarcación con una valija envuelta en
una bolsa de consorcio. El recorrido por las calles sumergidas parece de ciencia ficción: se ven las marquesinas a la altura del bote; de alguna casa cuelga una piola para que el diariero ate el periódico; de otra, una canasta donde se depositan las bolsas de basura que se recogen en una barcaza. Al llegar a una esquina, el bote debe maniobrar rápidamente por una canoa que se cruza. “Faltan semáforos”, bromea el hombre parado con el remo a estribor.
“¿Este es el bote en el que no se puede fumar?”, pregunta Sonia al sentarse en una tabla. “No, este es liberado”, le contesta sonriente un hombre canoso, con los bigotes teñidos por el tabaco y el pucho entre sus dedos. Claudio, de 28 años pero que aparenta varios más, es el botero que lleva pasajeros hacia el recientemente inundado barrio San José, popularmente conocido como “barrio rojo” por el color de sus casitas construidas con plan de vivienda. Claudio hace doble turno, es decir, rema 14 horas por día. “Beco”, su sobrino de 16, lo acompaña cebando mate lavado. El agua corre menos en esa zona, por eso los restos de basura flotan más. En cada casa se ven varios perros ladrando en los recibidores del primer piso, desde las escalinatas inundadas, o haraganeando arriba de las canoas. Hay chicos y mascotas que llevan días enteros sin pisar tierra firme. “No alcanzan los botes para llevarlos a la escuela, por eso estamos firmando una nota para que pasen a buscarlos especialmente”, se queja Sonia durante el viaje, mostrando el documento que presentará a la municipalidad. Muchos gurises no están asistiendo a clases porque están preocupados en rescatar lo que les queda: sus familias se quedaron sin nada en una noche en la que el agua rompió placares y mojó todo. “Permanecen en los muellecitos para salvar los animales”, describe Celeste, una maestra de las zonas más alejadas. Don Alfredo, viudo de 79 años, abre la puerta de su hogar en el que, ante el anuncio de la inundación controlada, logró amontonar sus pertenencias en el primer piso. En el comedor levanta una tapa del suelo de madera, como quien descubre un sótano con una bodega oculta. Pero lo único que se ve es una escalera que se pierde en el agua turbia. “Todos colaboraron para ayudar a aguantar el dique: los vecinos, la municipalidad y vialidad. La peleamos hasta el final, y aunque hubo que romper, al menos sirvió para unir al pueblo”, delibera Alfredo.
Con la siesta amaina el ir y venir de la gente. Por la tarde se juntan en el muelle aquellos que esperan el último transporte hacia el vínculo terrestre. Tal vez porque el agua comenzó a bajar, o quizás porque el sol daba tregua a los cuerpos entumecidos de humedad, los pobladores de Villa Paranacito desplegaban su cotidiana vida acuática poniéndole el pecho a la adversidad. Con la paciencia de los que saben que la historia en los bañados es así, que cada creciente se vive diferente, y que el ciclo siempre recomienza.