Sobre «El sueño del perro» de Paulo Pécora
Sueño a veces que flotamos en el agua
tomados de la mano…y nos hundimos sin terror.
Soy un instrumento … intentando traducir pulsaciones
a imágenes para aliviar el cuerpo
y reconstruir la mente.
A.Rich
Un ojo que se abre y se cierra en un primerísimo primer plano; el lomo del río marrón que transitamos en un bello travelling, hasta que (como si se levantara la cabeza) la toma deja ver las orillas verdes, los bordes marrones y el cielo arriba, abajo y al final. Se oyen ladridos lejanos y crece chillón el canto de las chicharras. En un plano contrapicado, como mirando al cielo –entre los árboles- la cámara gira sobre sí, para descender luego por el tronco de un árbol y avanzar entre otros como espiando-buscando, hasta que entra en cuadro un hombre que huye. La cámara lo sigue, a distancias variables en un montaje acelerado, mientras se oyen ladridos de perros fuera de campo. Nuevamente el ojo, esta vez el plano más abierto deja ver la sien; parpadea y queda abierto. Gran plano de río en el atardecer. Nos desplazamos con él viendo transfigurarse la costa de la isla hasta que el plano se hace agua, meciéndose con el movimiento del bote. Al fondo, el horizonte engrosado por lo que parece la sombra de la costa lejana, o la imagen del reflejo de la costa en el río, entre sol y nubes. Entra en plano, hasta el centro, otro bote a la deriva. Oímos una voz fuera campo: “Los hombre viejos dicen que el río lo sabe todo…” La imagen se exhibe en su naturaleza anfibia: espejo y memoria fantasmática del mundo visto. ¿Cuál es la orilla, el borde del sueño?
El sueño del perro se presenta como la puesta en visibilidad de un tránsito –como ir y venir- entre realidad y sueño, como búsqueda sensible. La potencia del film, la que nos arrastra y nos cautiva es la contaminación entre vigilia y sueño; esa indecidibilidad, esa frontera porosa. Y es la voz del niño, ese extranjero, que primero aparece como sentencia y luego promete una historia, la que provoca la inmersión en ese río de la historia. Curso acuoso que avanza, se detiene, se dispersa diseminando los bordes del sentido. ¿Dónde despierta? Somos llamadxs a penetrar ese ojo que no encuentra descanso, hurgando en la afiebrada memoria.
Hubo una tragedia, hay un lugar sombrío: la ciudad de la soledad. Macizo de concreto, impenetrable, mundo agotado. Un espacio para abandonarse a la rememoración melancólica, no para habitar el encuentro. Allí solo puede ocurrir un contacto, el del protagonista y su perro. Ahí acontece, entre fotografías, la evocación de la felicidad perdida.
En espejo (invertido) nos introducimos en el paisaje de la isla, el río (por momentos sin borde) pura organicidad. Otro perro y un niño. (¿Se trata de atravesar el espejo?) En ese otro lado aparece la habilitación de un reencuentro, duelando otra muerte, rescatando otro perro, albergando otro niño. Pero ello ocurre después del pasaje a través de la sensualidad inquietante del olvido de sí en (de) la deriva acuosa, como quien responde, tanteando al comienzo, a un llamado.
Dos registros habría que distinguir: la imagen y el sonido. La imagen- en general- nos presenta unos escenarios, más o menos cautivantes, pero que están allí, frente a nosotros, objeto-mundo visto. En ese registro somos, desde el principio, testigos. El sonido, en cambio, nos sumerge: “el río sabe” oímos -dicho por la voz infantil- Desde ese momento nos involucramos sensiblemente con el misterio, el del sonido del mundo que llama, convoca (en ausencia de diálogo) a sumergirse, a aventurarse en su inagotabilidad. Vivir en la isla, parece ser aguzar el oído ante las presencias inquietantes del perro y del niño, por ejemplo. ¿Espectadores? ¿Espías? ¿Mensajeros? La vista engaña (demasiadas señales en el aturdimiento), o no alcanza a penetrar en la espesura del mundo (el hombre persigue obsesivamente con su Rollei Flex a los habitantes de la isla; va tras los ruidos, se demora en los movimientos casi imperceptibles de gusanos e insectos) ¿Cómo orientarse en ese espacio?
La voz del niño que lee, su tempo, marca el pulso, baliza el tránsito hacia el despertar, hacia la apertura al mundo: heridas, sufrimiento, abandono, escucha, reconocimiento.
El film respira cuando se impone sensiblemente la organicidad de ese paisaje acuoso -obsesivo remanso del río- presente sido que persiste en momentos-ahora yuxtapuestos. Atravesamos una y otra vez las aguas del sueño…hasta que el ladrido del perro herido conduce a la casa del abuelo muerto y al niño huérfano. El hombre despierta en la isla – como el perro del cuento que oímos en la voz de ese niño expectante – tras “escuchar” en sueños una de las voces del río, el sonido del mundo.
Pistas. El mundo suena
La vida viene del lado de la voz, del sonido (el río escuchado en sueños le “dice quién es”) de lo orgánico. Allí la experiencia es la de ser parte de la “carne del mundo”. La muerte, esta otra muerte, ofrece la oportunidad de experimentar el reencuentro del sentido, en el instante en que es afectado por el dolor de otros. El perro herido, que lo conducirá a la casa del abuelo muerto, y de ahí al rescate del niño. Acontece así el aprendizaje del duelo, que es el de despertarse al mundo, porque como decía Stanley Cavell leyendo a Thoreau “solo amanece el día para el que estamos despiertos. Hay muchos días por nacer… [es preciso advertir] que cada iluminación del mundo de la que hemos participado ha muerto, y debemos aprender a desembarazarnos de ello, debemos aprender a reevaluar, a volver a contar/relatar, debemos aprender a hacer el duelo.”[1] Esa experiencia de desasimiento del doloroso encierro, es de algún modo, la respuesta sensible a un llamado del mundo.
En el viaje para sanar, en el despertar al mundo, hay un vínculo cifrado entre la voz y las imágenes. La voz del narrador dice, también (de diversos modos) que la clave de ese paisaje en el que hay que penetrar, que hay que sentir, es el sonido, las voces que acercan el oído al mundo sensible. Al comienzo del film un ruido dentro de la casa de la isla había despertado la inquietud del hombre; alguien había estado en la habitación, había hurgado en su baúl y se había llevado un libro. Unos minutos después la voz dirá “dicen que [el río] es sabio y que si uno espera, y oye una tensión, en el sonido de su impulso, en la fuerza de su caudal encontrará una respuesta”.
Los movimientos de la cámara también suelen acompañar las pistas de la voz, en el sentido de ofrecernos la sensibilidad de ese viaje-inmersión en el paisaje acuoso. En las imágenes de la rememoración de la angustia del hombre, se lo ve derrumbado en el umbral de un negocio cerrado. Un niño se detiene y le ofrece en la mano un pequeño juguete que había caído de su portafolios; el hombre lo ve irse, se tapa la cara, llora. Luego se dispone a recoger sus papeles con pesadumbre mientras la voz recomienza: “Después de la pelea el perro comenzó a lamer sus heridas, a pesar de la distancia podía distinguir el olor de la sangre y el aroma triste de los árboles y la tierra mojada…” el ojo de la cámara barre en travelling ascendente la persiana sobre la que el hombre está apoyado (“…se incorporó despacio, dolorido; miró a su alrededor y notó que el aire, denso, todavía flotaba…”) y en un fundido encadenado empalma con el río (“…en el eco de los ladridos”) ya estamos sobre su lomo, reviviendo el travelling del comienzo del film. La cámara encarna el movimiento, el impulso, que el hombre necesita para ese viaje, sigue el eco de los ladridos de los perros de la isla, que como dice el propio Pécora, son sus propios amos; anfitriones del que busca alivio, descanso.
El aire despejado, la atmosfera del encuentro también se oye en otro eco, la melodía que el niño silba; la que habíamos escuchado silbar al hombre y que escucharemos al final. Se reconocerán una y otra vez en el silbido, mientras pintan juntos unos pájaros.
La creación de películas, dice Pécora, “es casi como la creación de una danza, pero se trata de una danza más maravillosa porque en el cine puedo hacer bailar al mundo». Hacer bailar al mundo- diríamos nosotros -bailarse y bailarlo, escuchando sus sonidos, reinventando la fe perceptiva, para perseguir sus enigmas, para descifrar, traducir y expresar (encarnizada o juguetonamente) su inagotable misterio.
[1] Cavell, S (2008) “La filosofía pasado mañana” en El cine ¿puede hacernos mejores?, Madrid, Katz, p. 210. De Henry Thoreau, Wolden o la vida en los bosques (Buenos Aires, Emece, 1945)
Alicia Naput nació en Rosario en 1962. Es profesora de Política y de Historia del pensamiento en la Facultad de Ciencias de la Educación de la UNER. Cultiva, disfruta y aprende de una cinefilia que, más que una relación con el cine, es un vínculo con el mundo a través del cine. Se doctoró en Educación con una tesis titulada: «El cine como experimentación estético-política. Aportes a un pensamiento de la educación estética».
Reblogueó esto en Esfera de arcillay comentado:
«Hubo una tragedia, hay un lugar sombrío: la ciudad de la soledad. Macizo de concreto, impenetrable, mundo agotado. Un espacio para abandonarse a la rememoración melancólica, no para habitar el encuentro. Allí solo puede ocurrir un contacto, el del protagonista y su perro. Ahí acontece, entre fotografías, la evocación de la felicidad perdida.
(…)
El hombre despierta en la isla – como el perro del cuento que oímos en la voz de ese niño expectante – tras “escuchar” en sueños una de las voces del río, el sonido del mundo.»
Gracias a este escrito de Alicia Naput he visto El sueño del perro , de Paulo Pécora, y ahora, después de haber visto el film, me parece que describe la historia perfectamente.
Seductor y gratificante, este texto.
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