Leyendo «Para que no entre la muerte», de Daniel Moyano por Ricardo Romero

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Durante años, a principios de los ochenta, mi viejo le compró a una señora que visitaba el banco en el que él trabajaba la colección completa Capítulo, Biblioteca argentina fundamental, del Centro Editor de América Latina. Durante varios años más, hasta fines de los ochenta, pongamos, los más de 170 libros y los más de 170 fascículos de la colección se alinearon en la biblioteca de casa como un paisaje adulto que no tenía nada que ver conmigo, hasta que tuvo. Me imagino una siesta un poco aburrida, con ese aburrimiento justo y necesario que precede a la curiosidad, en esa edad en que todo es preceder. En algún momento di el salto de la Biblioteca Billiken a estos libros, de los mares y las selvas exóticas a los ríos y las llanuras que conocía, de las grandes urbes de otras latitudes y siglos a ciudades más mías, más hechas a mi medida. Leer, entonces, empezó a convertirse en otra cosa: no sólo era explorar con la mente mundos imaginarios, sino también explorar con la imaginación mundos reales.

El descubrimiento de Daniel Moyano tiene que ver con esa época y con esa colección. Ahora, mientras escribo, tengo al lado el Nº130, La espera y otros cuentos. En la contratapa, junto a una foto de un Moyano joven, de aire trágico y serio que uno podía asociar, como dice en el prólogo, a Kafka y a Pavese, hay una reseña biográfica que afirma que a pesar de haber nacido en Buenos Aires, era “un hombre del interior”. Esas dos pautas guiaron mis primeras lecturas. Yo era del interior. Yo era joven y algo serio, y por lo tanto me creía trágico. Después de eso fueron y vinieron otros autores y otros libros. Muchos años después, casi veinte, cuando tuve la suerte de editar su última novela para Gárgola, Dónde estás con tus ojos celestes, y de preparar un dossier para la revista que hacía en ese momento, Oliverio, el Daniel Moyano que encontré era lo que había sido y mucho más. Kafka, sí, Pavese, también, pero sobre todo la ética festiva y doliente de lo latinoamericano por fin encarnado, por fin consciente de sí mismo. Me encontré con el músico que hacía música también cuando escribía, y con el hombre de vida dura y sonrisa fácil que era capaz de preguntarse dónde es que empieza una naranja, dónde una mujer desnuda. Qué preguntas, caramba. Esas preguntas sobreviven hoy a todas las respuestas.

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“Lo que he hecho hasta ahora en mis libros ha sido confrontar la realidad que ha ido dándome o mostrándome mi país y el mundo, con la exigencia de una realidad que tengo derecho a anhelar e imaginar”, dice Moyano en la entrevista de los fascículos de la colección Capítulo. Esto, que para un lector desvelado de presente, puede parecer una ingenuidad política, tiene su contraparte en esa misma entrevista, cuando dice que un escritor debe “Cuidar las palabras, esos milagros, de las agresiones permanentes de las diversas formas del poder y de los medios masivos de comunicación. El idioma es la reserva natural de libertad que tienen las personas. Acaso la verdadera patria, como quería Pessoa”. Entonces, cuando Moyano dice realidad, exigencia, imaginar, ¿qué está diciendo? ¿Está diciendo, tal vez, que la literatura debería ser el lugar en donde podemos y debemos decidir qué nombramos cuando nombramos? ¿Qué es un río cuando decimos río? ¿Qué una creciente?

En el cuento “Para que no entre la muerte”, publicado por primera vez en el libro El estuche del cocodrilo, en 1974, podríamos leer una bella, filosa y directa fábula sobre la pobreza, la exclusión y los rigores de la marginalidad rural ante el avance y la indiferencia de las ciudades. Un viejo, su nieto y sus tías, son desplazados una y otra vez fuera de un pueblo, hasta terminar en un descampado árido, donde ya no hay cómo construir una casa. Sólo el arroyo, que también es río, trae cada tanto algunas cosas. Y serán esas cosas, los desechos de otros, las que servirán para construir el hogar. Ese nivel de lectura nos permitiría ubicar a Moyano en su tiempo, entre esos “hombres del interior” que escribían para que los que no tenían voz, la tuvieran. Conti, Juan José Hernández, Di Benedetto, Tizón, él. Voces, sí, que interiorizan. Pero leer sólo eso sería aceptar las lecturas que encasillan y encapsulan, las lecturas de quienes ordenan, con buenas o malas intenciones, y dan finalmente forma al mapa de nuestra literatura. De quienes, en definitiva, sabiéndolo o no, prefigurar una de esas formas del poder.

Interioricemos más, entonces. La voz que narra, como muchas veces en Moyano, es una voz fronteriza: es un niño y un viejo al mismo tiempo, y en sus palabras la alegría y la tristeza pueden ser el mismo desafío. Cuidado, entonces. En este cuento, de pronto, el río y la creciente dejan de ser signos uniformes y predecibles. El río no solo se lleva cosas sino que también las trae. La creciente no es un mero suceso adverso sino también una encrucijada de posibilidades. Y en esta subversión de sentidos, el viejo lee al río, el niño lee al viejo, y los dos hacen de la fatalidad, destino. Identidad. Y mientras ambos leen y construyen una casa para que no entre la muerte, ellos entran en la muerte y la aceptan. No con resignación, sino con aceptación de lo que significa asumir una identidad. Porque después de todo decir “Yo soy” es plantar batalla pero también es empezar a dejar de serlo. El viejo se mete en el monte antes de decidir cuál será el emplazamiento de la casa, y cuando vuelve con la certeza mide sombras y traza rayas profundas sobre la tierra que “sin duda tenían una relación directa con la orientación de la casa, o quizás con su muerte, vaya uno a saberlo”. Porque tal vez lo que plantea el cuento y toda la obra de Moyano, arriesgo, pensando también en su cuento favorito, “Cantata para los hijos de Gracimiano”, que narra la tristísima historia de una familia desahuciada por el hambre y la pobreza que va dejando sus hijos en el camino, es que en cada uno de nuestros gestos, en nuestras palabras y actos, configuramos nuestra muerte. Y que eso no sólo es necesario, sino bello. Podemos darle forma a la soledad, darle forma al dolor, podemos dársela a la muerte. Hay que hacerlo. Porque esa muerte tiene la exacta belleza de lo que es nuestro y de nadie más. Muerte que no entra sino muerte a la que entramos con los ojos abiertos de Pavese, y con la palabra fraterna y musical de Moyano.

4 comentarios en “Leyendo «Para que no entre la muerte», de Daniel Moyano por Ricardo Romero

  1. Hola! Qué placer leerte. Aunque Daniel Moyano jamás entrará en la muerte qué pronto nos lo arrebató (primero lo hizo la dictadura). Te mando un cariño enorme, ahora, después de leerte, desde Minas Altas, el faro de Contardi, mientras en alguna parra se mece un violín con aroma a membrillos.

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  2. Reblogueó esto en tierrapapel.y comentado:
    Sobre el enorme escritor Daniel Moyano y todo lo que puede despertar su infinita ternura, su escritura magistral, su coherencia:
    «Cuidar las palabras, esos milagros, de las agresiones permanentes de las diversas formas del poder. El idioma es la reserva natural de la libertad que tienen las personas. Acaso, la verdadera patria».

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