Poemas Por Victoria Schcolnik

Queda de este amor una acción que se fue volviendo ritual

-repetición sagrada que adiestramos

para permanecer en una fuerza más poderosa

que nosotros mismos-:

cuando ya no tengo en qué pensar

fijo la vista en las cosas perdidas que dejaste

y tal vez ese acto, una y otra vez, que se anticipa y me aparta

sea el instinto de mortal que protege de lo que termina.

¿En qué momento pasan los restos a ser la riqueza,

la acumulación de lo que estamos destinados a perder?

 

Y el faro

muestra su cal a la luz del día, en la cual

cada cosa explica a otra

no a sí misma

George Oppen

 

Yo quería escuchar con precisión

lo que decías, como si una palabra fuera

condescendiente con lo que significa, no sabía

que el centro de tus palabras, el tesoro

era esa marea caliente que quedaba en mis oídos

cuando tu boca se alejaba, como el océano

que retrae sus olas y no puede llevarse

la humedad de la arena consigo.

Este aliento es el que le va a dar

un fondo a las células de mi cuerpo,

-el mar en donde siempre voy a recordarte-

porque es lo que el otro no puede

llevarse de sí mismo, lo único que conocemos.

 

Su amor es la crecida de las aguas,

sube por mi cuerpo como si sólo existiera en el instante

en que la superficie del estanque se rasga

por el aleteo de la mosca

y ya después, una vez dentro, la vida se hunde.

¿Es este el modo del amor: si termino

por completo dentro de él, muero?

Una muerte como la conocen los niños

a través de las historias de los padres:

el que muere se va a dormir, entra

muy lentamente en el sueño, y nunca despierta.

 

Si tocase, si de verdad pusiera las manos

sobre el animal y lo tocara, no resistiría

esa candencia, acostumbrada a la fragilidad del cuerpo propio,

quedaría incendiada en el goce ajeno.

 

Antes había una música que tarareaba

cuando el día se iba yendo:

paciente caída del sol, el anuncio de que nuestras pupilas

empezarían a dilatarse en busca de una luz

que nos dirigiera. Entonces, todo se veía como en medio

de una tormenta de campo cuando viene el rayo

y por unos segundos alumbra la tierra

más que la luz de la mañana, luego,

estamos en un océano y lo único que nos guía

es la voz de una sirena.

 

En las madrugadas me despertaba temblando:

un cuerpo tan pequeño, traduciendo para sí

la fuerza que lo mantiene vivo,

como un telégrafo que desconoce su función, un aparato que vibra

y transmite mensajes a otra persona que está lejos

pero sufre la misma guerra.

 

Los pensamientos crecen en lugares cálidos

que dan al cuerpo una especie de contorno,

como si terminara de formarse en cada caricia.

Los míos se hicieron así, nube

de vapor que se extendía en el espejo

cuando echaba el aliento y de repente,

mi imagen desaparecía. Aprendí

a pensar con la misma medida

con la que aprendí a ser amada,

y recibí un cuerpo a cambio de taparme

como esas mujeres que sólo dejan

al descubierto los ojos, al menos

para guiarse por las calles, sobrevivir. Aprender a pensar

se parece a los pactos que se hacen con el diablo,

con la diferencia de que en este caso

son personas que se aman las que pactan.

 

Alguna vez voy a vivir de lo poco

que pueden darme las cosas:

entre las flores, prendida a su aroma como una criatura

que descubre la fuerza tangible de la planta.

Como si un día ya no soportara

las grandes cantidades y sólo pudiera quedarme

al borde de un poder: la carne de las flores,

su inminente belleza.

5 comentarios en “Poemas Por Victoria Schcolnik

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