Queda de este amor una acción que se fue volviendo ritual
-repetición sagrada que adiestramos
para permanecer en una fuerza más poderosa
que nosotros mismos-:
cuando ya no tengo en qué pensar
fijo la vista en las cosas perdidas que dejaste
y tal vez ese acto, una y otra vez, que se anticipa y me aparta
sea el instinto de mortal que protege de lo que termina.
¿En qué momento pasan los restos a ser la riqueza,
la acumulación de lo que estamos destinados a perder?
Y el faro
muestra su cal a la luz del día, en la cual
cada cosa explica a otra
no a sí misma
George Oppen
Yo quería escuchar con precisión
lo que decías, como si una palabra fuera
condescendiente con lo que significa, no sabía
que el centro de tus palabras, el tesoro
era esa marea caliente que quedaba en mis oídos
cuando tu boca se alejaba, como el océano
que retrae sus olas y no puede llevarse
la humedad de la arena consigo.
Este aliento es el que le va a dar
un fondo a las células de mi cuerpo,
-el mar en donde siempre voy a recordarte-
porque es lo que el otro no puede
llevarse de sí mismo, lo único que conocemos.
Su amor es la crecida de las aguas,
sube por mi cuerpo como si sólo existiera en el instante
en que la superficie del estanque se rasga
por el aleteo de la mosca
y ya después, una vez dentro, la vida se hunde.
¿Es este el modo del amor: si termino
por completo dentro de él, muero?
Una muerte como la conocen los niños
a través de las historias de los padres:
el que muere se va a dormir, entra
muy lentamente en el sueño, y nunca despierta.
Si tocase, si de verdad pusiera las manos
sobre el animal y lo tocara, no resistiría
esa candencia, acostumbrada a la fragilidad del cuerpo propio,
quedaría incendiada en el goce ajeno.
Antes había una música que tarareaba
cuando el día se iba yendo:
paciente caída del sol, el anuncio de que nuestras pupilas
empezarían a dilatarse en busca de una luz
que nos dirigiera. Entonces, todo se veía como en medio
de una tormenta de campo cuando viene el rayo
y por unos segundos alumbra la tierra
más que la luz de la mañana, luego,
estamos en un océano y lo único que nos guía
es la voz de una sirena.
En las madrugadas me despertaba temblando:
un cuerpo tan pequeño, traduciendo para sí
la fuerza que lo mantiene vivo,
como un telégrafo que desconoce su función, un aparato que vibra
y transmite mensajes a otra persona que está lejos
pero sufre la misma guerra.
Los pensamientos crecen en lugares cálidos
que dan al cuerpo una especie de contorno,
como si terminara de formarse en cada caricia.
Los míos se hicieron así, nube
de vapor que se extendía en el espejo
cuando echaba el aliento y de repente,
mi imagen desaparecía. Aprendí
a pensar con la misma medida
con la que aprendí a ser amada,
y recibí un cuerpo a cambio de taparme
como esas mujeres que sólo dejan
al descubierto los ojos, al menos
para guiarse por las calles, sobrevivir. Aprender a pensar
se parece a los pactos que se hacen con el diablo,
con la diferencia de que en este caso
son personas que se aman las que pactan.
Alguna vez voy a vivir de lo poco
que pueden darme las cosas:
entre las flores, prendida a su aroma como una criatura
que descubre la fuerza tangible de la planta.
Como si un día ya no soportara
las grandes cantidades y sólo pudiera quedarme
al borde de un poder: la carne de las flores,
su inminente belleza.
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Pasan los años y la belleza sigue teniendo el mismo nombre.
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Marcelo C., usted siempre halagándome, no esperaba menos.
Aquí lo saluda,
la señora de Carnero.
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Lo comparto en g+ , es genial reencontrarme con tu poesía. Abrazo.
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Gracias, Vane. Besito!
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