Siete escritores se hospedan en una casa a orillas del río Luján. Pasarán allí un fin de semana y, esa experiencia, quedará registrada en estas siete versiones del Delta que escriben para la Revista Carapachay.
Maridaje
Hoy estamos acá, hermanos,
para barajar hipótesis del qué con qué, del quién con quién,
de con qué se toma, de con qué se come…
Aunque la pregunta que nos desvela en esta noche
en que somos un poco orilla o escalón, es otra.
¿Qué es una isla, nos preguntamos?
¿Hay maridaje posible para su impar y ensimismada existencia?
Y un muelle,
¿qué es un muelle?
Los camalotes en la madrugada traen luces de colores
y las luces de colores traen sombras
y las sombras traen música
y la música trae una promesa que no necesitamos cumplir.
Es tarde. Es temprano.
¿Un hielo en un vaso de whisky es una isla?
¿Es un camalote, una promesa?
No necesitamos promesas que cumplir.
Eso es para los habitantes de tierra firme.
Nosotros, que somos ahora,
en este presente, isleños y por lo tanto eternos,
no las necesitamos.
Vamos a apagarnos como brasas, despacito,
como un guiño galáctico a la estela brillante de un pacú.
Pero vamos a apagarnos y apagados seguiremos siendo
en el reverso de las horas.
Sí.
Jején y hueso en el atardecer, eso seremos,
chapoteo en el umbral
(el color del río, hermanos, es el que vemos cuando cerramos los ojos).
¿Y la isla, entonces?
Una isla es un festejo donde los remansos tintinean.
¿Y el muelle?
Un muelle marida con el futuro.
Así es memoria antes de ser cualquier otra cosa.
Así se cumple sin haber sido nunca promesa.
Ricardo Romero nació en Paraná, Entre Ríos en 1976, es Licenciado en Letras Modernas por Facultad de Filosofía y Humanidades de la Universidad Nacional de Córdoba. Tiene publicado el libro de cuentos “Tantas noches como sean necesarias” y las novelas: “Ninguna parte”, “El síndrome de Rasputín”, “Los bailarines del fin del mundo”, “El spleen de los muertos” y “Historia de Roque Rey”.
El paraíso tan temido
Es legítimo pensar que el paraíso puede ostentar varias formas, tamaños, fechas, lugares. Un paraíso puede adoptar –creo– el aspecto de una fuente de agua en el desierto o bien parecerse a un pedazo de arena en mitad de un océano.
Esta vez, llegó con forma de último sábado de febrero. Y en El Tigre –o en Tigre como dice Guiñazú que dicen los que son de ahí, apuntándome que Tajaí Massa todo el tiempo habla de El Tigre… y que se le ríen-.
Lo cierto es que ahí estábamos, siete sujetos inventando una nueva versión del paraíso, al borde de un río en el que los nombres de Sarmiento, Lugones, Conti o Walsh elevan el paisaje a mito.
¿Qué hacer al llegar? Nada… A riesgo de caer en el chiste fácil, nos sentíamos obligados a dejarnos llevar por la corriente: el paraíso perfecto –se sabe–, no tiene guión.
Una degustación de embutidos, panes y quesos de exportación y una profesional cata de vinos a las cuatro en punto como prólogo. ¿La digestión? Salto mediante desde un muelle viejo, adentro del río Luján. Después, cordero de Converso, asándose despacito desde temprano. Una partida de truco gallo para el mientras tanto, con unos mates “para cortar un poco” arriba del último rayo de sol. Y los puchos. Y el Off. Y una perra mitológica que nos cuidaba vaya uno a saber de qué cosa… Y finalmente el bicho, debidamente acompañado –modestia aparte– con un puré que solo los entendidos saben preparar.
De postre, whisky con queso y dulce de batata más la ansiedad por ver desde la costa algo que sonaba a chanza del anfitrión: un barco-boliche que, de madrugada, surca el río a paso lento, como si flotara pero sin tocar el agua, proyectando luces nerviosas y música a un volumen criminal. Y a las dos y media –hora en la que todo puede ser posible, hora en la que el olvido y la memoria ya saben que se entremezclarán al día siguiente–, entonces, hizo su aparición el susodicho Bote Fantasma de la Alegría. Después de todo, no hay paraíso posible sin una cuota de lirismo. Y en eso estábamos.
Al día siguiente, ya cerca del mediodía, partí en soledad rumbo al Bosque de La Plata en una travesía apurada –el partido arrancaba a las cinco de la tarde– que incluyó una lancha, un colectivo interno de cincuenta minutos hasta la estación de trenes de Tigre, un tren hasta Retiro y de Retiro a La Plata para subirme a un taxi que, cual ambulancia, me llevó hasta el Estadio Más Lindo del Mundo para ver un clásico que, bueno… ¿qué importa el resultado? Lo importante es el camino, dice Páez. Y le sobra razón.
Pero dos o tres días después de haber abandonado ese sueño insular llegó la noticia: desde Villa La Ñata, al mismo tiempo que nosotros, también había partido en lancha un grupo de amigos con las mismas intenciones que las nuestras. Pero no los esperaba ningún esbozo de tierra prometida sino un infierno con forma de balacera, que dejó un muerto y un par de sobrevivientes con el eterno sabor amargo que implica, inexorablemente, haber bajado al Averno.
Esta novedad de carácter policial también me llevó a pensar una obviedad: un paraíso bien puede levantarse al lado de un infierno. Y viceversa. Es casi natural que así sea si estamos de acuerdo en que uno y otro forman, de algún modo, por contraste, un mismo espejo. Todo depende del azar. O, si se quiere, de dónde se nos ocurra hacer el asado.
Una coda: el paraíso también es un árbol. En Tigre debe haber miles. Estoy convencido.
Daniel Krupa nació en marzo de 1977 en Berisso, Provincia de Buenos Aires. Es autor de cinco novelas breves: “Serpientes”, “Gelp!”, “Cerca”, “Madrid” y “El sobretodo Metafísico”
La primera cena
Levanto el hacha sobre mis hombros, no la veo pero siento su peso, miro el tronquito de sauce que está frente a mí. Suspendida en lo alto, el hacha me indica hacia dónde y puedo imaginar, antes que suceda, el recorrido que conduce al golpe y el punto exacto donde impactará la herramienta. La caída se demora unos segundos, la imagen se paraliza, después contundente y dañina el hacha que cae fuerte más que rápido, parte al medio el tronquito de sauce. Entonces, en un gesto maquinal, vuelvo a comenzar el proceso con otro tronco. Una y otra vez hasta que siento los músculos inflamados por la repetición del movimiento. Una y otra vez hasta que siento el sudor escurrirse entre la camisa y el pecho y cayendo desde la cabeza por el borde de los anteojos. La transpiración pegajosa y fría, se mete en mis ojos que se pierden entre la espesura de una nube aguachenta y ardorosa.
En el piso de la parrilla apilé unos papeles y algunas ramas finitas, algunos carbones y dos pedazos de sauce recién cortado. Prendo el fuego y mientras lo veo arder, recuerdo con afecto otro fuego y otro día en la isla. El fuego y la soledad se prestan para eso, para el recuerdo de otro momento, igual y diferente, en el mismo lugar pero en otro tiempo. Sin darme cuenta, siento la boca moverse armando una sonrisa y las imágenes comienzan a configurar una trama en mi memoria. Una trama simple dominado por el río y la parrilla.
En esa trama, Ricardo que va a todos lados con su vaso de vino, sentencia que hay que adobar el cordero. Se levanta de la mesa y se mete en la casa. Desaparece por entre las sombras de la casa mientras el sol se pierde entre los árboles. Al rato vuelve con el vaso vacío. Viene contento, como satisfecho con su trabajo. Se sienta, llena su vaso con vino y comienza a mirar la parrilla. Habría que ir prendiendo el fuego, dice, sin dejar su postura. La expresión tiene un tono raro, no es una orden, no es una sugerencia, es más bien una invitación. Entre sus manos el vaso de vino es una huella, los dedos marcados sobre el vidrio son el sendero de un recorrido que comenzó al mediodía y que se extenderá hasta la madrugada. Edgardo y Daniel prenden el fuego cuando la noche empieza a espesarse. Cuando las brasas están listas, Ricardo y Oliverio van a buscar el cordero y lo ponen a la parrilla. Mientras el bicho se cocina nos vamos al muelle. El río se muestra mucho más calmo que hace un par de horas y la charla sobre literatura se transforma sin solución de continuidad en un conjunto de anécdotas donde pequeñas obscenidades le dan a la escena una hilaridad que sólo las obscenidades pueden darle.
Saco la caña y miro los anzuelos, los dos están pelados, encarno con un poco de salamín y reboleo para el medio del río. Jorge cuenta una historia y Hernán se ríe. Me detengo un segundo en esa risa y pienso que esa risa tiene un tono, que es más bien un murmullo, muy parecido al murmullo del río. Hay algo de inmensidad en esos pequeños tonos o murmullos, en esas pequeñas escenas. Jorge, el narrador bajo el farol, en un muelle sobre el río atrayendo hacia él todas las miradas, la oscuridad dominándolo todo alrededor, la demora en la palabra final, el remate, la risa de Hernán, la risa de todos. Una sinfonía mil veces repetida, mil veces contada, mil veces escuchada, y sin embargo, única.
Los bancos y la mesa están enterrados en el piso a unos 10 metros de la casa, entre la casa y el río. Son de quebracho y están ahí desde antes que nosotros, mucho antes. Están enterrados para que no se los lleve el río cuando sube. Están enterrados para permanecer ahí pese a todo. Pero en ese momento adquieren movimiento, adquieren como si dijésemos, vida. Se mueven con nosotros, con los vasos y las botellas vacías y a medio vaciar, con las cartas de truco, con la Flaca que de vez en cuando se sienta al lado de alguno. Se mueven con Edgardo que evalúa los vinos incansablemente. Se mueven con Daniel y Oliverio, que se entretienen con el fuego y articulan una teoría en torno al color de las brasas y sobre las potenciales secuelas derivadas de un fuego mal prendido. Se mueven con Ricardo que los corre del medio para mirar el cordero.
Hernán se acerca a la parrilla, levanta el cordero por la pata, opina que ya está y se sienta a la mesa. Un cartón hace de tabla. Hay muchos vasos, muchos cuchillos y pocos tenedores. Ricardo y Oliverio ponen medio animal sobre el cartón y al rato sólo hay huesos. Se juntan los restos que quedaron y que no fueron a parar a las fauces de la Flaca. Al rato, la otra mitad del cordero y un puré indescifrable y delicioso para acompañar. Yo abandono primero, Ricardo último.
Comí demasiado, siento que ya no tengo lugar ni para el vino. Me levanto primero que todos y me voy para el muelle. Me prendo un pucho y me recuesto en uno de los bancos mientras miro la caña que no se movió en todo el día. Entonces me duermo con el pucho en la mano, me duermo liviano. Cuando Hernán se acerca, me despierta con sus pasos y cuando llega nos ponemos a charlar. Charlamos del río y de la noche y entre eso, recuerdo una anécdota que me contó un isleño sobre su hijo y se la cuento a Hernán.
Al chabón le dicen Yeti, tendrá al día de hoy unos 23 años, es un tipo gigante como de dos metros de alto, con la piel curtida por el sol, barbudo y feo, pero con todo no infunde ningún tipo de temor porque tiene la actitud de un chico, es más bien un nene. Trabaja en la colectiva. También le dicen 9 dedos y sobre esto va la historia. Resulta que cuando era chiquito, unos 6 años -así me lo contó el padre- se metió al río con la madre, en un arroyito que está acá nomás. El arroyo es muy bajito, por eso se meten ahí con los chicos. El pibe estaba chapoteando en el agua y de repente pega un grito, cuando lo levantan del agua para ver qué pasa, la madre ve que le cuelga del pie una tarucha. El pez no se suelta. La madre le pega una patada a la tarucha, dos patadas, tres patadas, hasta que se suelta. Entonces el pie del Yeti comienza a sangrar. En fin, el pibe fue a parar al hospital porque la tarucha le había morfado el dedo chiquito del pie. De ahí lo de nueve dedos.
Me prendo otro pucho y pienso que la cena estuvo especial, lo miro a Hernán que se ríe y le repito, así me la contó el padre. Entonces Hernán se ríe de nuevo y yo me vuelvo a detener en esa risa que me imagino de otro, en otro tiempo y otro lugar. Tal vez mi risa mientras agarro el hacha y me pongo a cortar troncos a la ladera del río.
Luciano Guiñazú nació en la Capital Federal en 1976. Es Licenciado en Sociología por la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires. Es docente universitario (UBA-UPMPM). Ha publicado ensayos y narrativa en diversas publicaciones.
Tigre
Somos siete hombres en una lancha. Vamos cargados. Hay carne, vino, salame, whisky y queso. Guiñazú es nuestro capitán, es el tipo que sacó de la galera una casa en el Tigre para que descorchemos los vinos del estío. No hay vuelta. Sabemos de antemano que ciertas experiencias hermanan. La que vamos a vivir es de esa clase. Hablamos a los gritos. Las cajas con los víveres pasan de mano en mano. Cuando estamos en el bote, el agua nos sacude un poco, nos da el envión que nos hace falta para festejar. Cruzamos un brazo de río y el agua se abre a nuestro paso. Vamos dejando una estela que se agranda hasta el infinito. Vemos una bandada de pájaros. Vemos una perra que nos recibe en el muelle. Se llama Flaca. Es uno de los mejores animales que conocí en mi vida. Será nuestra compañera.
Todo viaje es un paréntesis de lo cotidiano, una especie de módica fuga y, como lo deseamos, en todo viaje existe un tiempo de redención en el que se acuña el porvenir. Y eso, para nosotros, es siempre motivo de alegría. La isla, bien lo sabe Romero, es siempre más que una isla; es nuestra estrategia furtiva, nuestra manera de hacer pie en el mejor aspecto de nosotros. Podría haber sido otra, pero es la isla. Y, ahora que desembarcamos, sabemos que es la estrategia más certera.
No nos preocupa la velocidad de la Tierra. Estamos en un doblez del tiempo, en un pliegue. Nos protegen las plantas y los árboles que nos rodean como estampas. En el Tigre, el bosque y el río son la misma cosa, ese todo indiscernible de plenitud: donde uno mire hay agua y vegetación. Ronsino camina por un sendero paralelo al río, es un camino de pedregullo. Lo seguimos con la mirada hasta que se pierde en un recodo. Ahora debe estar solo mirando las ramas o buscando algo en el pasto. ¿Un pedazo de cascote? ¿Una chapita? ¿Un cascarudo de alas enormes? ¿El origen de un ruido que no consigue precisar? Ronsino busca en soledad, sin remilgos. No lo vemos, pero sabemos que está atento. No hay nada que se le pase por alto. Debe estar haciendo un movimiento lento con su cabeza. Primero rastrea en el suelo, después repasa las hojas y, por último, levanta la mirada al cielo. En ese momento, queda transitoriamente enceguecido por el exceso de luz y, quizás por esa razón, olvidado de sí mismo, se dedica a olfatear el aire; en realidad, lo que huele no es el aire, sino las fragancias que se enciman en él. Y entre los muchos perfumes superpuestos distingue uno que lo cautiva, que es como un sopor para sus sentidos. Ronsino sabe que se trata del olor que larga la carne que se cocina sobre las brasas. Sabe también que los hacedores del fuego fueron Romero, Krupa, y Scott, que ahora están detenidos —un testigo ocasional podría pensar que están posando para una foto— en ese instante absoluto que supone asar un cordero. Apenas corren la vista de la parrilla para servirse vino y, cada tanto, para que los ojos descansen en el río. Hablan de bueyes perdidos. Cuentan anécdotas. Exageran. Se ríen a carcajadas. La trama de la charla se organiza a partir del capricho y parece mezclarse con el humo que sube de la parrilla. Parece mentira, pero también cocinan con lo que están diciendo. Ellos lo perciben.
Unos pasos más atrás, estamos sentados Coelho, Guiñazú y yo. Frente a nosotros, sobre la mesa, hay una tabla grande de madera cargada con dados de queso, salame y morcilla. También hay pan en abundancia. Cada tanto, picamos algo. Los tres disfrutamos la blanda molicie. Nos dejamos estar. Y también sabemos —no tenemos la menor duda— que nuestra indolencia —que no es completa porque preparamos camparis con naranja o fernet con coca para quien lo pida— contribuye a que ese cordero, que está abierto como un cristo, se ase como corresponde. Le miro las caras a mis compañeros de mesa y pienso que debo describirlos. ¿Por qué no? Es necesario, me digo. Y nadie me contradice. Coelho: cara aguda con aristas, ojos inquietos y persistentes, una flecha en el aire, silencio de corchea, enfundado en un blusón de combate. Guiñazú: barba cóncava de marino, todo un mar con arrecifes, anteojos de marco metálico, cirílico como Tolstoi, caftán marroquí sobre los hombros.
Llega la noche. Obedecemos sin chistar a nuestro instinto. Somos siete pero parecemos mil. Qué digo mil, un millón, tal es nuestra voracidad, tal nuestra bendita condición de carnívoros. El cordero está en un cartón sobre la mesa. Lo atacamos con tenedores, con las manos y con lo que haga falta para desgarrarlo. Hablamos lo indispensable. Estamos ocupados. Tenemos los dedos y las bocas brillosas. Si levantamos la mirada veremos un cielo plagado de estrellas, un cielo al que la ciudad nos fue desacostumbrando. Nosotros siete sabemos que es parte del festejo. Desde siempre, contamos con él. Así como estamos, gozosos y gozadores, entregados a nuestras pasiones, nunca dudamos que nos podía fallar.
Jorge Consiglio nació en Buenos Aires en 1962. Es Licenciado en Letras por la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires. Fue docente secundario y universitario. Publicó un libro de relatos titulado “El otro lado”, libros de poesía: “Indicio de lo otro”, “Las frutas y los días”, “Marrakech”, “La velocidad de la tierra”, “Intemperie”; y las novelas: “El bien”, Gramática de la sombra” y “Pequeñas intenciones”.
Rito
Un grupo de hombres en rito. Hombres jóvenes ya no tan jóvenes (a punto de convertirse o no, cada uno, en algo exterior a ellos, equívoco y a la vez justo). El rito es jubiloso.
Hay un río como lugar y escenario. El río es la vida y es la Historia (las historias, de todo orden: exageradas, dulces, calladas, interrumpidas, sinceras).
¿Qué son esos árboles enormes, que todo lo protegen y amenazan?
Nada de mujeres, sólo una perra. Una hembra bondadosa y excitada que se mete al río y festeja a los amos atentos, multiplicados, que la llenarán de huesos. (No. También hay una mujer. Invisible, tácita, o hay un lazo a una mujer que se convoca, por el que se brinda y justifica el rito.)
Un barco lento pasará después por el centro del río, es una promesa, y subirá a los hombres que olvidarán todo por un rato y serán de nuevo niños y también serán otros.
El rito es nocturno. El fuego se enciende, el animal se dora y se codicia. Los vasos se confunden. Los hombres se entregan al alcohol y a su espíritu procaz. Poético.
No hay conversación, pero sí alegría. También amistad; una amistad elemental, atávica. Los hombres como atributos de una comunidad.
¿En qué piensa el hombre del anillo? Una y otra vez mira al cielo y enumera aviones como pájaros o augurios. A veces busca el momento para ir solo hacia el muelle.
Edgardo Scott (Lanús, Buenos Aires, 1978) es psicoanalista, músico y escritor. Ganó el premio Lebensohn de cuento breve 2004. Junto con otros escritores, en 2005, fundó uno de los grupos que inició los ciclos de lecturas de narrativa Alejandría, que recibió becas del Fondo Nacional de las Artes (2007) y del Fondo Metropolitano de las Artes (2011). Ha publicado las novelas No basta que mires, no basta que creas y El exceso, y el libro de cuentos Los refugios (2010). Colabora en distintas publicaciones literarias, gráficas y virtuales (Los asesinos tímidos, Casquivana, No-retornable www.no-retornable.com.ar, etc.).
El río está ahí
El río está ahí. Y su presencia golpea los ojos. Se habla de una despedida. Es la primera vez que me interno de esta manera en el Tigre. Una sola vez fui al puerto. Pero nunca me había internado así, en el río. Quiero decir. No conocía el Tigre. Y ahora estoy parado en la punta del muelle, mirando a los muchachos metidos en el agua: nadan, saludan a los barcos, juguetean, hablan de una despedida. Yo no me decido a tirar. No me decido hasta que la luz me convence. Podríamos decir que es la luz. Entonces me quito la ropa. Esa sensación primitiva de quitarse la ropa, de prepararse para hundirse en el agua marrón, el agua del río, el agua que es una incógnita, el agua que viene arrastrando tierra desde la pampa o el litoral. Bajo por las escaleras de madera. Pienso en esa resistencia. La madera resistiendo el agua, día y noche, todo el tiempo. Es un quebracho, resiste lo que sea: el río o la fuerza de un tren. Y decir eso da cierta calma, cierta seguridad. Decir quebracho. Alguien dice así: quebracho. Y las cosas continúan, reposan sobre una certeza. En el agua los muchachos se confunden con la luz de la tarde, pierden nitidez en esa oscuridad, en la alegría de los cuerpos que se mueven reencontrando algo lejano. Todo parece una pintura de los años cincuenta, de un pintor belga o norteamericano. Se me ocurre eso. Pero estamos en el Tigre. Estoy parado en el último escalón del muelle. Después viene el agua, con su bamboleo. Alguien grita: Dale. Y entonces salto. Soy el último. Pero, en el aire, siento que fue la luz. La que me convence para tirarme es la luz. Nunca estuve en el río, así, confundido con su color, con su movimiento. Respiro. Nado o tanteo el agua. Me acerco a los muchachos. Hablan de una despedida. Hablan de un barco nocturno que deja estelas de colores. Pero yo, marrón, restallado por el sol, poco nítido, como nunca antes, por fin, me siento parte de una tribu.
Hernán Ronsino nació en Chivilcoy, Provincia de Buenos Aires en 1975. Es Licenciado en sociología por la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires y docente universitario (UBA-UMSA). Publicó un libro de cuentos titulado “Te vomitaré de mi boca” y tres novelas: “La Descomposición”, “Glaxo” y “Lumbre”.
Cadena de amigos
Se dice que hay un mito de origen, siempre, en la construcción de la memoria o de un relato oral. Tengo el mío: un hombre en mil novecientos setenta y cuatro compra una isla en la segunda sección del Tigre. Compra una lancha. Todo con el dinero que su mujer recibió, poco antes, como indemnización del propietario de un departamento que ambos alquilan y que, para resguardarse de la vuelta de Perón, ofrece para protegerse de un eventual congelamiento de los alquileres. El hombre planea un gran negocio maligno con la madera preciosa de los árboles. Pasan los meses. Hace un pacto con el diablo y desforesta la isla. Su mujer queda embarazada y él, un día de esos, antes del nacimiento de su hijo, pierde la cosecha; la crecida del río se lleva los troncos y el diablo ríe: tener un hijo no era parte del acuerdo. Los pocos troncos que quedan están húmedos y ya no sirven, se rematan. Poco después vende la isla y nace su hijo en tierra firme.
Treinta y ocho años más tarde, en un paisaje que en esencia sigue siendo el mismo y, por su topografía milagrosa –cada río es un obstáculo y una alucinación-, resiste los embates de la civilización, ese hijo está entre una cadena de amigos que peregrinan al Tigre para celebrar una instancia que cruza iniciación y despedida. Cualquiera diría, desde afuera, que esos hombres se detienen a celebrar lo vivo en cada uno y a la mujer que en el recuerdo susurra o insufla ensueños masculinos. Bordean el río, saltan al agua matizados por un tipo de luz que, como sucede en ciertas fotos sobreexpuestas, eterniza el instante.
Durante el ritual la presencia del agua dulce alimenta la carnadura de un sueño. Los convidados del banquete agasajan al hombre que se casa y cada tanto se retira solo a mirar el río y dialogar con el destino. Parece a punto de embarcarse. Alguien dice que después de media noche un barco fantasma suele atravesar el río. Los amigos suponen que el río, para quien pasa a otro estado, no es un tropiezo sino un trazo preciso que enlaza al hombre con su origen. Suponen, también, que ese barco que asoma a la madrugada podría ser la alucinación de un enamorado: una nave errante que nunca hace puerto, la nave de los locos, un ambiente poco hospitalario para los bienaventurados. Todos, sin embargo, callan para cultivar la risa, consagrarse al vino y desmenuzar un cordero que está en el principio de la amistad y esa noche encarna, a la vez, la suerte infalible del homenajeado.
Al día siguiente, liados con el paisaje y la resaca, los mismos comensales barajan especulaciones en silencio: el río presenta una temporalidad en la que no puede no haber una mujer. Una perra da vueltas como si entendiera y les reclamara a los machos una deuda ancestral. Pasado el mediodía, los sonidos del Delta se detienen, y por fin la voz de una mujer por cadena nacional eclipsa a los presentes. Durante cuatro horas, como en un largo responso, esa voz permanece de fondo, narrando una versión del peronismo y reviviendo espectros de una isla.
Oliverio Coelho nació en Buenos Aires en 1977. Publicó los libros de cuento: “Parte doméstico” y “Hacia la extinción”; y las novelas: “Tierras de vigilia”, “La víctima y los sueños”, “El umbral”, “Los invertebrables”, “Borneo”, “Promesas naturales”, “Ida” y “Un hombre llamado Lobo”
Las fotos de esta sección son de Daniel Krupa.